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Nancy poseía un don, si así se le puede llamar a esa extraña cualidad suya de morirse y resucitar a voluntad. Bastaba que la vida le golpeara sutilmente, que un simple suceso la incomodase para que eligiera retirarse voluntariamente de ella y recostada en su cama, pedía a sus empleados que no se acercaran a su cuarto hasta que ella decidiera regresar a este mundo. Todos obedecían y ella se quedaba yerta, pálida y ojerosa, con su mandíbula desencajada y sus ojos entreabiertos, descansando en paz por el lapso que ella determinase. No era catalepsia lo suyo sino el inteligente manejo de sus ritmos, una especie de yoga u otra disciplina oriental aprendida durante sus largos viajes por el orbe. Así, falleciendo y resucitando a su antojo y contraviniendo todas las leyes de la naturaleza, había transcurrido su existencia, siendo aceptada por sus más cercanos y temida por quienes la veían como un espantoso espectro. La mujer frisaba sus cuarenta años pero, en rigor, representaba muchos menos, dado el escaso desgaste de su organismo. Su soledad la había transformado en una mujer escéptica y mezquina, desconfiaba de todos y bastaba una pequeña pataleta para que decidiera quedarse quieta en su alcoba, recinto al cual los empleados no osaban acercarse por temor a que la mujer despertara y los descubriera infringiendo sus rígidas reglas.

Este hecho era conocido en toda la comarca pero de ello se conversaba en voz muy baja ya que los supersticiosos lugareños creían que la mujer era una poderosa bruja capaz de alcanzarlos con sus terribles conjuros y maleficios. Sin embargo existía uno que no le temía en lo más mínimo. Era Cristóbal, un campesino de carácter burlón que pensaba que ella era sólo una mujer amargada y consentida a la que había que darle una lección para que terminara de una buena vez con sus raros asuntos.

Nancy contemplaba la noche iluminada apenas por la luz de la luna. Sentada en su frondoso jardín, se impregnaba de esos aromas suaves que elevaban su espíritu a alturas inconmensurables. Una hermosa melodía escapaba de una de los ventanales: era un nocturno de Chopin desgranándose a través de las sutiles notas del piano. La mujer gozaba al máximo de su soledad, la única incapaz de traicionarla, su compañera de siempre. De pronto, una nube empavonó la tenue luminosidad y eso bastó para que los ojos de Nancy se desencajaran. De su boca contraída escaparon varios juramentos y levantándose resuelta se dirigió a su cuarto. De paso le gritó a su mayordomo que se encargara de todo ya que ella se moriría esa noche por tiempo indeterminado. El hombre, acostumbrado a esos arranques, sólo atinó a asentir tímidamente.

No se demoró mucho Cristóbal en conocer esta noticia, puesto que la propia Doralisa, una empleada de la casa, se la hizo saber. El hombre, picaresco como era, le tiró un agarrón a la muchacha y le dijo que ya era hora de terminar con ese estado de cosas. La chica sonrió diciéndole que era un loco y que mejor ni se le ocurriera aproximarse a la casa de su patrona.

Cristóbal bebía un enorme vaso de cerveza junto a dos compinches suyos: Nicolás y Joaquín y a cada frase suya sus compañeros reían estruendosamente. Entre broma y broma, el campesino picaresco les expuso una idea que le rondaba por su cabeza. Esta era la siguiente: Hacía dos días había fallecido Tomás Hube, el farmacéutico de la ciudad y aprovechando que era un cadáver fresco, les propuso a los otros que esa noche se dirigieran al cementerio para sacarlo de su sepultura y trasladarlo a la casa de Nancy, entrar a su dormitorio y depositarlo a su lado.
-¡Imagínense el horror que se dibujará en su cara al contemplar ese fiambre! ¡A la vieja histérica no le van a quedar ganas de morirse de nuevo! ¿Qué les parece esta idea?
Los hombres se miraron espantados. Conocían de sobra el carácter bromista de Cristóbal pero esta idea les parecía digna de una mente insana.
-¡Te has vuelto loco! ¿Como se te ocurre tamaño desatino?- exclamó Joaquín.
-¡Lo que planeas es diabólico! No cuentes con nosotros- dijo Nicolás.
-Pues bien- repuso Cristóbal. Si he de hacerlo solo, lo haré. Pero a esa vieja loca le daré una lección que no olvidará nunca más.

