Había una vez cierta princesita valiente. La llamaban Augusta: la heroína sin dientes. En una guerra por conquistar la tierra de los genios, en la batalla de la cueva brujería, con un golpe de magia que no esperaba perdió la belleza por su sonrisa vaciá. La heroína enfurecida reunió tantas cabezas de genios que pagaron por la osadía del ínclito maestro y para vengarse de aquel que la dejó sin dientes, con un conjuro le cambió la vara por un huequito indecente.
Esta princesita se enamoró de un ciego, talvez por conveniencia, tal vez por suerte, pero el cieguito de valor muy poco y la astucia no era su fuerte, solo la animaba en los batallas y en la cama se movía bien, lo cual le importaba bastante a nuestra heroína caliente. Quien creería que un día su amante bandido la iba a entregar por plata al mito de los forajidos.
Era una tarde de otoño, cuando Augusta se veía al espejo, pensando en agrandarse el busto para dejar al esposo perplejo, pero vaya suerte que su marido no planeaba lo mismo, sino una trampa que no tenia que ver para sentirse complacido. Antes de que anocheciera y después de un polvito sencillo, el interesado ciego le propuso salir del castillo. Caminando cerca del cauce y sin ningún sentido, Augusta a quien le gustaba el sexo le pidió que sacara el hierro pues ella no tenia vestido. Pero el invidente se rehusó, aunque pensar ya no podía por no poder domeñar el calor del calzoncillo. La princesita insaciable se abalanzó desnuda y ella misma tomo las riendas de la situación oportuna, brincando y brincando encima de su potrillo logró un inigualable éxtasis que le robo un aullido. El infame ciego también lo disfrutó aunque con la impaciencia y el hambre de recibir mas que amor. Cuando hubo acabado la princesita se levantó y blandiendo su espada al cieguito capó, el pobre hombre, ya no tanto, descarado preguntó ¿por qué me haces esto princesita de mi amor? Augusta respondió, mientras colocaba su espada en el hombro, lo hago por mis tetás y por tu imperdonable traición.
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