Otra vez con un cigarro en la mano, frente a la pantalla de mi computador con el Microsoft Word abierto. Las páginas están en blanco y mi teclado todavía inerte en frente mío. Yo sólo atino a acariciar las cuerdas de mi guitarra a mi lado y de vez en cuando llevo el cigarro a la boca. De repente se me ocurre algo, comienzo a escribir pero no... es borrado inmediatamente. Me paro y dirijo al refrigerador. Abro la puerta y no hay mucho que elegir: unos cuantas naranjas, manjar, latas de cerveza y aquella sopa extraña de origen desconocido que trajo Alberto el día anterior.
Oigo unos pasos. Los sonidos vienen de mi habitación. Me acerco cuidadosamente y pregunto si anda alguien por ahí. Al instante escucho un gatillo, mi vista se agudiza, mi respiración se acelera, comienzo a sudar y a temblar. Sin pensarlo me echo a correr. Me pregunto si eso será suficiente para no ser alcanzado por la bala, me pregunto si esto será lo último que veré en esta vida. ¿Sobreviviré? ¿Moriré? No, no puedo morir. Hay hartas cosas que no he hecho; no he amado de verdad, aún no viajo por todo el mundo. Maldición, yo que quería tener hijos y una linda esposa. ¿Por qué estoy pensando todo esto? ¡Debo correr! Todavía no he dado ni cuatro pasos y las ideas ya me comienzan a acosar.
Se oye un disparo. Me alcanza. Se incrusta en mi hombro, lo atraviesa. Un chorro de sangre corre por mi piel hasta caer al piso. Yo también caigo. Veo como la sangre se esparce por todo el piso. Mi vista se nubla. Ya está decidido. Moriré. El gatillo está en mi frente. El bandido ríe, se siente triunfador. Cierro mis ojos, no sé lo que me espera. ¿Cielo? ¿Infierno? O quizá nada, creo que eso. Se oye un disparo. Estoy tranquilo. Algo raro pasa, sigo sintiendo como la sangre sale de mi herida, no estoy muerto. Al contrario, yo estoy vivo y es el bandido el que muerto está. Me preguntó como mierda ha pasado esto. Oigo una voz. Alberto y un arma.