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LOS INDIOS


Hacìa un tiempo que cierta inquietud me asaltaba. Habìa leido sobre la Patagonia Argentina y luego de ver videos sobre sus incomparables bellezas naturales, me invadiò un deseo irrefrenable de conocer esos parajes. Asì que, mochila al hombro con mi equipo de supervivencia emprendì el periplo.
Arribè a una ciudad cordillerana y en una agencia de turismo me ofrecieron contratar un guìa de turismo-aventura y asi lo hice. Luego acampè en las cercanìas
Me despertè temprano esa mañana en el campamento al que habìa arribado la noche anterior y cuando estaba desayunando oí una voz.
-Iremos a recorrer la selva y montañas cercanas y luego nos acercaremos a una toldería de indios, dijo Inacayal que recièn llegaba.
Ella era la guìa turìstica contratada para recorrer esos lugares; su aspecto era interesante, seguramente corrìa sangre india en sus venas.
Salimos recorriendo parte del faldeo de un volcán hacia uno de los valles cercanos, entre nirantales, cohiues, lengas y cipreses asomaba algún que otro alerce monumental, caminando por un sendero que ella parecía conocer muy bien. El itinerario era idílico, la naturaleza lucia exultante su primitivo esplendor.
Propuse intentar pescar en un arroyuelo cristalino que hallamos al paso con el sedal que, previsivamente, habìa incorporado a mi equipo de supervivencia. El reflejo del sol en las rocas bañadas, a veces cubiertas de musgo, otras en su contenido mineral provocaba ciento de arco iris a lo largo del trecho que con la vista se alcanzaba.
El agua helada, corría con fragor y algún tronco caído formaba un remanso de aguas tranquilas, cuyo fondo se veía salpicado de colores por hojas y guijarros y en cuya superficie giraba suavemente una hojita amarilla.
Fuimos pasando poco a poco de una piedra a la otra, río arriba Tenía la sensación de estar moviéndome con el río, de flotar, de descender con la rápida corriente y me sentè firmemente en una gran piedra, con un poco de pánico pero resuelto a permanecer allí hasta que se acostumbraran mis sentidos a ese ambiente desconocido. En cambio ellla se movía con suma facilidad saltando de roca en roca y eligió una piedra para instalarse, yo en cambio me acerquè al remanso donde dejè caer el sedal y contemplè pensativo el anzuelo que se hundía y luego se movía empujado por la corriente.
De pronto me pareció que un trozo del fondo moteado del remanso se desprendía, luego avanzó veloz, ondulando las aletas y abriendo grandes ojos, hasta que atacó vorazmente el artificial prendido al anzuelo.
Oscilando entre el horror y el orgullo, comprendì que había pescado mi primer pez. Di un tirón y, sacándolo del agua, lo sacudì sobre la piedra musgosa hasta que quedó inmóvil y jadeante, totalmente mio.
-¡,Pesqué uno! Gritè
Élla no escuchaba por el rumor de las aguas. Me di cuenta que no oía, así que intentè nuevamente, sin resultado.
Pasado un tiempo dejè de pescar, Ella se aproximaba.
-¿Cómo te fue? Me preguntó cuando estuvo cerca. -
-¿No me digas que pescaste esa trucha? Dijo asombrada.
-¡Claro que lo digo!
-Debemos conservarla serà un presente muy apropiado para el Cacique.
Llegamos al lago donde había una canoa, y cruzamos por el mismo en dirección Sur-Oeste. En él se reflejaba el cordón laberíntico de las cumbres andinas de nieves eternas.
Arribamos a una playa y cercana a ella se divisaba un grupo de chozas. Inacayal dijo.
-Ahora vendrá el Cacique que es amigo.
Un grupo de chiquilines me miraban y corrían a mí alrededor. Un hombre viejo de tez oscura y muy arrugada se acercó portando un bastón.
- Bienvenidos al Camaruco, dijo el Cacique.
Sabía que el camaruco era una fiesta religiosa, aunque nunca había presenciado ninguna, así que me entusiasmò. Inacayal fue explicando los ritos.
-Piden por un año benévolo y lluvia. El lugar del altar lo llaman Rewe donde esta la araucaria y siempre debe enfrentar al naciente, los participantes debemos estar en el poniente, en un semicírculo
Vinieron dos jóvenes montados, uno en un caballo alazán y el otro blanco y encendieron el fuego sagrado. Después algunos jinetes circularon alrededor del altar e instalaron algunas banderas amarillas, blancas y azules y a su pie jarros con chicha y elementos sagrados Tocaron instrumentos de viento que remataban en un cuerno, Inacayal dijo. -Son las trutrukas.
Las rogativas se alternaban con danzas entre la que se destacaba el Lonkomeo. Nos quedamos hasta que termino la fiesta, comiendo y bebiendo chicha. A mì me daba vueltas la cabeza, me había mareado, desacostumbrado a beber alcohol. El Cacique luego nos invitó a su choza y con voz aguardentosa se refirió a la historia de su pueblo...
-Nuestro padre fue Elal, comenzó el anciano. Se instaló en la tierra donde creo los Chinek. Cuando él viene crea el arco y la flecha y a los Chinek les enseña a construir y utilizar las armas. A las cacerías también concurría Elal y en una de sus ausencias apareció un impostor, que difundió entre las tribus que venia a reemplazar a Elal. Cuando éste regresa se traba en lucha con el impostor dándole muerte y comiéndose su corazón.
