Al principio pensamos que Lolo era un buenazo simplón sin más, pero no tardamos en darnos cuenta de que era rematadamente imbécil. Le conocimos por casualidad y le permitimos que se uniera a nosotros a pesar de nuestro recelo por una mezcla de dejadez, condescendencia e interés ya que, aunque su compañía no nos sedujera demasiado, la oferta de hacer nuestras reuniones en el jardín de su casa no sonaba del todo mal.
Lolo estaba impresionado con nosotros. Le gustaba lo que decíamos, lo que pensábamos y lo que escribíamos e intentaba imitarnos, a todos y cada uno de nosotros. Esto le hacía comportarse de manera incoherente y hay que admitir que a menudo nos ensañábamos con ello. La mitad de las veces no entendía lo que decíamos, en parte porque hablábamos un lenguaje distinto y en parte por sus propias limitaciones. Entonces reía cuando creía que debía reírse, habitualmente a destiempo y siempre más fuerte que los demás, siempre intentando demostrar algo y siempre demostrando justo lo contrario.
Creo que yo fui quien más llegó a quererle y también quien acabó por detestarle antes y con mayor fervor. Supongo que porque fue a través de mí como se introdujo en el grupo. Me seguía a todas partes, intentaba sumarse a todos mis planes y saludaba como si se tratara de su mejor amigo a quienquiera que me saludara. Ello me incomodaba y me enfurecía, pues a menudo se trataba de gente con la que no me apetecía hablar o con la que simplemente jamás había pasado del saludo. Lolo tenía talento para ponerme en evidencia y con frecuencia me avergonzaba tenerlo al lado. Acudía siempre a mí y sólo intentaba contactar con los otros cuando ya le había rechazado unas veinte llamadas. Él siempre encontraba explicaciones para ello y yo ni siquiera tenía que inventarme nada. Era irritante.
Lolo profesaba verdadera veneración por mí. Supongo que eso halagaba mi ego, aunque su opinión respecto a nada no me importara lo más mínimo. Pero sobre todo, lo que bajaba mis defensas era su buena intención. No podía negar que era una buena persona en busca de amigos. Entonces aún creía que sólo los que actúan de mala fe son malas personas.
Lo que más me asombraba y me sigue asombrando de Lolo era su total y absoluta necedad. En alguien con una inseguridad tan palpable, carente de una sóla opinión propia y tan necesitado de ser aceptado por los demás lo prudente y lo normal hubiera sido hablar menos y escuchar más. Sin embargo él no dejaba pasar una oportunidad para meter la pata, para hablar de lo que no sabía e interrumpir a quien estuviera hablando.
Poco a poco Lolo se convertía en una molestia mayor. Más de una vez pensamos en decirle la verdad, que se equivocaba con nosotros, que no éramos sus mejores amigos y que haría bien en juntarse con gente de su edad. Pero esto era algo tan evidente que resultaba violento tener que decirlo. Probablemente le hubiéramos hecho un favor, pero nadie fue lo suficientemente valiente o cruel para hacerlo. Y Lolo cada día más pesado, cogiendo más y más confianza.
Lo de dejarle plantado surgió de manera natural. Lolo se convirtió en una rémora. Allá donde fuéramos él nos seguía. Si torcíamos el paso tropezábamos con él. Nadie le llamaba, desde luego, pero nos conocía suficientemente bien como para estar siempre ahí, o eso nos parecía. Él iba detrás y si se perdía era su problema, además de un alivio para nosotros, tácito al principio y celebrado con vítores poco después. Hubo noches en las que lo perdimos incluso cinco veces. No nos portábamos bien con él y nuestra mala conciencia nos llevaba a tolerarle aún menos.
Fue ese año cuando todos empezaron a meterse rayas. Un año antes la cocaína era un vicio poco común o cuanto menos muy bien oculto, pero de repente allá donde fueras todos parecían farloperos vocacionales. Lolo, por supuesto, no iba a ser menos. La verdad es que tampoco se metía mucho aunque compraba tanta o más que los demás. Intentaba ganarse a la gente invitando a cuanto podía pero ya era tarde para engañar a nadie y además, la farlopa hacía que todos estuviéramos más irritables. La última vez que le vi la noche que murió (antes de verlo en el suelo, quiero decir) fue en el baño. Yo había ido simplemente a mear, pero él no. No estaba solo, pero no diré aquí quien más había allí. Poco después, se desplomó en medio de la pista. Su corazón se paró y le negó el riego sanguíneo a su cerebro. Por lo visto el muy imbécil sabía que tenía problemas de corazón y aún así seguía esnifando. Poco más sé, salvo que fui de los pocos que fueron al hospital. Por ese motivo su madre me llamó varias veces y aún hace poco no pude negarme a verla y darle un montón de camufladas explicaciones para que la pobre mujer siguiera sin entender nada pero sintiéndose un poco mejor. Los demás, el grupo, no tuvimos nada que ver con su muerte pero aunque no lo hablemos sé que todos en cierta forma nos sentimos un poco culpables al respecto. Pero también sé que ello no nos hace mejores personas.
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