Es difícil ser uno mismo. Es más fácil ser más que alguien, ése es el secreto de la sociabilidad. Somos chéveres y somos sociables cuando tenemos amigos con los cuales unirnos en contra de alguien más. El individuo busca su identidad social, para eso necesita a los demás, pero pierde su identidad personal a cambio de lo que presupone como prestigio.
La cultura de la apariencia precisa víctimas, seres a los cuales parasitar. La cultura de la apariencia perdona el engaño, la mentira y la corrupción siempre y cuando mediante dichos procedimientos se obtengan logros, bienes materiales, cualquier cosa que sirva como símbolo de prestigio, cualquier cosa que suscite admiración y, en la cultura de la apariencia, esa admiración se obtiene; se gratifica a quien tiene sin importar cómo lo haya obtenido.
Los logros personales poco importan, lo importante es el símbolo, se descarta mediante cantidad. Quien obtiene más siempre es el mejor, no importa cómo haya obtenido: eso después se arregla, se dice tres veces por día y pasa a ser verdad.
¿Qué sería de esos hombres sin tener a quien robar? Surgen las leyes injustas, se construyen nuevas prisiones. Toda una maquinaria diabólica que atenta contra la vida para mantener las apariencias. De viejos, les viene la necesidad de haberse sentido buenos, ya no escuchan los aplausos y les resbala la salamería. Saben, porque la vejez se los dice, que tras el umbral algo los espera.
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