-Cuando Elal se fue de la tierra nos dejo un espíritu entre el grupo de cazadores, que guía y vigila. Su nombre es Wendeúnk y lleva la cuenta de las acciones de todo cazador. Cuando el indio muere Wendeúnk se encarga de acompañarlo hasta el lugar donde Elal aguarda y allí, los cazadores, frente a una hoguera han de contar los episodios de sus proezas.
Inacayal le comentó que eran viejas creencias Tehuelches aunque esos indios eran descendientes de Araucanos.
Nos despedimos del Cacique y emprendimos el regreso. Una tormenta se acercaba y a indicaciòn de mi guìa buscamos refugio en una cueva no sin antes quedar absorto viendo el fenòmeno.
En el regazo de los más grandes y frondosos árboles se divisaban mantos de hojas, las cuales caìan sin cesar, desde lo alto, a modo de ofrendas, y teñian el ambiente de cierta melancolía.
Los sonidos que impregnaban este inmenso silencio envolvìan el lugar de una cálida soledad, que se manifiestaba en toda una gama de colores, desde los tonos grisáceos y oscuros hasta los rojizos y verdes.
Y el aroma, ese aroma inconfundible a tierra mojada que el viento acerca al olfato como preanunciando la llegada de la lluvia.
Difícilmente visibles eran las flores o tallos en el extenso sendero que se abrìa bajo mis pies, de un intenso color verde, que contribuìa a la parquedad del paisaje.
Al mismo tiempo, la hierba del campo no deja de ser vulnerable a los azotes del viento.
Esta paradójica dualidad me producìa bienestar. La inmortal apariencia de todo aquello que mi vista lograba alcanzar, se fundìa, con la sutil trayectoria que trazaban las hojas hasta dar con el suelo; con el incesante movimiento vibratorio, de tal frenesí, vigente en las aún jóvenes hojas de los árboles.
Y las ya arrugadas y moribundas, que se abandonan a su suerte describiendo múltiples caminos, todos ellos con un único destino.
Contemplando esta extraña civilización, podría decirse, que ninguno de ellos, estaría dispuesto a renunciar a lo que es:
El viento continuaba con su antiguo trabajo desde los tiempos más remotos, la lluvia se acercaba para complacer a la sedienta tierra, y al mismo tiempo todos ellos creaban un espectáculo deslumbrante para quien le observa, que sigue conmoviendo aún con el paso del tiempo.
Yo miraba asustado ante la idea de sentirse como único contemplador, como único ser consciente de esta existencia.
Todo se volvìa de pronto inmenso, puesto que la oscuridad difuminaba los límites que la luz del día hacía visibles.
Pero al mismo tiempo todo tomaba mayor énfasis.
Refugiados en la cueva hasta que amainara la tormenta, Inacayal me siguiò relatando algunas fàbulas Tehuelches
-Al pecho colorado le recomendaron que debía distraer un gigante con su canto mientras un niño divino aguardaba el momento de su partida. El monstruo ordeno callar a la avecilla, pero esta siguió cantando tal cual se lo mandara el Tucu tucu. Hasta que Elal se hubiera alejado. El gigante irritado por el canto del ave, arrojó una astilla que hirió en el pecho al ave. Cuando el ave ensangrentada llegó a una laguna, Elal curó su herida y dejó que las plumas de su pecho conservaran por siempre el color de la sangre para que luciera orgulloso esa insignia de valor. Siguió comentando:
-Los Tehuelches, eran una raza pacifica y generosa y los Araucanos de índole belicosa, contemplaban codiciosamente sus tierras y decidieron invadirlos y adueñarse de ellas. -En Languineo –lugar de los muertos- los Araucanos aplastaron a los sorprendidos Tehuelches. La batalla duro tres días con sus noches y terminó prácticamente con ellos, salvo algunos que encontraron refugio en las montañas.
-Los Araucanos luego se llevaron a las mujeres jóvenes pero si bien, quisieron restablecer la armonía, las mujeres Tehuelches no olvidaron la afrenta y algunas escaparon formando tribus nómadas, que al final fueron exterminadas por los soldados.
Hay una poesía que una de las alumnas que concurren a nuestra escuela compuso sobre la india tehuelche, dice así...
Con tu hombre, en tu hogar de cuero, eras feliz
haciendo cacharros o tejiendo lana
y como Elal lo mandaba y Wendéunk lo disponía
los niños que criabas, alegraban tu día.
En las noches frías, escuchabas narraciones
de caza y aventuras prodigiosas
de tu raza pacifica, generosa
y en Languiñeo, cuando el sol estaba en el poniente,
tu hombre, murió, como un valiente
y la afrenta de ser cautiva, sufriste,
sin olvidar la derrota de tu estirpe.
Por eso, con otros escapaste
y por la tierra estéril, solitaria, vagaste
hasta cerca de Apeleg, donde dejaste
que el hombre blanco, con sus armas,
cerrara el broche de hierro a tu existencia.
Sé, donde estarás ahora, junto a Elal,
escuchando a tu hombre relatando
las proezas que él ha realizado,
frente a la hoguera que arde eterna,
Y tú... siempre acompañando.

