“…Hecha esta división, cada mitad hacia esfuerzos para encontrar la otra mitad de que había sido separada; y cuando se encontraban ambas, se abrazaban y se unían, llevadas del deseo de entrar en la antigua unidad, con un ardor tal, que abrazadas perecían de hambre e inacción, no queriendo hacer nada la una sin la otra…”
El Banquete. Platón.
El día en que mi abuelo murió, me enseñaba a montar en bicicleta por las calles que hay cerca de su casa. Murió por la tarde, después de andar brinca y corre por la vía hasta que lo atropelló un auto.
Él me decía que cuando la muerte sorprende a los niños y se los lleva a la mala, sus espíritus permanecen solitarios, clavados al piso mediante las uñas de los pies que les crecen tierra abajo por más de un metro, a causa de la acción natural del cuerpo por permanecer latiente. Sin percatarse de esto, el espíritu queda pegado a ese tiempo como los recortes de un collage mal unido.
Desde el día en que sucumbió he buscado algo de su esencia que me diga que sus uñas crecieron muy grandes y que aun está por aquí, pero no, él se fue completo, como una acuarela diluyéndose bajo las goteras del almanaque.
A mi abuelo le gustaban los libros de poesía y de pintura. Platicar con él siempre era un ir y venir de poetas y pintores, técnicas e historias que inventaba al momento.
Mi abuelo siempre pintó, desde muy niño. Un día me explicó que mediante sus dibujos y pinturas decía lo que sus padres a punta de chingadazos le obligaban a callar. Como venganza, él “escribía” su versión y lo colgaba en las paredes de la sala de la morada.
A mí me gustaba ir a la bodega de su casa, donde había miles de papelitos con dibujos, servilletas con textos ilegibles, cartas e incontables chucherías que cuidaba más que asimismo. Cuando le tocaba hacer la limpieza del sitio casi no tiraba nada, si acaso destruía lo quebrado, uno que otro periódico viejo con noticias que en su momento fueron importantes o arrojaba al bote de basura algo muy inservible incluso para continuar siendo el portador de un recuerdo. “Los objetos son como los discos de vinil pero con clave de seguridad, sólo la aguja adecuada podrá sacarle todo lo que tiene dentro; si tú no tienes la clave, para ti no será más que un cachivache” me repetía infinitud de ocasiones en que mi voz lo taladraba preguntando sobre esto o aquello. Siempre que sus manos tocaban algo, él respiraba profundo y comenzaba diciendo: …“Esto me recuerda la primera vez que…” Otras ocasiones, se encorvaba y murmuraba algo, luego de un silencio que en él se apreciaba como un eco desarmado hacia atrás de sus años después de rebotar incontables veces en las paredes de su cuerpo hueco. Como un toro aparecería el estrépito que se había eternizado en sentido contrario. Después de períodos a atención a las reacciones del anciano ante ciertos objetos, pude entender que el estertor apenas audible que sus labios balbuceaban era: …“esto es de ella”… Nunca supe el nombre de “ella”, pero cada vez que él “no lo mencionaba” yo entendía que inútilmente quiso con desesperada obsesión olvidarse de todo. Una vez me dijo que la mejor forma de perder un recuerdo es no llamarlo, acostumbrar a los labios a no formar la palabra. Justo como si ella fuera un idioma muerto que se habló con desenfado, y que ahora se prohibía siquiera juntar en la memoria las letras que entonaban la melodía de su nombre.
Tonto abuelo, se le olvidó que a través de sus dibujos, todo el mundo –menos él- podía leer lo que ella había sido en su vida y que ahora renacía del abismo en que su nombre fue arrojado; retornando más fuerte, endurecido por el frío del alejamiento, amargado con el vinagre de unos labios que transgredieron el código de afonía que les fue otorgado. Él nunca se dio cuenta, pero su cuerpo entero reclamaba la mitad perdida; desde la creación de los hombres griegos existía una llaga no curada por Apolo, que sangraba en una parte invisible del pecho acongojado de mi abuelo, obligándolo primero a ansiar, luego a olvidar y en ese instante a paliar la ausencia acomodando los recuerdos en los anaqueles de la bodega.
Al finalizar la tarde de cada día de barrido en la vivienda, mi abuelo se marchitaba veinte años. Los últimos tres inviernos habíamos acomodado al menos siete veces los objetos, por eso murió pronto, en cada limpieza los días se le despeñaban con el polvo y los susurros.
El chofer del automóvil dijo que únicamente vio la sombra del cuerpo mientras caía al piso.
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