La suya empezó como tantas otras historias de amor. Casualidad o divino plan, ¿es que hay alguna diferencia? Cadena de casualidades es el destino, y su historia había comenzado hacía ya generaciones, con la historia de los padres de sus padres, y la de los padres de éstos, y así, en un inacabable retroceso por el tiempo hasta el momento en que comenzaron las historias de amor entre los astros, que tampoco eran originales porque también arrastraban otras vidas y otros tiempos, pero que son, por fortuna o desgracia, las únicas documentadas como primeras.
Al ser ellos un eslabón más de esa infinita cadena, que daría, algún día, lugar a miles de millones de historias, no es de extrañar ni hay motivos para considerar especial, el hecho de que ambos cargaran con el peso y algunas características de esos antiguos amores cósmicos.
Él, brillante, enceguecedor, era hijo del Sol. Ella, redonda; hermosa a causa de su luz, estirpe de la Luna.
En el primer encuentro lo entendieron todo; aunque quizás, no supieron lo que sabían.
Él sólo se vio en sus ojos de noche y Ella simplemente se hundió en el fuego de los suyos. No pensaron en pasados de pasados; sólo se miraron. No pensaron porque ya entendían. Entendían algo que no sabían, pero que en lo que tampoco querían o podían pensar. ¿Pensar para qué si podían solamente mirarse a los ojos y perderse en el cosmos de las pupilas del otro?
Sucede casi siempre, que en esos sublimes momentos espaciales inevitablemente interrumpe el mundo con su grotesca vulgaridad. El mundo interrumpe los momentos espaciales pero no puede asesinarlos.
Fue Patricia quien dio la orden. No sonó a orden pero no era otra cosa. Un imperativo en plural disfrazado con una sonrisa y una voz alegre.
Él, siguiéndola, sacó de una bolsa de tela un vaso rojo de plástico y una servilleta. No importa el color.(Digamos que era blanca porque todo era puro).
Ella, que no había apartado la mirada mientras él acataba el mandato, sonrió para sus adentros. Se había olvidado la suya, y aunque olvidarse cosas no era raro en ella, pensó que esta vez había algo mágico en aquel desliz de su memoria.
No protestó cuando Patricia la retó dulcemente. Permaneció en silencio no porque estuviera acostumbrada a callar, no lo estaba, y tal vez por eso Patricia se sorprendió. El motivo eran las palabras. Sintió que una hilera de hormigas empezaba a subir por su médula.
Él, todavía sin decir nada pero con los ojos aún más vivos y color en los cachetes, aunque no sabía (pero sabía) por qué, le acercó el vaso rojo, ahora lleno. Fue en ese momento en que Ella pronunció la primer palabra suave –Gracias -.
Nadie en toda la salita (excepto Él y Ella claro), supo que esas palabras se debían, no al jugo de naranja sino al re-descubrimiento de sus existencias y, quizás también, a todo lo que sabían que vendría después.
Al escuchar esa voz de cielo que creía recordar de no sabía donde, Él sólo atinó a sonreír mostrando sus dientes de leche. Ella sorbió haciendo ruido y le acercó el vaso con sus manos pequeñas. Mientras bebía lo que quedaba, Él intentaba calcular cuando iba a poder tomarla de la mano.
Ninguno de los dos se percató de que estaban compartiendo secretos; no habían escuchado hablar de esas cosas, aunque de haberlo hecho, les habría importado poco.
Y así empezó todo. Ese mismo día juraron amarse eterna e infinitamente, prometieron recordarse en ésta y todas las vidas que vendrían y decidieron que nunca nada ni nadie podría cortar el delicado cordón que ahora unía sus almas y las convertía en una sola.
Para sellar el pacto se regalaron los ojos. Él le entregó los suyos chispeantes y Ella ofrendó sus ojos plata.
Por supuesto, no hubo palabras. El juramento y el intercambio se hicieron en silencio como se hacen todas las promesas que verdaderamente nacen del corazón.
Es tan puro el amor a los cuatro y es que el alma es todavía tan libre. No han ingresado aún en nuestra conciencia conceptos nocivos tales como “pecado”, que luego harán de nuestro cuerpo una cárcel en la que la pobre sólo podrá torturarse hasta llegar la liberación.
A los cuatro el amor es puro porque alma y cuerpo conviven en total libertad.
