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Nueve de la mañana, resaca. Me comentaron alguna vez que en el mercado central preparaban un jugo levanta borrachos. Caminaba confundido entre hombres, niños, fresas, mujeres, guanábanas, chompas, juguetes, gente, cabezas de ovejas, toros, vacas, señoras comiendo en platos con diseños horribles y pezuñas de algún animal. Llegué a la famosa juguería con mas de cinco vendedoras y una sola licuadora. En medio de alaridos desesperados por clientela me senté aturdido por el sonido obsceno mezclador de frutas, los diferentes tonos de voces y los distintos olores. Encontre el banco, viejo y decorado con restos de frutas o verduras que ni me moleste en retirar. Una jarra por favor, y el diente con bordes de plata brilló más que sus ojos. No conversamos. Ella me coqueteaba con su delantal impresentable y las uñas negras. Me regaló una guanábana mientras dos rulos presumidos se ondeaban grasosos en su frente sudorosa. Aquella masa aguada no sabia bien, pero relamí hasta la última gota espesa y pagué, mientras el diente de plata brillaba como espejo al sol. Joven por que no regresa a las seis y me invita una cerveza, dijo. Apenas entendí tal atrevimiento, seguía atontado por tanto pisco y ahora luz, pero alcancé a sonreírle para sentirme obligado a cerrar los ojos por el tintineo. Aquello era más reluciente que pulcra caricatura. Apresuré el paso para salir rápido. Los olores se clavaban como estacas en el medio de mi garganta y me provocaban el vomito. Bajé la cabeza pero alcancé a ver todo otra vez: cabezas de toros, ovejas con cara de horror y aún sin afeitar, pollos colgados, una masa espesa de moscas revoloteando que impedían el paso, mayólicas blancas llenas de sangre, papas, manzanas, moscas, fresas, papas, papas, papas y por fin, aire.
Deambulé hasta la plaza mas cercana. Cada paso un brillo, un tintineo, un brillo, un tintineo, hasta llegar a la plaza de siempre y sentarme en alguna de sus pocas bancas. Comí algo, caminé, me senté, me paré, esperé, de repente las seis y yo estaba parado cual reloj en la puerta de aquel mercaducho, soñando con verla. Recorrí todo denuevo, esta vez sin congestión y a lo lejos el diente brilló. Yo casi corrí hacia ella. El corazón me latía desesperado. Sentía la sangre correr por mi cuerpo, aun excitado me detuve y la miré inseguro. Joven pensé que no iba a venir. Mi pecho se inflaba y desinflaba sin parar. Me fue imposible deslenguar palabra alguna. Cerré los ojos. Respiré profundo y la tome del brazo. Apresurados y apartando las moscas llegamos a la calle. Nos confundimos entre la sordidez y el tráfico. Atarugados por las voces y bocinas, nos metimos a un taxi. Ni una palabra, solo dos sonrisas congeladas y un brillo eterno. Ni una palabra directo a un hotel. Así debe de brillar el cielo pensé. Tuvimos sexo una vez, nos sentamos desnudos en la cama después de fingir placer, la obligué a no ponerse la ropa, examinaba su cuerpo de pies a cabeza. Era aburrido. Ninguna curva tentadora y los pezones grandes, redondos, morados, como buena chola. Sin palabras, a veces la tocaba para que me dejara brillar. La sentía incomoda pero poco me interesaba, trataba de entender la estúpida relación entre su cuerpo y el brillo. No era coherente, era como estar en un monótono paraíso monocromático, un solo color, una sola luz. Falsa analogía. Este anacronismo me volvía loco, revoloteaban furiosas polillas en mis venas, un vacío en el estómago me causaba náusea. Aquella aberración se sumergía como un aguijón caliente en el centro de mi columna, tenia que resolver semejante desatino. No pude mas y la decapité. Convertí las sábanas en un bolso, metí su cabeza, y equipaje al hombro salí sin siquiera vestirme, dejé su cuerpo aburrido en la misma posición y con el mismo olor a sexo. Al parecer era mi día de suerte, no me cobraron el hotel. Vagué sin rumbo por la calle, alrededor, gente asustada, haciendo gestos extraños, qué vergüenza mis calzoncillos no deben andar limpios. Estaba cansado. Cada vez la cabeza pesaba más, gotea, gotea, gotea, debe tener alguna fuga. De pronto, se alzó un letrero: “Gran Mercado Central”. Entré. Andaba seguro como si supiera a donde iba. Papas, guanábanas, fresas, juguetes, muecas de espanto, gestos de horror, mañana a primera hora me quejaré en la lavandería y más papas. Por fin, las cabezas de animales. Abrí la sábana, y analicé cada una de ellas. ¡Bingo! La oveja peluda y mosqueada, a su costado se perdería de vista el grosor del vello en su bozo y resaltarían sus ojos. Había muerto con un gesto raro, los rulos aún grasosos y el diente reluciente como nunca. Me quede mirándola unos segundos y solo pude pensar, debe haberse llamado Katia.

Texto agregado el 19-08-2005, y leído por 273 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
23-08-2006 Me dejó frio, es genial, felicidades, me recordó a los mercados en México, un abrazo barracuda
22-09-2005 ya te dije antes que es genial, cruda, bien detallada, nauseabunda como la experiencia misma q narras luispedro
20-08-2005 no puedo calificarla, simplemente es una de las pocas narraciones que volvería a leer más de 2 veces para no perderme detalles. silvania
 
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