Esa noche, premunido de una linterna, el campesino buscó a tientas entre las tumbas sumergidas en las sombras y no lo espantó ni siquiera el ulular de los búhos, ni el gemido sórdido de los árboles o algún sonido de indefinible procedencia. Su objetivo era uno sólo, exhumar el cadáver del farmacéutico y llevárselo de regalo a la misteriosa Nancy. Mientras pensaba eso, el tipo reía a mandíbula batiente y cualquiera que lo hubiese visto, pensaría que en realidad se trataba de un loco. Pronto dio con la tumba del difunto Tomás y premunido de una pala se dedicó a remover la tierra blanda. Al cabo de una hora, el féretro estaba a la vista y con ojos codiciosos, Cristóbal se arrojó a la fosa. Después de un corto forcejeo, abrió la tapa del ataúd y apareció ante sus ojos la cadavérica fisonomía del fallecido. Sin ningún temor, el campesino lo alzó con sus fuertes brazos y en cosa de minutos, el cadáver estaba tendido a la intemperie mientras Cristóbal tapaba la tumba para eliminar las huellas de su delito.

Abrazando el cadáver cual si fuese un ebrio, lo condujo por las calles solariegas. Pronto la casa de Nancy estuvo a la vista y cuando estuvo dentro de ella, Cristóbal trepó a la habitación de la muerta-viva y luego jaló una cuerda a la cual había atado el cuerpo de Tomás, subiéndolo con poco esfuerzo. Sonriendo maliciosamente, colocó el cadáver apegado a la mujer y satisfecho y reprimiendo las carcajadas, huyó por la ventana con habilidad felina.

Pasaron muchos días sin que nadie se enterase del macabro asunto. Tomás esperaba en la taberna que en algún momento alguien esparciera la noticia, pero nada ocurrió. Preocupado en grado sumo, Cristóbal le pidió a la chica que trabajaba en casa de Nancy que se asomara a la habitación de la mujer para averiguar si continuaba “muerta”. La chica no quiso saber nada de eso y se alejó santiguándose aparatosamente. Una mañana alguien apareció en la taberna con sus ojos desorbitados diciendo que se había topado a boca de jarro con el desaparecido Tomás Hube. Esto tuvo la virtud de intranquilizar a Cristóbal, quien no se explicaba que diablos pudo haber sucedido. La noticia de la resurrección del farmacéutico se extendió con velocidad. Esto no era lo que esperaba el campesino ya que de ser así ¿Qué había sucedido con Nancy?

Esa noche, mientras trataba de conciliar el sueño, unos golpes suaves en la ventana de Cristóbal le hicieron dar un brinco. Se levantó de inmediato y premunido de un pedazo de fierro que mantenía bajo su cama, se aproximó al lugar de los sonidos. No se veía nada ya que la noche era oscura y tenebrosa. El campesino salió de su cuarto y recorrió su modesta choza. Sólo el frío de la noche le recibió, golpeándole las mejillas con sus dedos gélidos. Terminada la inspección, Cristóbal se acostó nuevamente pero esta vez se agregaba un nuevo ingrediente a su insomnio. Este era el miedo, una sensación nueva en su espíritu pragmático, una mano negra que aceleraba los latidos de su corazón.

Resuelto a terminar con sus temores, aquella noche el campesino se dirigió a la casa de Nancy para desentrañar el terrible misterio. Trepó una vez más la ventana y se introdujo en el cuarto. Estaba oscuro por lo que extrajo de sus bolsillos una caja de cerillas y encendió una. Un grito de terror escapó de su garganta al contemplar el rostro pálido de Nancy que lo contemplaba con sus ojos muy abiertos. La mujer permanecía inmóvil y al tocarla con mucha cautela, Cristóbal pudo comprobar que estaba muy fría y que no tenía pulso. Pero ¿Y el cadáver de Tomás? ¿Qué había pasado con él? Un escalofrío recorrió el cuerpo del campesino al intuir que algo sobrenatural pudo haber acontecido allí.

