Me sacaron de la celda a empujones, ataron mis manos hacia atrás y me vendaron los ojos, sin hacer caso a mis ruegos y reclamos. Fui obligado a entrar a ese lugar donde me dejaron solo sentado en una silla, por varios minutos. Se respiraba la humedad del ambiente y un olor perturbable a sangre, era como un rincón del purgatorio. Estaba aterrado ante lo que me podría ocurrir, pero sabía que por mi bien era mejor mantener la tranquilidad y ser valiente.
Mientras trataba de calmarme, el inquietante silencio fue roto por las voces de dos personas que entraron en la habitación; hablaban tan bajo que no pude percibir lo que decían. Dejaron de musitar y solo se escuchaba el ruido de sus pies al caminar, cada paso que daban hacia mí era un aliciente para mi angustia concentrada en mis sienes palpitantes y en un mórbido vacío estomacal. Uno de ellos acercó su boca a mi cara y con su inmundo aliento a licor y tabaco, me dijo, susurrante:
- Ya nos tienes cansados con esa mierda de que no sabes nada y de que eres inocente, así que esta es tu última oportunidad para hablar por las buenas ¡Entendiste concha tu madre!
¡Soy inocente! ¡No sé nada! Por favor, por amor a Dios no me hagan nada - respondí con la voz más suplicante que pude.
Me callaron con una bofetada, que se me estampó en la cara dejando una ardiente congestión sanguínea.
Lo siguiente fue el tormento más atroz que se puedan imaginar; fui arropado con una especie de esponja mojada y luego sentí los furiosos golpes en el tórax, me convirtieron en un saco de pugilato; mi rostro fue metido a una cubeta de agua con sal hasta el límite de la asfixia; sentí quemantes impactos eléctricos por los dedos; torcieron mis brazos como si refregaran trapos sucios, incluso uno de esos malditos apagó su cigarrillo en mi mano. Todo ello mientras repetían sin cesar:
- ¡Habla mierda!
- ¡Confiesa hijo de puta! ¡Confiesa!
Yo contestaba siempre igual, y con menos fuerza cada vez, hasta que la voz se me extinguía por completo, soy inocente, soy inocente, soy inocente... Perdía la conciencia por algunos minutos y cuando despertaba continuaban con el desgarrante castigo.
Al final de la inhumana prueba de resistencia, cansados de aporrearme y como si el despojo en el que me habían convertido fuera invisible, escuché comentar a los agentes:
- ¿Crees que sepa algo?
- No, no lo creo ya hubiera hablado.
Algo pasmados me observaron por un rato, como quien mira, sin asomo de lágrima, la leche que acaba de derramar. Por fin, fui desatado, me sacaron la venda de los ojos y me arrojaron ropa seca y una frazada. Uno de mis agresores que me interrogara con tanta insistencia antes, mirándome condescendientemente e inhalando el humo de un cigarrillo, dijo:
- Bueno hijo esperemos que no te enfermes.
Ya sabes aquí no pasó nada- agregó tras una pausa donde exhaló un vaho gris que se perdió en la luz tenue y amarillenta del foco mugriento.
Al salir de ese cuarto, a rastras, apoyándome en las paredes, me crucé con el otro muchacho, era casi un niño, nos capturaron el mismo día y fuimos metidos en una celda en la que apenas cabíamos. Igual que a mí lo habían vendado y atado, sus ojos inmensos y transparentes, que el día anterior se mostraban asustados, pero llenos de vida, hoy eran cubiertos por un insulso trozo de tela; sus largos y delgados brazos estaban amarrados fuertemente por una sucia soguilla. Qué lástima él sí era inocente.
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