Además uno no pierde el tiempo con esa manía de los adultos de separar y agrupar según semejanzas. Es una etapa de la vida en la que lo único que se clasifica son las figuras geométricas (en cuadrados, triángulos y redondos), y, en realidad, a uno le resulta bastante estúpido hacerlo ya que, como se sabe, una casa no puede hacerse sólo con cuadrados, una bicicleta no puede construirse sólo con redondos y ni pensar que un barquito pueda ser dibujado sólo con triángulos.
De todas formas la gente grande nunca entiende de estas cosas. Esto obedece, quizás, al hecho de que su alma ya no es libre y es también por esta razón que siempre andan prometiendo a los gritos cosas que casi nunca cumplen.
Cuando por fin le tomó la mano ya era la hora de la salida. El tiempo es tan envidioso, que vuela más rápido cuando uno está feliz.
A pesar de esto, ellos no le guardaron rencor. Tal vez porque el rencor era para ellos como el pecado, inexistente; o quizás porque sabían que al otro día se reencontrarían después de haberse soñado toda la noche.
Y así entre crayones, miradas, hamacas y papeles, los meses fueron pasando. El tiempo sentía celos y por eso los hizo crecer un poco. De a poco, para que ni ellos se dieran cuenta.
Cuando el año llegó a su fin, los adultos, que no entienden nada, los dejaron a cada uno en un lugar diferente.
No hubo lágrimas ni patéticas palabras, el amor de ellos estaba muy por encima del inframundo, y si sintieron dolor por no volver a verse (en esta vida), lo sufrieron en silencio como habían hecho con sus promesas de amor.
***
Thamar se levantó de la cama sin hacer ruido. Despacio caminó por la oscuridad hasta que llegó a la gran ventana. La abrió mientras tosía y, rogando que su mamá no la hubiera escuchado, volvió a meterse bajo las frazadas. Sintió el aire helado que entraba pero pensó que la noche anterior había sido peor. El alma le temblaba esperanzada.
Cuando, hacía seis meses, asustada por lo que se daba cuenta que estaba pasando, había empezado a dejar la ventana abierta, su madre no se preocupó. Imaginó que era una etapa fugaz por la que pasan todos los niños de nueve años, y que al correr de los días su hija desistiría. Pero Thamar no desistió, y la primavera se volvió otoño y el otoño dio lugar al invierno, y con este llegaron las crueles heladas. Thamar siguió abriendo la ventana hasta que su madre tuvo que prohibírselo.
Sin embargo, cada noche, ella esperaba que todos estuvieran dormidos para, con el corazón tiritando, reanudar la ráfaga de sueños que entraba con el frío de la noche. Después volvía a su cama y lo esperaba hasta que los párpados se le cerraban.
Esa noche no fue diferente a las demás. Una vez re-acostada, se sitió en paz aunque le costaba aguantarse la tos. Qué largos habían sido estos cinco años y qué difícil era aceptar que se estaba transformando en una de ellos.
-No – se dijo, eso no sucedería Jamás.
Recordó algo que había sentido hacía años. Las imágenes eran borrosas, pero el sentimiento estaba intacto. Con el alma ya abrigada y una sonrisa en los labios, se quedó dormida.
***
Con los labios casi tocando el vidrio, y su aliento empañándolo, Tadeo miraba la noche. Era un culto secreto a la Diosa, que traía a su memoria un torrente de recuerdos pero que, a veces, lo ponía melancólico. Como esta noche.
Y es que hoy Ella estaba triste. Tadeo lo sabía con sólo mirarla. Aunque hermosa según su costumbre, esta noche no brillaba como siempre.
Pensó que tal vez se sentía un poco sola y tuvo ganas de subir con Ella. De todas formas, sabía que mirarla era una forma de acercarla; de recordar sus ojos antiguos y de volver a sentir eso que nunca más volvería a sentir con nadie, al menos no de esa manera.
Sabía también que cada noche por el resto de sus días buscaría el cielo sólo para verla, y efectivamente así sucedió.
De pronto, cuando estaba empezando soñarla, vio que la Luna resplandecía como sonriendo. La imitó mientras los ojos se le cerraban y se durmió tranquilo. Sabía que la Diosa brillaba de felicidad..
***
Cuando Peter llegó Ella ya no estaba. Sólo su cuerpo frío permanecía en la cama; su alma ya libre iluminaba como nunca la noche.
Le dio un poco de tristeza pensar que, de haberse apurado un poco, habría podido llevarla con él, pero sonrió. Ella estaba feliz: No crecería Jamás.
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