Observaba ansiosa aquel reloj de promoción obtenido tras recolectar acuciosamente las envolturas de caldo de gallina, su segundero se deslizaba veloz, pero su minutero parecía no avanzar. Recordó que le puso baterías nuevas tan sólo tres días antes, su desgaste coincidió con el tiempo que trascurrió desde que él salió de la casa, por lo tanto no existía la posibilidad, al igual que en ella, de que su energía hubiese decaído. Ya casi era hora del almuerzo y al igual que ayer y anteayer esperaba que el recuerdo de sus deliciosos platos, preparados con tanto amor, lo trajeran de vuelta.
Revisó cada palabra que diría y trató de visualizar previamente en su mente cada cosa que haría desde el momento en que él pasara por la puerta. No podía permitirse ninguna equivocación esta vez, la última discusión fue su culpa, de eso estaba segura, y ella recibió su merecido, aunque en realidad no recordaba haber hecho ni dicho nada que provocara tal furia. Pero esta vez iba a ser distinto, él al cruzar la puerta la abrazaría, la besaría y tal vez si tenía tiempo, y si estaba de buenas, le haría el amor con la pasión que siempre demostró cuando eran novios.
Escuchó la llave penetrar por la cerradura y su corazón se volcó en un galopeo que difícilmente logró controlar, como le sucedía tan sólo hace unos meses cuando él le arrojaba un guijarro a su ventana a entradas horas de la noche, después de beberse algunas frías en la tienda de la esquina, para verla a escondidas de sus padres y mitigar sobre su cuerpo la resaca sexual del licor. Soy la mujer mas feliz del mundo, pensó velozmente cuando confirmó que la figura que cruzaba la puerta era la de su marido, segundos antes de abalanzarse a su regazo.
-¡Hola mi...!-, -¡Quítate perra!, ¿no ves que vengo cansado?-
No lo podía creer, ¿era aquel el hombre que tanto amaba? Sintió su sangre hervir y reuniendo todo su coraje esparcido por el suelo, se dirigió velozmente hasta la cocina -cada neurona de su cerebro clamaba venganza- tomó firmemente el cuchillo, aquel que afilaba cada mañana para que siempre estuviese listo, lo descargó sin ningún remordimiento en el cuello del miserable animal y sintió fulgor en sus ojos al observar fluir a borbotones aquel río de sangre caliente.
-“Amor, Prende la tele y relájate que en veinte minutos estará listo el estofado de paloma que tanto te gusta”-
Y mientras enjuagaba su rostro con vinagre para evitar aquel color violáceo propio de los golpes, se dijo con un suspiro entrecortado e intentando al igual que hace tres días de retener sus lagrimas: “Esta vez será diferente, después de almorzar me besará, me abrazará y si tiene tiempo... tan solo debo darle más amor”.