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DIME NIÑO


Recordar pasajes de la niñez puede resultar un tanto complicado. Recordar por ejemplo que cuando pequeño usaba pantalones cortos, sandalias de meter y politos a rayas para estar en casa, me resulta extraño y lejano. Con los pies llenos de polvo debido a la pequeña huerta de casa de los tíos.

Vivíamos en casa de ellos, dado que nuestra condición no era del todo buena al principio, por lo que se debía echar mano de todo o todos. A la mente me viene la imagen clara de una pequeña figura delgaducha, de gran cabeza, cabellos negros y dulce sonrisa. Supongo que debo ser yo. Al menos así me imagino que pude ser. Soy el último de cuatro hermanos, lo que me permite analizar la vida familiar desde una óptica distinta a los demás. Y es que, ser el menor de la casa no es nada fácil. Estar relegado a actividades “seguras”, y estar excluido de todas las demás porque “todavía estás pequeño”. Ser el último implica usar la ropa de tus hermanos, los que tienen la consigna de cuidarla “para tu hermanito”. Ay de ellos si aterrizaban de rodillas en el piso desgastando el pantalón.

Entonces no es difícil deducir que mi primer trajecito fue regalo de mis hermanos. Las chompas que tanto me gustaban, igual. Y no es que sea irónico, daría todas las chompas a rayas del mundo sólo por volver a vivir un instante de aquellos tiempos.

El colmo de colmos, fue reciclar una piñata de oso para cumpleaños de todos nosotros. Cortesía de la abuela, la misma que se encargaba de descargar el contenido con mucho cuidado por la cabeza. Para luego custodiarla hasta la otra celebración.

Recuerdo también muy claramente, que estábamos en un solo cuarto, que dormíamos tres en una sola cama (los hermanitos más pequeños) y el mayor de mis hermanos, en el camarote. Mis padres lo hacían en otra cama. Nos separaba de ellos una delgada cortina que llamaríamos la frontera entre el mundo de los adultos y el nuestro.

Tomábamos nuestros alimentos en un cuarto que nos servía de cocina y comedor. En una gran mesa roja con sillas del mismo color. Existe un pasaje de nítida recordación: el día que dejé la mamila y pasé a tomar leche en taza, con todos los “grandes”. En las blancas con las figura del viejo. Esas que todo el mundo conoce. Pasó a ser el suceso del año. Al principio, era todo un problema hacer uso de la taza, pero como todo en la vida, uno tiende a acostumbrarse.

Los fines de semana, íbamos a casa de la abuelita. En el camino papá nos compraba un chocolate “Sublime” a cada uno, el que comíamos de a poquitos hasta el día Domingo. Besitos para la abuela, luego sentados en un rinconcito porque no se podía correr, por la sudoración relacionado a enfermedades respiratorias. No se podía gritar porque a la abuelita le dolía la cabeza. Los muebles siempre estaban cubiertos, porque se malograban con el uso y sólo se descubrían en día de fiesta. El Sábado terminaba con Trampolín a la Fama en el cuarto de la abuela, ya todos muy aburridos y con sueño. El retorno era complicado, conmigo en brazos de mamá, escuchando sus latidos y melodiosa voz diciendo lo jodida que podía ser su suegra.

Las navidades más bonitas las pasamos en casa de la abuela. Ella tenía su enorme árbol blanco, lleno de luces y adornos, y a los pies del mismo, muchos regalos con el nombre de todos. La mesa era muy vistosa, con ensaladas, pan dulce, chocolates, caramelos y el rey pavo coronando la misma. Nunca pude ver a Santa cuando tuve edad para verlo. El sueño siempre me traicionó y cuando despertaba el juguete ya estaba puesto y él, simplemente desaparecía. Pienso que todo niño debe tener la ilusión de Santa. Es uno de los sucesos más lindos de la infancia. Tener la ilusión del obsequio, la ansiedad de la espera en los corazoncitos traviesos, es un regalo de Dios. Aunque eso signifique sufrir el dolor de la verdad, de sentirse traicionados y defraudados por el mundo. Porque Santa nunca llegó cuando venciste el sueño. Porque Santa nunca apareció cuando todos tus hermanos te apostaban que eso no existía. Duele, y mucho. Pero vale la pena.

Los primeros juguetes que tuve entre mis manos fueron unos carritos de varios colores. De impulsión mecánica y sin más gracia que maniobrabilidad. Tuve como compañero de juegos a mi hermano mayor inmediato. Nos llevábamos escasos dos años, que no resultaban problemáticos al momento de armar las jornadas de ensueño junto a la flota de pequeños vehículos. Pasaba horas en mi mundo imaginario. Inventando historias, cada vez más fantásticas. Mi ingenio era inacabable. Los niños suelen tener una vasta imaginación que pocas veces se aprecia en los adultos.

