Si quisiera describir el calor que hacía esa mañana lo haría de la siguiente manera: al caminar por la banqueta las suelas de los tenis se sentían tan calientes que podría haber jurado que se me derretirían en cualquier momento. A ratos me metía en algún resquicio sombreado o en el semifresco alero de una puerta solo para descansar los pies, o bien buscaba algún charco mugroso en donde remojarme las suelas. Varias veces estuve a punto de meter en uno de esos charcos también la cabeza, pues mi cabello era un casco hirviente, que sentía al borde de la ignición.
Al fondo de la calle se veía la avenida. Podía ver al fondo las siluetas de los autos al pasar, pero el horizonte era nebuloso, distorsionado, como si el asfalto se evaporara, y me preguntaba si aquellos autos que veía eran solo espejismos, pues mis oidos no los distinguían, solo zumbaban. Los ojos me ardían por lo secos.
El calor exasperante, contaminado y reseco del verano en la ciudad de México no es un evento que se describa comúnmente. Para entenderlo tiene uno que vivir ahí mucho tiempo, y así poder compararlo con la tibieza de los primeros días de abril, o con las primeras lluvias de septiembre, que humedecen el aire, pero sólo ligeramente. Además la única manera de sentir la total pesadez del calor citadino es esa, caminar por las callecitas de la Moderna, o de la Portales, con rumbo a una avenida digamos la Plutarco Elías Calles, entre los árboles chaparros de hojas cubiertas de polvo de smog, y los praditos banqueteros sembrados de cacas de perro, pasando por todas esas las casas con herrajes en las ventanas, pintados de blanco, de negro, o de verde pistache.
En este calor se siente la piel tostarse, como si fuera una tortilla dejada al comal demasiado tiempo. La ropa se calienta pero nunca se humedece por completo, sólo un par de puntos, aquí y allá, y puede uno sentir las arrugas quemantes de los jeans en las coyunturas de las rodillas. La mezclilla te roza arriba de los calcetines contra las pantorillas, depilando, lacerando, despellejando.
Me cagaba tener que cumplir con ese tipo de mandas con el coche descompuesto. No era justo que en domingo casi al medio día, cuando las calles están casi desiertas y con este calor infernal, tuviera que llegar a pata hasta la casa de Pedro cargando las bolsas con los librillos del FTG. Calculo que llevaba unos tres o cuatro kilos de papel en cada mano, y las asas de los paquetes me cortaban la circulación de los dedos. Instintivamente buscaba con los ojos desesperados un taxi, pero parecía que se los hubiera tragado la tierra a todos. Pasó a mi lado un Grand Marquis negro, y su conductor, gordo, bigotón, de lentes oscuros, a todas luces crudo como un rabanito, me miró de forma asesina, como desesperado ante mi estupidez de caminar en esas condiciones.
Doblé en Americas Unidas, a la derecha. En la esquina con Donato Bolado está una papelería/dulcería que se llama "La Sorpresita¨. Para mi fortuna estaba abierta, y su anuncio viejísimo de Helados Holanda me sonrió invitante. Necesitaba líquido, y de preferencia endulzado, en forma de refresco, raspatito, frutsi o boing. Caminé lo que me faltaba resoplando.
Adentro de "La Sorpresita" se sentía mucho menos calor. Mi cuerpo pareció por un momento más ligero. Fuí directamente hasta el gastado refrigerador de Pepsi, que contenía todo tipo de bebidas. Al abrirlo mi piel suspiro agradecida por el vaho helado. Tomé dos cocacolas, destapé una y comenzé a beber. Oh Alivio. Oh Placer. Oh Maravilla de maravillas.
De inmediato se asomó al mostrador, detrás de mí, una carita silenciosa, hacia la que me dirigí después de echar una mirada vigilante a las bolsas que había dejado junto al refri. Mi mano derecha empinaba ya el fondo de la primera coca. Cuando puse la botella vacía sobre el mostrador para sacar el dinero de mi bolsillo, mis ojos vieron a los que tenían enfrente, y el calor de la calle terminó de irse, condensado en dos goterones de sudor que me escurrieron pesados, uno por cada sien.
Sabía su edad, porque era igual a la mía. Sabía su nombre y apellidos porque habíamos ido juntos a la secundaria. Sabía además muchos otros secretos de ella, pues más de una vez me los había contado cuando la acompañaba a la salida de la escuela. Sabía también que su padre había muerto en un accidente de tránsito por aquellos años, y que su madre se las vió negras para mantenerla a ella y a sus cuatro hermanos. También sabía que después del baile de graduación nunca nos volvimos a ver. Lo que no sabía era porqué precisamente me la tenía que encontrar en aquél momento. Preferí dejar que las cosas corrieran naturalmente.
