Hacía rato que se habían acabado las gasas, la enfermera le enjugó el sudor de la frente con un pañuelo de papel usado. El médico manipuló el costado del hombre y pidió más sutura…
- …La última caja, doctor. –apuntó al enfermera.
Cuando acabó la intervención se volvió hacia ella con tono de eficiencia:
-Vigila el drenaje y cámbiale el suero…
Apenas acabó de pronunciar estas palabras cuando un disparo certero hizo añicos el espejo colgado junto al gran ventanal, que también terminó por venirse abajo del todo en mil pedazos. La enfermera corrió de un salto tratando de salvar las dos botellas de suero que reposaban en la vitrina debajo del espejo, pero llegó demasiado tarde. El médico gritó tajante mientras se agachaba:
-¡Al suelo, no os mováis!
Una nueva racha de disparos se sucedió, esta vez más continuados. Llevaban cinco largos días sometidos al tortuoso asedio de un francotirador que, sin ningún escrúpulo, mantenía a raya los restos de aquel gabinete médico que fue incapaz de seguir a la población en su huída desesperada ante los tanques invasores. Las tropas enemigas no tardarían en llegar con su demoledor rastro de destrucción y, mientras, el francotirador constituía la avanzadilla que aseguraba el camino abierto con su tarea de limpieza mortal.
El doctor había conocido otras guerras, pero no establecía distinciones entre ellas; para él todas eran iguales, una oportunidad para demostrar que sólo triunfa la vida. El pasillo de aquel puesto abandonado era una muestra, plagado de enfermos y heridos que reclamaban la atención con sus lamentos. Sin embargo, nada se podía ya demostrar a los cuerpos de quienes no se quejaban, las balas se habían encargado de callarles para siempre.
El sacerdote del hospital se acercó hasta él a rastras y, desoyendo el gesto de detenerse, continuó aproximándose hasta la entrada de la puerta principal... El silbido de una bala asesina le advirtió de cuál era el límite. Afuera, al otro lado de la calle, una pareja de ancianos acompañada de dos niñas y de un joven muchacho se ocultaban de la lluvia de disparos entre las columnas de los soportales a la espera del momento favorable para cruzar a salvo hasta el puesto médico.
-Esa pobre gente no puede salir de ahí... -exclamó con impotencia.
El médico ya los había observado antes a través del sucio y destrozado ventanal, pero bastante tenía con tratar de solventar las heridas de los que llegaban a sus manos con aquella escasez de medios. Sí, a veces creía que se trataba de algún milagro, pero no podía permitirse tregua alguna...
-Hay que seguir, tráigame al siguiente, señorita...
La enfermera gateó por el suelo y se incorporó, aprovechando el breve descanso que el francotirador les otorgaba. Regresó al poco con una camilla donde un soldado extendía su pierna engangrenada; antes había chillado de dolor y, aunque ahora desvanecido, la chica consideró apropiado dedicarle a él la última jeringa de anestesia disponible.
De pronto, el sacerdote lanzó un grito desgarrador llevándose las manos a la cabeza, todavía tumbado en el suelo. El joven del edificio cercano había intentado cruzar la calle cuando un proyectil le alcanzó de lleno... Los niños chillaban histéricos, abrazados a la anciana, mientras el anciano intentaba ocultarles la vista del desagradable aspecto del muchacho muerto, hecho un ovillo sobre el reguero de sangre que brotaba bajo sus pies.
-...¡Dios! ¡Nunca podrán pasar...! -se lamentó el sacerdote, al tiempo que retrocediendo, se dirigió a las escaleras del pasillo.
El doctor venía escuchando desde hacía rato los quejidos lastimeros de una mujer que se había puesto de parto. Iba a ocuparse del muchacho de la gangrena en la pierna, pero enseguida comprobó que sufría una hemorragia interna y cambió de planes...
-¡Traéme a esa mujer, rápido! -exigió con determinación- ...¿Y el sacerdote, dónde anda, le necesito aquí?...
-Lo ví en las escaleras que suben a la azotea... -acertó a explicar la enfermera reaccionando con rapidez. Acto seguido, la muchacha se concentró a fondo y consiguió calmar a la parturienta, le aseguraba que todo iba a salir bien, que ahora estaban con ella. La mujer siguió cada una de sus indicaciones al pie de la letra, aunque con el miedo clavado en el rostro mientras el doctor la exploraba. No pudo escuchar el resto de sus palabras porque otra repentina ráfaga de disparos se sucedió sin pausa, apretó los ojos y sólo se preocupó de respirar y empujar, respirar y empujar. Nadie podía oírse, el ruido de las balas se elevaba por encima de los gritos que provenían del pasillo y de la calle; uno de los impactos perforó la cabecera metálica de la camilla, pero el médico no tembló al sostener al recién nacido en sus brazos... El niño lloraba con fuerza, con exagerado estruendo ahora que los disparos habían cesado.
El doctor se giró hacia la puerta cuando la pareja de ancianos cruzaba la entrada con las niñas y, entregando la criatura a su madre, se dirigió al sacerdote que, cabizbajo, descendía de la azotea por las escaleras. Cuando el sacerdote posó el fusil en un rincón lateral del pasillo le preguntó sin poder dar crédito a la escena...
-¿Pero, ...¿qué ha hecho?
-¡Que Dios me perdone! -suplicó el sacerdote con el gesto hundido- ...Pero no matarás...
El doctor comprendió que por fin aquel francotirador no volvería a molestarles, que podrían seguir trabajando por la vida y pasó su brazo sobre los hombros de aquel hombre abatido en un intento por contener el dolor de su contradicción. Todos escucharon el llanto del recién nacido que inundaba la sala, que se extendía por cada rincón de los pasillos de aquel puesto en ruinas y que recorría cada una de las esquinas de las calles de la población con su música de esperanza. Incluso, por un instante, a algunos les pareció reconocer la canción de la vida que había decidido volver. Por fin podían escuchar el latido de su música en los corazones.
El autor:
http://leetamargo.blogia.com
*”Es una Colección de Cuadernos con Corazón”, (c) Luis Tamargo.-
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