Cuando llegó la etapa escolar, asistí a un encantador Jardín de niños. El primer día estaba aterrado. No concebía la idea de estar lejos de mamá tanto tiempo. Sobre todo con tantas caras extrañas, diciendo que se quedarían a mi lado en todo momento. Me ubicaron en la Sección de “Las Abejitas” con la señorita Dina. Estuve medio año empapado en llanto, a la espera de mi madre. No soportaba aquel lugar. Por más encantador que fuera. Porque no estaba preparado para separarme de ella. Mi madre lo era todo para mí. No estaba ni un momento lejos de ella. Íbamos de compras juntos. Me llevaba a sus innumerables viajes al sur. Asistíamos juntos al “Centro de Madres” como todas las señoras, cargando con sus hijos. Fue una época inolvidable. No podría describir con palabras lo que siento, por ese ser tan maravilloso que me regaló Dios.

Considero que fui un niño muy sensible y tímido. Recuerdo con claridad los días en que despertaba sintiéndome desamparado. Que el fin del mundo llegaría pronto. Que todo se destruiría y que perdería a mis padres. La idea de la muerte de tus padres a los cinco años es cruel. Pero creo que pocas criaturas lo piensan a esa edad. Yo era la excepción. Había épocas en que ese sufrimiento por la potencial pérdida hacía que entre en fiebre. Mis padres preocupados no sabían lo que en realidad ocurría. Lo único que podía calmar el dolor infinito eran los brazos de mi madre. El solo hecho de contemplarla con vida me llenaba la vida de esperanzas, de júbilo y dicha infinita. Entonces, volvía a ser niño.

Mi padre. Lamento mucho no haber tenido la oportunidad de tenerlo cerca. Las circunstancias lo tenían alejado del hogar varios días a la semana y no lo veía tan a menudo. Considero que tuve el mejor padre que puede tener un niño. Eso no lo olvido.

Creo que la niñez fue la mejor etapa de mi vida. Gocé de pocas cosas materiales. Pero fui inmensamente feliz. Nunca me faltó el cariño. Lo tuve a montones. Pienso que ese es el secreto para llevar una vida equilibrada. Que no tengas más preocupaciones que el jugar y tener a tus padres al lado cuando los necesitas. El niño que trabaja, el tiene que participa de los problemas de sus padres como mensajero, el que vive en un hospital, el que sufre maltrato; deja de ser niño y se convierte en adulto. Un adulto sin espíritu. Aniquilado emocionalmente.

Ahora entiendo porque Juan Quispe no sonreía como todos los demás. Porque dormía en clases. Porque su padre terminó en prisión. Porque el Día de Todas las Madres tenía una rosa blanca entre las manos y una amarga lágrima caía en su curtido rostro.

En alguna oportunidad asistía a una clausura de Jardín de Niños, donde mi sobrina participaba. Hicieron su entrada todos los niños de a dos. Sus padres aplaudían con gran emoción. La más encantadora de las niñas sonreía y enviaba besitos para todos. Participó en con una poesía de agradecimiento a sus papis. La emoción me embargó, no podía creer que una pequeña tuviera tan clara expresión de sentimientos. Todos aplaudimos a rabiar. Durante el resto de la ceremonia busqué a los padres de la pequeña sin fortuna. Fue la primera en retirarse. Vivía con las buenas señoras del orfanato. Sus padres la habían abandonado al nacer. Desgraciados padres que perdieron a la mejor de todas. Desgraciados padres que no gozaron con sus triunfos y no sufrieron sus derrotas.

Por otro lado, tengo la grata imagen de los niños en sus labores escolares. Moldeando con su torpes manitas un trozo de plastilina que transformaran en un caballito. Jugando con frascos de témperas que llenaran de color un pedazo de cartón blanco. Podría quedarme horas contemplándolos. Ahora con los guardapolvos manchados de rojo y amarillo. Con los ojitos llenos de brillo y blanca pureza. Te regalan orgullosos su obra maestra. Es mi mami, yo la pinté. Y no tienes más alternativa que besarlos con todo el amor del mundo.

Pienso que todos los niños tienen derecho a una sonrisa. El niño iraquí, el afgano, el palestino, el ruandés. Todos. No concibo la idea que un padre deje a su pequeño en el Jardín de Niños; y luego, ordene un ataque aéreo contra una zona urbana. Que juegue con sus pequeños, y mate otros tantos en una aldea lejana del tercer mundo. Eso no se entiende. No hay lógica en el mundo que lo pueda explicar.

Voy de la mano de papá, disfrutando de su protección. A punto de doblar la esquina. El mundo me es desconocido. La doblamos y me espera un pequeñín que pide la mía. Suelto la de mi padre y tomo la suya. Vamos juntos en la vida. Ahora completamente solos. No termino de conocer el mundo; mas, escucho una dulce voz diciéndome papá… y ya nada vuelve a ser igual.

Huacho, agosto de 2005

Mateo Pita



Texto agregado el 23-08-2005, y leído por 175 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
29-09-2005 una muy detallada narracion d una infancia rodeada d calor... y no d ese materialismo absurdo con el q algunos tratan d suplir el amor q deben brindar. Una historia no muy lejos d muchas... sobre todo d los q somos ùltimos. lala-paola
08-09-2005 Totalmente identificada!!! llegaste a mi cnovella
23-08-2005 me gustó, buen texto, bien narrado, me vi atrapada en la lectura, me gustó mucho te dejo mis estrellas..... juanitaR
 
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