PARTE III
Cuando la canción termina, uno del grupo deposita en la rockola otra moneda y reaparece la misma música. El hombre del smoking repite el baile, idéntico en su forma, sin dar muestras de cansancio. Sonríe, agradece con ademanes exagerados y con una voz que me estremece. Es una voz entrecortada, elemental. Voz que me impresiona como algo en desuso. Pasa girando entre los espectadores, que ríen de sus disparatados movimientos, se inclina y agradece de nuevo.
Me levanto de mi silla y me coloco entre el grupo. Él ahora está en el medio del círculo, y como si caminara sobre una cuerda floja tendida en el suelo, abre los brazos para mantener el equilibrio y se desliza por ella.
Ya no me queda duda. He visto brillar las herraduras en la punta de sus botas texanas, las he oído durante todo el baile. Es el hombre que me seguía por los jardines del parque. Y cuando la música termina nuevamente: oigo el mismo sonido que iba detrás de mí.
Alguien deposita otra moneda. Él parece adquirir nueva vitalidad. La cara, las manos, las ágiles piernas, retoman su anterior energía. Y baila, baila.
Súbitamente salto en medio del círculo y comienzo a bailar. El hombre del smoking me mira en silencio, se aparta y desaparece como quien deja paso a un sustituto previsto. En una de mis contorsiones lo veo salir del bar&café. Oigo por última vez el sonar de sus chapas en el pavimento de la calle. Sé que me aplauden, vitorean. Pero mientras giro incansable no son personas ya, sino una masa amorfa que me rodea y aprisiona, entre repentinos silencios y bravos inmediatos. La misma música se repite varias veces.
Bailo toda la noche. Al día siguiente vuelvo al bar&café. Al otro día, y al otro. Así todos bailando sin remedio al compás de la música que hacen sonar manos desconocidas.
FIN...
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