No sé si te maté por las margaritas mustias que me regalaste cuando nació nuestro hijo muerto, o lo hice en un arranque de locura mientras caminabas con tus nobles por los jardines del Palacio de Versalles.

Mi alma estaba más rota que nunca y tú no decías nada. Yo tenía todo listo, los pañales, le tejí ropita, la señora de la feria me regaló unos chupetes y hasta le había arreglado una cuna.

Y tú llegaste tarde con tus margaritas mustias, sonriendo estúpidamente mientras lloraba sobre el cuerpecito inerte de quién sería mi Luis.

Creo que te maté por que no te importó que nuestro hijo corriera peligro. Dilapidabas el reino y te burlabas del hambre con tu corona ante los cientos de miles de harapientos que reclamaban nuestras cabezas.

Por eso me puse joyas en el cuello y les provoqué, porque nunca te importó nuestro Luis y lo que le heredarías. Nadie lo protegería de la ira y la hecatombe. Envuelto en encajes sucios yacería su cuerpo después.

Pero el rencor más grande fue cuando te vi fumando marihuana y riendo con tus amigos afuera de la iglesia, mientras me aferraba al pequeño ataúd blanco. No sabes como lloraba de rabia por mi Luis, porque me lo quitaste con tus golpizas nocturnas, con tu borrachera, con tu desamor.

Por eso un día agarré las pocas margaritas mustias que quedaban, guardadas en los papeles de defunción de Luis, tomé la pistola de la que te jactabas tanto para proteger tu propiedad y te volé los sesos perdiendo mi cabeza.