La astucia, la astucia, la astucia. Pasaron dos horas y seguía encerrado en aquel cuarto oscuro y silencioso. Vigilando, vigilando, vigilando, el mañoso segundero que a cada avance retrocedía dos veces, así los minutos eran de 180 segundos, las horas de 180 minutos y el día de 72 horas, todo multiplicado por tres. Fue tres veces el sufrimiento diluyéndose, lentamente, en un devolver que solo permitió un segundo mas allá del túnel: el primer segundo después de la agonía.
La ventana se iluminó. Sobre las persianas se detuvo un rayo que danzó coqueto con el reflejo de los cristales y se contuvo vencido por la imposición del sol. Así el reloj siguió avanzando, aun cuando su avance no era mas que un revertir. Pues en su terca decisión de recordar, los retrocesos siempre implicaban un pasar pues volver siempre compromete un ir.
Nuestro cautivo concluía sus pensamientos con una idea inicial. El desahuciado no entendía sus sentimientos que entristecían profundamente y luego se iban sin justificación. La sangre se recogía sobre sus muñecas vencidas, y en las venas vaciás, volvía de nuevo la corriente; primero leve, luego mas fuerte. La vivacidad retornaba. El cigarrillo consumido alimentándose del humo, reconstruyéndose.
Sentado sobre el piso, la espalda recostada sobre el muro, los brazos abandonados a la suerte, viendo fijamente la punta de sus zapatos. Apaga el cigarro con el fuego de un fósforo que se extingue con la chispa y la superficie carrasposa. Ahora es conciente.
Recogerá las piernas mientras borra sus heridas con el filo del bisturí y contemplara el misterio del canto de los pájaros. Se sentirá decidido a suicidarse y tomará el impulso necesario que, con la mano en alto, sosteniendo el arma blanca, teñirá de rojo las próximas dos horas.
Un momento en pausa, el segundero no se mueve... un paso adelante y ninguno atrás, avanza como siempre mientras el cautivo se desangra y espera el final. El final, el final, el final.
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