Entró y estaba sentado. Le miró a los ojos, penetrándole, hiriendo su orgullo, sacándole la información almacenada. Lo halló y tuvo la certeza de que no se equivocaba; una gota de sudor le recorrió el cuello y confirmó sus impresiones.
La entrada teatral causó el efecto deseado, restándole confianza a él, tan entero siempre.
Entró y entrecerró la mirada, desvió los ojos, ocultó el espejo que su cara reflejaba. La sequedad de la boca demostró lo que sus labios no desvelaron, el recurso cobarde del silencio despejó cualquier incertidumbre.
Entró y quiso morir por dentro. El nervio roto de sus manos luchó por ahogar las pistas de una mentira medianamente clara, el terremoto de su estómago alcanzó niveles de pánico.
Entró y el sonido quedó hueco, los ruidos se apagaron sin eco, arrollados por su presencia.
Entró y supo que ya no saldría.
Se sentó frente a él, a pocos pasos de distancia. La sonrisa apenas dibujada en sus labios le decía "estoy aquí y vengo a por ti". Se acomodó en el asiento, colocando el abrigo impecable sobre sus piernas. Debajo, la herramienta esperaba impaciente un dedo hábil que la despertase de su sopor helado.
Le volvió a mirar, a los ojos por supuesto. Era un caballero y como tal no falta a los deberes de su profesión. Un leve giro de cabeza a modo de saludo y la boca negra salió a la luz, apenas dos centímetros por delante de la tela. "Te voy a disparar" decían los ojos.
A pocos metros, bien vestido, con el abrigo correctamente doblado sobre las piernas; intuía que era él desde la puerta, ahora no tenía duda. Ya no sentía miedo. Asumió las consecuencias de sus actos con la resignación de quién ya tiene el camino dibujado.
Olía el humo que aún no había sido disparado del túnel oscuro del arma y sabía que no saldría de allí.
Los sentidos, enormemente despiertos, más despiertos de lo que habían estado nunca, lo percibían todo. Vio con total claridad cómo salía la bala de su escondite...
Autor de El manuscrito de Avicena
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