Pierce nació en la superficie de Marte. Su madre Ilena, experimentada astronauta, llegó embarazada al planeta rojo y si bien, el padre del niño era un terrestre común y corriente, el niño tuvo la singularidad de ser el primer extraterrestre residente en nuestro planeta.
El carácter del pequeño era extraño, quizás demasiado para su corta edad. Su máxima afición era pasarse tardes enteras hojeando libros y revistas. No le interesaban los juegos y sólo se quedaba mirando con enfermiza atención a esos seres que le parecían demasiado diferentes. Todo lo atisbaba con sus ojos de pupilas rojizas, acaso la ligera reminiscencia de haber nacido en ese lejano mundo de elevados montes y plagado de arenas levantiscas.
Aprendió a leer a los tres años y a los cuatro ya era visitante frecuente de cuanta biblioteca le saliera al paso. Allí devoraba texto tras texto sin discriminar en contenido ni idioma. Cuando ingresó a la escuela, fue promovido de inmediato a cursos superiores puesto que ya lo sabía casi todo. Creció desmesuradamente y su cráneo se alargó de manera alarmante, sus compañeros le temían y entre ellos se comentaban en voz baja sobre ese ser silencioso que los miraba con tanta atención, demasiada quizás.
El muchacho abandonó la casa de sus padres cuando aún no cumplía sus doce años. En rigor, su apariencia era la de un adulto, un ser desgarbado, casi calvo que lo miraba todo desde sus dos metros de altura. Su rastro se perdió de pronto y ya nadie supo de él nunca más. Sus padres sufrieron lo indecible, lo buscaron en cuanto lugar se les vino a la mente. El asunto trascendió a los medios de comunicación y de un día para otro fue noticia nacional. Surgieron leyendas, cual de todas más descabelladas. Unos decían que había sido abducido por naves marcianas, rescatándolo para su mundo, que el era un espía y que incluso sus padres estaban bajo sospecha de haberse confabulado con los extraterrestres para entregarles información codificada. Los más osados aventuraban que muy pronto nos invadirían los marcianos y nos expulsarían de nuestros propios dominios para luego apropiarse del planeta.
Lo que nadie supo fue que un día cualquiera, desde un lejano desierto, se elevó una pequeña nave que conducía a Pierce a su planeta nativo. Lo que nadie tomó nunca en cuenta fue que todos los planetas ejercen una atracción sobre los seres que prohijan y en este caso, el muchacho regresaba feliz a esos montes y llanuras en donde retozaría como el verdadero marciano que era…
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