Cuando amainò la tormenta emprendimos el regreso.
Ella se quedó cortando flores silvestres que crecían en las cercanías donde cada rama, delgada como un cabello, se separaba del tronco y mostraba dos flores solamente, tan delicadas que era difícil verlas al pasar, a pesar que eran tantas y cada una de ellas como moldeada con particular elegancia.
En eso la vi, ante mí, la serpiente. La vi con toda claridad, echada allí, pocos pasos adelante.
Me detuve y permanecì en helado silencio, tratè de avisar a Inacayal, pero no lo conseguì.
La serpiente levantó la cabeza, sacó la lengua delgada y larga como una flecha, que ondulaba rápidamente y lanzó un silbido. No sabía nada de serpientes, salvo que me inspiraban repugnancia y horror. La serpiente se enroscaba en un movimiento elástico que era aterrador. No me atrevía a pasar por encima de ella.
¿Qué podía hacer? Me armè de valor y tomè una piedra y apuntè. Mi lanzamiento fue fuerte y certero. La piedra pegó en medio del cuerpo del reptil y lo clavó en tierra, luego recogì otra piedra y la arrojè, luego otra y otra, hasta que la cabeza del animal se convirtió en una pulpa sanguinolenta, aunque la cola seguía moviéndose.
Me aproximè y le di golpes en la cola, deteniéndome solo cuando la vi inmóvil también. Entonces algo mas calmado advertì que no se trataba de una verdadera serpiente y recordè que me habían dicho una vez que en esos lugares no habían visto nunca, más que inofensivas culebras.
Tratè penosamente de dominar la respiración agitada, luego me calmè
Retornè al campamento. Esa noche soñè con indios, peces y serpientes.

Carlos Josè Dìaz Amestoy

Texto agregado el 29-09-2003, y leído por 622 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
29-09-2003 Un relato rico, texturado, pleno de calor y color local. Como sugerencia: un pequeño breve que ilustre sobre los términos de los dueños de la tierra. Bello trabajo. gracias por compartirlo hache
 
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