Es tarde, quizá sí lo sea, pero cada palabra de mi mensaje ha escapado al exterior. Como ayer, como siempre, me he volcado en tu boca, me he dejado arrastrar por el ímpetu del río que corre por mis sienes. Te echo de menos, y qué si es tarde.
¿Acaso no es igual la primera y la última hoja del otoño? ¿Acaso no es tan radiante el primero como el último rayo de sol del mediodía? Nosotros hemos sido mies del verano y hoja caduca otoñal a un tiempo, manteniéndonos siempre en un equilibrio imposible.
Hemos sido primero y último en recorrer el camino, pero aquí seguimos, solos en compañía, acompañados sin nadie. Pase el tiempo que pase, recorreremos los senderos de forma paralela, cualesquiera que sean. Tú seguirás ahí y yo aquí, y nuestros aniversarios caerán del calendario rememorando abrazos y besos y caricias y miradas y gemidos y deseos y sentimientos y añoranzas e ilusiones.
Tú has sido bálsamo curativo de mi vejez prematura. Me doy cuenta de cuánto me cuesta contar sin ti en lugar de contigo, siento que sentirte de lejos será sentimiento sin sentido, pero creo que creer en ti, en nosotros, será como dejar crecer en nuestro interior lo que anidó tiempo atrás, que no se marchitó, pese a tus requiebros; que sigue ahí, congelado, pero no muerto.
Cuando me probaste, dejaste en mí un sabor a algodón de azúcar, dulce y pegajoso, pero tan volátil que temo no vuelva a aspirar un aroma semejante.
Me gustaría volver a entrar en tus sentidos, añoro recrearme en tus suspiros, sentir tus muslos cabalgando sobre mis pasiones, deseo revolver tu pelo con mis dedos, sueño con sujetar tus brazos con firmeza mientras me deslizo por tu cuello, quiero susurrarme en tus oídos, colonizarte con mi aroma.
Pero, sin embargo, me sentaré aquí, delante de tus mensajes, leyendo sobre un fantasma que ya no existe, salvo en un chip, reconstruyendo pasos mal dados y otros que no debieron interrumpirse nunca...
Autor de El manuscrito de Avicena
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