El polvo intransigente cegaba la visión a un metro de distancia. Detrás de la áspera nube se podía oír el resoplar de los caballos, y afinando más el oído se podía escuchar como se acercaba el ruido de fierros que acompañaba al caballero de triste mirada. Atravesando la nube, llegó hasta El Altar. Tras él, su escudero cargaba las ofrendas a la brillante diosa Selene.

Con la rodilla hundida en la arena posó sobre el majestuoso altar las ofrendas logradas en el cansado viaje. Llamo a la diosa y esta no le contestó; su corazón entró en zozobra. Aturdido dejo caer su otra rodilla al suelo. Sintió tirar de sus ropas y volvió su rostro contra su escudero. Este, con un tímido gesto le señalo hacia la enramada, allí un monstruoso bulto se retorcía. El caballero se incorporó blandiendo su espada en dirección del monstruo; este asomó su cabeza de cabra y luego, con soberbia, su cuerpo cubierto por una blanca y deslumbrante piel de cordero, con la que intentaba seducir a la bella y radiante Selene.
Pan se aproximó amenazante, el caballero sacudió en el aire la espada para defender su altar. La filosa hoja cortó el aire en pequeños trozos, que inertes se precipitaron al suelo. Pan retrocedió galopando, jurando que volvería. Selene se elevó en el cielo y dejo caer un rayo de plata sobre la frente del caballero que ya había encontrado sosiego.