El sonido de sus pasos en las calles desiertas era la única melodía que llegaba a sus oídos confusos. El frío acariciando su rostro, la soledad de la noche envolviendo sus sentidos y la sonrisa en la mirada perdida, se fue dibujando en sus labios. No recordaba la última vez que se había sentido así o quizá nunca fue dueño de aquella sensación. Su mente paseaba por los recuerdos del pasado, al compás del rumor de sus pisadas y se detenía en aquellas absurdas situaciones que por unos instantes le habían arrancado una sonrisa descuidada. Caminando hacia ningún lugar, sin rumbo marcado, sin relojes apremiantes, sin preocupaciones vanas, y la sonrisa se fue transformando en hilaridad.

La luz desteñía la oscuridad del cielo nocturno, la vida en la ciudad fue despertando a un nuevo día. Y a él no le importaba. Seguía su paso, tranquilo, apaciguado, sin vacilaciones, mientras las prisas de una nueva jornada de trabajo le rodeaban sin poder atraparle. Los transeúntes lo observaban extrañados, desconfiados ante esa sonrisa solitaria que lo hacía parecer un loco, ¡y que locos le parecían a él todos ellos!. A él que había creído que la única manera de vivir era la de la rutina establecida, la de los hábitos impuestos y las ideas inculcadas por aquellos que creen saberlo todo.

Llevaba horas caminando, sentía un hormigueo en los pies que le obligó a detener sus pasos para reponer fuerzas. Una colorida cafetería del centro, un penetrante aroma a café que inundaba sus sentidos y de nuevo sentía aquel bienestar que producen las pequeñas cosas que tantas veces le pasaron desapercibidas.

Tenía que decidir tantas cosas...ahora podía empezar de nuevo y se sentía tan relajado, tan cómodo con su nueva forma de ver el mundo que no le importaba la perdida de las comodidades de su rutina. Ahora elegiría él mismo, seguiría aquello que su corazón le dictará y nunca más se sentiría atrapado en la ficción de una felicidad predeterminada, porque el mismo decidiría que era aquello que le daba la felicidad.