Acaso la vida golpeó tardíamente en la puerta de Facundo, un viejecillo encorvado que se las daba de literato y de quien decían que había nacido con un lápiz en sus manos y que, muy pequeño y tirando rayas al azar, había aprendido a dibujar las letras. Más adelante supo que con la suma de ellas se formaban palabras, las cuales, colocadas con un poquito de buen gusto derramaban diamantinas frases que gustaba de leer en voz alta a las chicas del pueblo y como el hombre tampoco era muy feo, se ganó su buena fama de poeta fachoso. Facundo sufría de una artrosis que le impedía tomar su lápiz acaso por haberlo hecho desde tan niño. Impedido físicamente para realizar la labor que más adoraba en su vida, contrató por un escuálido sueldo a una chiquilla para que escribiera lo que el le dictaba. Pero la muchacha tenía pésima letra y peor ortografía de tal modo que los escritos se transformaron en jeroglíficos indescifrables que el viejo guardó con resignación en una antigua caja de habanos. Al poco tiempo despidió a la chica porque necesitó las pocas monedas que le pagaba para tratarse sus manos que eran dos raíces podridas y sarmentosas que asomaban bajo sus mangas raídas. Esto no es de extrañar, porque la mayoría de los artistas se desenvuelven en un ambiente misérrimo en el cual las creaciones cabalgan al ritmo desenfrenado de las tripas hambrientas.
La vida golpeó tardíamente en la puerta de Facundo esa tarde. Casi octogenario, se le ocurrió que debía recomponer sus relaciones con sus colegas, tan añosos como él. Los achaques habían tenido la fuerza suficiente para desmembrarlos. El reumatismo, la artrosis y todas esas fieles acompañantes del hombre que ha superado las tantas décadas, tuvieron la fuerza catastrófica de un golpe de estado, que sus organismos acataron con prosaica sumisión. Pero la vida, repito, golpeó con sus alas flamígeras la razón desgastada del anciano y el sintió aquel incendio en ese sufrido corazón suyo que aún conservaba una cáscara de idealismo. El viejo recobró el ímpetu que había guardado hace varios años en su ropero y enderezando su mortificado y rechinante esqueleto, se reunió con el resto de carcamales que componían la Asociación de poetas retirados. Chirino, un viejito calvo que apenas se empinaba sobre sus tacones con plataforma, aprobó la moción. El había perdido hacía varios años sus últimos dientes y como gustaba de silbar mientras componía sus versos, una vez que sus molares y caninos se decidieron a jubilar, el sintió que sus musas se habían esfumado por entre las oquedades bucales y por más que intentó invocarlas a punta de chiflidos que más bien eran lastimosos soplos, estas ya no regresaron. Desanimado y contrito, colgó su lírica pluma y se dedicó como consuelo al triste pasatiempo de alimentar palomas en cuanta plaza encontró a su paso. Sofanor, un gordo inmenso muy parecido al vate Pablo, apoyó la idea de recrear tal sociedad y ofreció ponerse en contacto con las autoridades de la comuna para conseguir recursos. Los ancianos aprobaron tal moción, más por pereza que por convicción y el bamboleante poeta golpeó todas las puertas municipales para conseguir al fin una sucia bodega abandonada en la cual sesionaría la renaciente sociedad. Arcaíno, así, con ere gracias a la ignorancia de un empleado del registro civil que así lo inscribió en su ficha, era un viejito óseo, mitad hombre y mitad ánima que gustaba de ir a recitar a viva voz a los camposantos y que por su apariencia cadavérica asustaba a menudo a los visitantes que lo confundían con un espectro. El se ofreció para engalanar el local y apareció con dos cráneos humanos y varios pedazos de mármol de algunas tumbas derruidas que él aseguraba que eran restos de escritores famosos. Como los viejos vivían ensimismados, fueron indiferentes a tan fúnebres ornamentaciones y sólo se dedicaron a crear. Chirino llegó con varios nidos de pájaros vacíos que instaló sobre su escritorio, una mesa tembleque salvada del basural que él juraba que servían para atraer a las musas. Íntimamente sabía que ellas se habían fugado por los huecos de su mandíbula y aunque apelara a toda la magia del mundo, jamás de los jamases regresarían. Pese a todo, abandonó su voluntario retiro y se dedicó trabajosamente a escribir sus pésimos poemas que ni el mismo entendía y que un crítico de arte moderno pudiera haber confundido con obras