- ¡Renata! dije sonriente. ¡que gusto de verte!
- Hola, ¿cómo te ha ido? -dijo como hubiera visto veinte minutos antes.
- Este, pues bien, mira que pequeño es el mundo ¿eh?
- Pues si, ¿verdad?
La frialdad de sus respuestas y el obvio hastío de su semblante me hicieron intuir que los últimos años de su vida no habían sido los mejores. Su mirada era triste, y sus hombros estaban caídos. Definitivamente algo había muy distinto en su actitud, que yo recordaba alegre, entusiasta, llena de musicales risas.
- Si vieras que calor hace afuera, tenía que pararme a tomar un refresco.
- Mmh. Ok ¿Nada más eso vas a comprar?
- Eh. Pues creo que sí. Pero cuéntame, como estás, hace mucho que no te veo.
- Pues aquí. Atendiendo esto. Ya ves.
- Pues que bien ¿no? - mi boca se empinó el resto de la segunda coca y de inmediato empezé a idear una despedida simple, rápida y neutral. Algo simplemente no me latía.
- Y tu qué haces, a que te dedicas, o qué - preguntó ella de forma casi agresiva
- Pues, nada en especial, tengo que llevar unos folletos con un camarada, tenemos que terminar una
campaña de publicidad. Pero ves que en domingo casi no hay peseros y segun yo quedaba cerca.
- Mmm. Pues que bueno ¿no? - se me quedó viendo fijamente - ¿Me permites tantito? ahorita vengo.
- Sale. Mientras me busco un gansito o algo.
Renata entró por una puerta que daba hacia una bodeguita, desapareció por dos minutos, mismos en los que terminé mi refresco, abri unos doritos, saqué un gatorade chico para el camino y acomodé mis bolsas para despedirme y largarme de ahí. Se abrió la puerta de nuevo y Renata salió con una blusa diferente y una mochila al hombro.
- Vámonos - me dijo.
- ¿Perdón? Ehhh, no entiendo ¿A dónde vamos?
- A donde tu vayas, pero vámonos ya.
- Pero, es que yo solo voy a una junta con mis socios, no ...
- Salte ya, menso. Que tengo que cerrar la accesoria antes de que regrese.
- De que regrese ¿quien?
- Andale, que no tengo todo el día, ahorita te explico.
Salimos. Renata echó rápidamente candado tras candado a la accesoria. Cinco en total. Luego vió la reja por un instante, con la mirada perdida. Volteó hacia mí, me sonrió absurdamente y me azuzó a caminar hacia Plutarco. Tres cuadras de marcha silenciosa y apurada me hicieron empezar a sudar de nuevo. Goterones hirvientes me empaparon las cejas y el cuello de la camiseta.
- Tiempo tiempo - dije golpeando las palma de mi mano derecha con las puntas de los dedos de mi mano izquierda. Las bolsas estaban en el suelo y mis ojos, a pesar del sudor que los hacía arder, estaban fijos en la mirada de Renata, que se había detenido, y girado sobre sus talones, algo exasperada.
- ¿qué? ¿qué quieres?
- No manches, explícame que onda, a dónde vamos o qué.
- Ahorita no puedo. Si nos ve, nos mata.
- ¿Quién? ¿De qué estás hablando?
- En buena onda, si me detengo a explicarte, ya valimos madres. Porfas, camina, ¿si?
Caminamos la cuadra y media restante hasta Plutarco. Las bolsas me pesaban tanto que los hombros se me estaban empezando a entumir. Las piernas me temblaban un poco. Empecé a resoplar, rojo por el esfuerzo. Le volví a pedir que paráramos. Ella me vió a los ojos y luego buscó un taxi. De volada se paró uno.
- ¿Vienes? - me dijo mientras echaba su mochila adentro del vocho.
- ¿A dónde? Yo no sé a dónde vas, carajo.
- Bueno, entonces nos vemos. Gracias. Me salvaste la vida - se acercó y me dió un beso profundo, triste y lleno de misterio. Subió al taxi y arrancaron con rumbo al Sur.
Me quedé parado a la orilla de la banqueta. Cargué las bolsas y casi de inmediato las dejé caer de nuevo al suelo. Saqué el celular y le hablé a Pedro:
- Pedro, está haciendo un calor de la CHINGADA. Ya estoy aquí en Plutarco, en buen pedo ven a ayudarme con las bolsas, ¿si? |