Bodas de oro
Mi padre se llamaba Sergio, nació en Molina y habría cumplido sus bodas de oro este viernes. Todas las noches, cuando resumía por escrito su jornada en la pequeña agenda que sacaba del cajón del velador, encabezaba el balance con los días que restaban para la magna fecha. ‘‘Faltan 138 días’’ fue la última cifra que registró la cuenta regresiva. Su letra, la de ese día, era débil, nerviosa, casi ininteligible. Un último trazo cayó hacia la línea de abajo y la de más abajo y ya no escribió nunca más.
No es que haya muerto aquella vez. Murió meses después, pero hasta ahí le duraron su fuerza motriz y las ganas de compartir ese gran momento junto a la mujer de su vida, Fani.
Días después de su deceso, cuando su cuerpo ya experimentaba ese brutal encarcelamiento en el húmedo y oscuro nicho y su alma tal vez aún rondaba las silenciosas habitaciones de la casa de Rancagua, encontré esa agenda, entre otras muchas, y me enteré de que su diario de vida era un hábito de años. Boccaccio, Eca de Queirós y Agatha Christie fueron desplazados, arrollados por el poder de esa lectura. Sentado en el sofá devoré calendarios completos, primaveras que daban paso a veranos, a otoños, a inviernos, a nuevas primaveras y a nuevos veranos. Leí, leí y descubrí a mi otro padre.
Siempre creí que mi padre era una persona de malas pulgas con un corazón de oro, pero nunca había reparado que pudiese ser tan dulce. La dulzura la manifestaba en pequeños gestos que para un ojo poco aguzado pasaban inadvertidos. Le gustaba dar protección a las damas, especialmente si ellas no tenían quien las protegiera. Solía aconsejarlas sobre depósitos bancarios o invitarlas a tomar el té y luego acompañarlas a sus casas junto con mi madre. En momentos como esos bromeaba y su carácter se pulía, se transformaba en un perfecto caballero como los de antes, pero tuve que leer la agenda para darme cuenta.
Su apego a la planificación y sus aptitudes de contador eran cosa sabida, pero al leer sus notas y examinar sus cuentas, ordenadas mes a mes a partir de 1978 y almacenadas con prolijidad en el cajón, detecté que estaba ante palabras mayores. Muchas veces figuró en su diario que no cabía aceptar la invitación de alguno de sus hijos a su hogar porque había llegado muy encima y no como debía ser, con días de anticipación. Entonces me expliqué tantas onces, tantos almuerzos despreciados.
Víctor y yo, sus hijos, nos desvivimos por demostrarle con triunfos materiales lo bien que nos iba en la vida, pero eso, a juzgar por sus escritos, le importaba un rábano. Sin embargo ¡y con cuánta emoción! escribe que siendo las tres de la tarde del Día del Padre y no sabiendo nada de nosotros, de pronto abre la puerta y nos hace pasar. ‘‘Hola, muchacho’’ nos saludó esa vez a cada uno y volvió a su televisor, como dejando la casa entera para nosotros y mi madre.
¿Sus últimos años? Regar el pasto, hacer la compra del mes, tomar el té con la Mirita, la Any o la Nidita, asear la casa, ir al centro a pagar las cuentas, ver el Tour de France por el cable, darse su sagrado baño mensual de tina con sal de mar, asomarse de vez en cuando a la ventana. Una rutina matemática que me estremeció y aún me tiene dando vueltas la cabeza, inepto ante ese mensaje que no logro descifrar.
Cruel ironía del destino. Él, tan pesimista y dado a los malos presagios, anotó el martes 13 de noviembre del año 2001: ‘‘Siento un dolor y una hinchazón en el estómago. Fuera de eso, ninguna novedad’’.
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