Hubo un esperpento, en mi vida,
feo, con ganas,
surgido de algún eructo
de aquellos que dan el cansancio
y la tristeza,
cuando se aburren de tanta pasión.
Era feo, recuerdo.
Se me presentaba en las mañanas,
en forma de asco,
de repulsión a lo vivo,
solícito y dispuesto a tomar mi día
y quedarse en mí para atosigar a otras gentes.
A veces, por las tardes, con el calor,
y también de repente, a mediodía,
salta de mí a mí, con ira y desprecio,
escupiendo todo aquello que huela a amor.
Nefastos ratos de concupiscencia oblicua,
de dicha oculta, de refriega emocional,
los que se instalaron en aquel ayer
que sería mejor ocultar,
pero aún inocultable,
en algún cementerio de mi rala memoria.
Lo superé, lo vencí,
lo dejé inanimado,
no vacilé en dejar de alimentarlo,
como se le quitan los huesos al indócil can,
como se deja de amar un capricho disfrazado.
¿Lo superé? ¿lo vencí?
¿De tal suerte soy capaz de declararlo?
Así se comienza a olvidar,
me digo a mí mismo.