Mejor vivir sin miedo, jugando a ser feliz, inventando rutinas de mujer realizada y saltando a la comba de la niñez aún contenida. Cantando a la luna a fuego lento, mejor reflejarse en la soledad de la caliente lumbre que derramar la vida en dolorosa y fría compañía.
Puede ser que no lo veas o que no lo creas, pero en el tercero izquierda está ocurriendo, hay dos mundos, dos visiones de una misma realidad, también con dos finales distintos; en el tercero izquierda ella camina por el lado más difícil de la carretera.
Siempre encerrada en la esquina más profunda de su mundo, teme la puesta de sol como al mismo diablo, conteniendo la respiración ante el leve crujir de la vieja cerradura que cada noche de su vida acaba por permitir la entrada a las penas de los nueve infiernos de Dante. Ella, culpable de sí misma, paga el precio de su condición y recibe a cambio el desprecio de su debilidad.
Siguiendo el paso de sus antepasadas, recorre el camino con la dignidad del mártir y la vergüenza del culpable que desconoce sus errores, aunque acepta sus castigos. Asumida la parte del universo que le toca, sólo resta continuar el paso sin sufrir demasiadas coces, y soportar el dolor con los ojos pegados al suelo.
Las marcas de la carne se borran con disimulados artificios de mujer, pero aquellas otras invisibles para el ojo nunca terminan de cicatrizar en la psiquis de su femineidad, minando día a día su personalidad, transformando su vigor, extrayendo su energía y vomitando sus desgracias en el contenedor del último piso.
Más cerca de las losas que embellece a diario, el peso de su secreto la hunde en su deprimida existencia, añadiendo a los golpes de la violencia los de su conciencia, consciente de su guerra aunque inútil ante el duro aprendizaje de la tradición, que siempre ha puesto a cada uno en su sitio, ordenando los cargos y las cargas según la naturaleza estipuló en el principio de los principios.
Recuerdo sus ojos asustados, sus gestos de temor ante la presencia omnipresente del cabeza de familia, su reverenciado respeto hacia la santa autoridad de la violencia, sus apagadas protestas, musitadas, muertas apenas nacidas.
La veo en ese rincón, sentada en la vieja silla de la realidad, cosiendo las prendas que lo hacen más guapo, más hombre, en las calles, entre sus amigos; observo sus ojos gastados, sus dedos pelados y sus surcos fabricados con paciente dolor. Admirado, presiento las lágrimas secas de su pasado, aún anclado en su presente.
Dueña de nada, crea falsas disculpas en las pocas ocasiones que pisa la libertad del exterior, inventa caídas, fantasea con golpes en el baño y hace suyos cuentos oídos en otras tantas miles de historias similares a la suya, de aquellas que, como ella, silencian sus gritos.
Sorprende miradas indiscretas y ojos que compadecen su destino, aunque también percibe aquellos otros que ondean la bandera del macho y escudan sus miserias en un frente común. Sin embargo, la mayor parte de las almas con que se cruza en el devenir de los días sólo nadan en su superficie, sin sospechar siquiera que más allá de sus aparentes tranquilas aguas hay un océano en permanente convulsión.
Lo peor es el reflejo de sus propias heridas en la carne blanda de sus pequeños, tragar los ruidosos silencios de sus hijos, callar los golpes ajenos, que más duelen que los propios, e ignorar los daños colaterales de una guerra que hace mucho tiempo que ha perdido, de batallas sin armas que arrojar y aliados que llamar.
En la soledad de su ajeno castillo, mire donde mire, siempre encuentra los ojos fijos de sus vástagos, la acusación eterna del desconocimiento y la inocencia robada de futuros violentos y víctimas de sí mismos. Espectadora, además de protagonista, hace de parapeto y de protector reducto, aunque los más de los golpes acaban por atravesar las débiles empalizadas y dañar a los indefensos moradores, tan culpables como la madre de su extremo sufrimiento.
Homenajes televisivos, demandas públicas y peticiones de otras con más suerte y fama no cambian su vida nunca. El venerado vínculo es de obligado cumplimiento y jamás faltaría a un precepto de la madre iglesia, aunque con ello pierda vida y alma en el mismo puño, aunque con ello no encuentre la dignidad de ser persona.
De reojo, interroga los movimientos de su verdugo ante el televisor, intentando averiguar cuando será el momento y qué lo despertará, pero siempre es sorprendida por la pueril traición de quién debería ser su compañero y no es más que su dueño, un dueño malvado con poder para dañar o salvar, un César doméstico con el pulgar siempre hacia el suelo.
La tele, su solitaria compañía, la anima a luchar, a pelear, a huir, pero los homenajes, los consejos y las advertencias caen en un saco roto a fuerza de palos. El temor a la inquisición de su casa ejerce más poder que el mazo del juez, que sólo trabaja durante ocho horas al día y 40 a la semana, corriendo un tupido velo el resto del tiempo.
Y así continúa, encerrada en la esquina más profunda de su mundo, con temor a la puesta de sol y conteniendo la respiración ante el leve crujir de la vieja cerradura que cada noche de su vida acaba por permitir la entrada a las penas de los nueve infiernos.
A Rosana, por su música hecha poesía.
Autor de El manuscrito de Avicena
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