Era apenas mi tercera chela de la noche, pero mi lengua ya se trababa al hablar, mis ideas agolpándose como ratas saliendo de una alcantarilla.
El bar estaba oscuro, no muy lleno, y ante mí una mesita mal limpiada y detrás de ella dos chavas. La de la derecha, mi novia Ivonne, con quien vivo desde hace dos años. La de la izquierda, Berenice, era una amiga que conocimos a través de un tercero en una fiesta de existencialistas.
Los tres platicábamos animadamente. De libros, de discos, de escuelas, de los amigos, de las relaciones, de tendencias, de inmovilidades, de preocupaciones mutuas.... Me gustaba que Berenice fijaba su mirada alternadamente entre mis ojos y los de Ivonne, de un modo casi intelectual. Ivonne de pronto me sonreía o me acariciaba muy brevemente una mano o la rodilla bajo la mesa. Los tres nos divertíamos bastante.
Fuí por otras cervezas a la barra. Platiqué un par de minutos con la camarera, quien me explicó que a veces la gente pide Jack Daniels con refresco ginger ale en vez de la típica coca-cola. Se me hizo asqueroso, pero cambié mi idea de seguirla con otra Bass y le pedí un Markers Mark, con un poco de hielo. Me sentía ligero, contento, hacía meses que no me podía beber unos tragos de esta manera, sin arañas en la cabeza y sin culpas estúpidas.
Regresé malabareando los vasos y al sentarme noté en las chicas un esbozo de complicidad, sobre todo a la hora de una serie de preguntas íntimas y directas. La mirada de Berenice chispeaba ante mis ironías. Mis mentiras, lubricadas por el bourbon, hacían las delicias de mi novia, que de pronto ya no pudo contener la risa y solo me tomo una mano entre las dos suyas y me dió un beso atascado. En mi oido derecho un "te quiero muchísimo" me hizo sonrojar tontamente.
Berenice dijo "salud"y luego Ivonne se levantó de su asiento. "Voy al baño y Berenice va conmigo", dijo con voz alcohólica pero melosa. Me quedé acompañado de los hielos impregnados de barrica de roble y de un cigarrillo, el décimo de la velada.
Regresaron, sentí una mano en cada hombro. Me dejé llevar. No quería cuestionarme nada. "Lo que pase que pase", me dije, y saqué volutitas de humo al salir del bar con una chica en cada brazo. El sacaborrachos ni se inmutó, pero al menos deseé de todo corazón que se estuviera muriendo de la envidia.
Berenice manejó hasta su casa, donde la íbamos a seguir. Ivonne me masajeaba el cuello desde el asiento trasero. En un alto sentí una mano en los huevos pero no quise abrir los ojos.
Serví tres vasos de vino. En el love seat, bajo la luz suave de la lampara extendible, me hicieron espacio entre las dos. No dijimos nada. Solo bebimos y dejamos que los hechos fueran sueños.
¿Es acaso válido sentir culpas cuando se tiene un coño acidulado y jugoso entre los labios y la lengua, y las manos frotando golosas un trasero redondo y distinto del que están acostumbradas? Hacia el Sur, una boca conocida me devoraba el pene como nunca antes y emitía quejidos intermitentes y apasionados al sentir que en otro punto dos dedos y otra lengua hurgaban en el punto adecuado. "No", me dije, "estas cosas no se cuestionan".
Seis horas después Berenice e Ivonne dormían adheridas a mi cuerpo. Mi nariz estaba aún embriagada por la mezcla de dos perfumes. Y yo empecé a sentir una melancolía intensa, inexplicable. Berenice se despertó primero, y se levantó al baño dedicándome una amplia sonrisa. Yo acaricié el cabello de Ivonne, quien perezosamente abrió los ojos y miró fijamente a los míos. Me abrazó fuertemente. Entreabrí los labios pero ella me calló con un dedo: "Shh. Luego hablamos".
Me duché mientras las dos cocinaban. Y fué después de los huevos con jamón, el pan tostado con mantequilla y la mitad del café cuando exploté al fin: "Bueno ya ¿no? ¿Cuál de las dos me va a hacer el primer reclamo?". |