Tembloroso, barbado y bebiendo cerveza tras cerveza, Cristóbal se recluía en su habitación, temiendo que en cualquier momento apareciese el cadáver de Tomás para pedirle cuentas por su diabólica acción. Ya no reía ni bromeaba y eso no pasó desapercibido a los ojos de los parroquianos de la taberna. Nicolás y Joaquín le contemplaban silenciosos desde otra mesa y no se atrevían a abordarlo por temor a que hubiese perdido la razón.

Una mano se posó sobre el hombro de Cristóbal y este dio un tremendo salto. Era la empleada de Nancy que le traía noticias de su patrona. La mujer había regresado la noche anterior a la vida decidiendo viajar en los próximos días a la ciudad. Esto era realmente extraño para un ser que había estado relegado voluntariamente en su hogar durante más de veinte años. ¿Qué estaba sucediendo?

Una noche en que Nicolás y Joaquín bebían copiosamente, se acercó a ellos Cristóbal y esa fue la ocasión para que los hombres le invitaran a su mesa para confesarle algo. Intrigado, el campesino se sentó con un vaso de cerveza entre sus dedos y la conversación comenzó a desgranarse rápida. Todo comenzó a aclararse cuando Nicolás, pidiéndole perdón, le contó que todo lo que había ocurrido había sido un plan de ellos. Que esa misma noche en que Cristóbal tendió el cadáver en el lecho de Nancy, ellos habían acudido para sacar al difunto y regresarlo a la fosa. Después no costó mucho convencer a Toribio, el idiota, que se había topado con el muerto a boca de jarro. Como la gente de la comarca era demasiado supersticiosa, no se atrevió a desmentir las palabras de un ser inocente y contagiadas por el miedo, muchas de aquellas personas dijeron haber visto al espectro de don Tomás deambulando por las calles oscuras.

Cristóbal no estaba convencido de esta versión ya que estaba casi seguro que aquellos hombres eran unos bobalicones que no se habrían atrevido tan siquiera a tocar el cadáver del occiso. Por lo tanto se dirigieron al cementerio esa misma noche y cavando a la luz pálida de la luna, dieron con el sarcófago, lo abrieron una vez más y ¡Oh sorpresa! ¡El ataúd estaba vacio! Los hombres se miraron con el terror dibujado en sus abotagadas facciones. Ellos estaban seguros de haber regresado al bueno de don Tomás al lugar de donde nunca debió salir. Cristóbal los miró con suspicacia y nada dijo. Algo muy extraño estaba ocurriendo en estos precisos momentos.

Varios meses más tarde, un comerciante que regresaba de la ciudad, contó con lujo de detalles lo que había visto. Nancy, la mujer que manejaba a voluntad los códigos de la vida y de la muerte, paseaba en el Parque de las Delicias muy rejuvenecida y con una expresión de extrema felicidad en su rostro. Lo inquietante del caso no era su actitud, tan alejada de su natural pesimismo y melancolía. Nada de eso. Lo que dejó pasmado al comerciante fue verla acompañada de un ser que la contemplaba arrobado, tal si su corazón hubiese sido flechado por la misteriosa mujer. Lo cual, tampoco hubiese sido tan extraño a no ser por el inquietante parecido del hombre con el fallecido Tomás Hube…












Texto agregado el 20-08-2005, y leído por 311 visitantes. (5 votos)


Lectores Opinan
28-08-2005 Excelente!! ^_^ misuzu_air
20-08-2005 Otra obra maestra de tu ingenio! debo confesar que me atrapaste desde el principio y me encantó el final. Un beso y estrellas. Magda gmmagdalena
20-08-2005 Maquiavélico y espeluznante. Muy bien narrado. graju
20-08-2005 Bravo. Espeluznante. Mis 5*. Te felicito. theonlyerath
 
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