Subió uno a uno, lentamente, los cinco mil escalones hacia el antiquísimo Templo en el lejano Tibet, buscando la purificación de su Ser, en lo mas alto de la montaña. Esto solo, de por sí, es muestra de una inmensa constancia para alguien acostumbrado a la vida sedentaria de una oficina estatal y algo pasado de peso. Pero la fe todo lo puede.
Al llegar a la cúspide jadeando y traspasar el inmenso portón milenario sintió su cuerpo invadido por un placentero calor. Reconfortado pese al esfuerzo, y con cierto orgullo por llevar tan bien sus cincuenta y cinco años, hizo girar los extraños y pesados cilindros con inscripciones desconocidas para sus ojos, uno tras otro tres veces cada uno de los veinte, según había estudiado antes de emprender su viaje de conocimiento. Al llegar al último se sentía tan lleno de energía, que su pecho parecía oprimido de tremenda carga positiva. Caminó extasiado hasta el altar y prendió una larga vara de sahumerio, se hincó respetuosamente frente al pequeño Buda dorado rodeado de deidades y flores de loto, juntó sus palmas elevándolas tres veces hacia el infinito y bajándolas simbólicamente hacia la madre tierra de la que somos y seremos parte, y luego se inclinó hasta tocar con la frente el piso de piedra pacientemente cuidado
– como todas las riquezas simples del templo – por los monjes que viven desde tiempos inmemoriales allí. El haber logrado cumplir todas las metas que se había propuesto mucho tiempo antes y que fueron planificadas hasta el mínimo detalle, lo hizo tan feliz que se sintió inundado de sensaciones desconocidas. Junto al calor placentero en todo el cuerpo y a esa energía divina que le oprimía el pecho, comenzaba a sentir un incipiente mareo – fácilmente superable – por el concentrado humo y olor de los cientos y cientos de sahumerios y velas prendidas en el recinto breve, y una abundante transpiración empapaba su ropa generando gruesas gotas que le corrían por la frente – nada raro luego de los sacrificios realizados – y que mostraba como un blasón orgulloso, prueba de su decisión y constancia a los monjes y demás peregrinos que lo acompañaban mirándolo a él, un occidental, cada vez con mas asombro ante el logro de semejante hazaña. Un monje, con cara de alarma y señalándolo, algo le quiso trasmitir en su idioma, del que no entendió ni media palabra – cosa que lamentó, porque seguramente era algún viejísimo consejo o un arcaico mantra, pero él nada podía hacer – por lo que se limitó a agradecer tanto interés por su simple persona, bajando varias veces su cabeza. Los cantos plañideros le producían un profundo estado de desconcierto. Dejó atrás al monje que lo seguía mirando fijo y conversaba a grandes voces con otros de sus pares que también lo miraban atentamente, y allí se sintió mas cerca de su Karma, se sintió iluminado, comenzó a entender ese extraño mundo esotérico incomprensible para el humano común de este lado del mundo y el gozo se apoderó de él, emocionándolo de tal forma que se le hacía un nudo, como una garra en el cuello, y una sensación de hormigueo e incluso de dolor leve, se le irradiaba al brazo, lo que le demostraba que estaba llegando al máximo de comunicación con lo celestial y casi se elevaba del mundo material. Comenzó a retroceder por donde había llegado, siempre sin dar la espalda a la deidad, con pasos dudosos, la cabeza baja, muy mareado por la emoción de encontrarse en ese estado espiritual tan especial.
Antes de llegar a la puerta del milenario templo hizo el infarto masivo que lo condujo al Nirvana expeditivamente.
Montevideo, abril de 2003
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