vanguardistas. El gordo Sofanor solía escribir a la luz de una vela, aunque el día fuese un incendio de luces y de cuando en cuando se frotaba sus grandes manazas, convencido que con ese ademán atraería los pensamientos más geniales. Al parecer, la cábala era inexacta porque oírle declamar sus largas y aburridas poesías y asociar su voz nasal y melancólica con un abrigador lecho era una sola cosa. El sueño aparecía como por arte de birbirloque y los tristes ancianos poetas, que eran sus obligados auditores, caían inconscientes a los pies del robusto vate y el sueño era largo y provechoso. Facundo apareció un día con un joven desgarbado que lo presentó a sus colegas como el representante de una magnífica editorial que estaba interesada en publicar sus escritos. El jovenzuelo miró con reticencia cada uno de los rincones del improvisado atelier. Los ancianos estaban en plena faena creativa y no se dieron por aludidos. Ya no existía en ellos el desmedido afán de lucrar con sus escritos sino el higiénico y depurador deseo de rejuvenecer su alma a punta de metáforas e inspiración. Sofanor hizo un gesto despectivo al intruso y batiendo sus enormes dedos que más parecían bananas que dedos, recitó en voz alta: “Que triste está la noche y que lejana la luna…” El muchacho sintió que de inmediato le comenzaban a pesar los párpados y cuando el craso poeta terminó la segunda estrofa, ya roncaba como un bendito sobre la desgastada y sucia alfombra.
A los seis meses una calandria llegó a ocupar los nidos vacíos y se dedicó a depositar sus huevos en ellos. Chirino, pensando que las musas habían regresado en aquel emplumado envase, bautizó al ave como Erato, aludiendo a sus melodiosos trinos que llenaban el recinto de ecos cristalinos. Poco después nacieron varios polluelos que revoloteaban de aquí para allá y a los cuales Chirino les llamó Clío, Euterpe, Talía, Melpómene, Terpsícore, Polimnia, Urania y Calíope, aludiendo a las otras musas que completaban el plantel. Las aves, ignorantes de sus tan pomposos nombres, picoteaban todo lo que encontraban a su paso, ensuciaban los escritorios de los otros poetas e incluso Polimnia, la más despierta, imitaba el acento soporífero del gordo Sofanor y repetía una y otra vez en su lengua de pájaro: “Que triste está la noche y que lejana la luna…” Los inmediatos ronquidos de los senescentes aedos no se hacían esperar y la vela de Sofanor se consumía entera antes que estos despertaran del sueño inducido por el ave-musa.
Una tarde apareció Chirino luciendo una sonrisa equina que le dividía su ahuesillado rostro en dos porciones desiguales. Un dentista que deseaba congraciarse con su novia le había cambiado uno de sus poemas por una placa dental que había pertenecido a un comisario que la había mandado a reparar y que en el ínter tanto se había muerto por lo que la pieza quedó allí huérfana de dueño. El postizo era demasiado grande para las magras encías del viejo pero este las aceptó de buen grado, suponiendo que las musas regresarían de nuevo. Lo cierto es que, ya sea porque el senescente tenía razón o porque la sugestión hace milagros, cierta noche Chirino recitó de corrido una brillante poesía que hizo llorar hasta al pétreo y formidable Sofanor y la calandria Polimnia, que ya había crecido lo suficiente como para emigrar, imitó la voz trémula del anciano y repitiendo la maravilla de verso, sobrevoló todo el recinto antes de marcharse para siempre. Luego se despidieron en bullicioso revoloteo todas las demás aves ante el desconsuelo de Chirino que se quedó con sus nidos vacíos y sin ninguna inspiración que sustentara sus días.
Los años pasaron. Los viejos se fueron extinguiendo uno tras otro. El último en despedirse de este mundo fue Facundo quien una mañana miró hacia el horizonte y presintió que ese sería el último sol que vería. Entonces tomó su lápiz y una hoja de papel y dedicó su póstuma obra al sol que había calentado sus solitarios huesos en esos postreros días de luciérnagas. A su funeral acudió toda la gente del pueblo y entre ellas una anciana que depositó sobre su tumba una hoja de laurel. A la mañana siguiente, el día llegó demasiado tarde a la vida de Facundo ya que sus dedos flamígeros esta vez sólo se estrellaron con una humilde cruz de madera que decía: Aquí yace Facundo, quien en estos momentos le recita al Señor…
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