¿Ford ó Chévrolet?
El verde de la recién pintada cerca mancho el guardabarros del flamante Ford.
Antes de que el polvo provocado por la malograda frenada se dispersara por sobre los surtidores y los restos de maderas quebradas, el ruido del choque y el cacarear de asustadas gallinas fueron como un sacacorchos para los pocos parroquianos que entre copa y copa de ginebra se resguardaban del calcinante sol del mediodía pampeano.
El primero en salir corriendo fue don Ruperto (Su pierna derecha, siempre rezagada desde que el mala cara del Petiso Berón se la quebrara en las cuadreras del año pasado, parecía habérsele curado como de milagro) detrás de él salieron el Cabezón Hernández, el Juanchillo y la Panchita que limpiándose las manos en un sucio delantal, no se despegaba ni un momento de su lado.
- Ya les decía yo, que era al cuete pintar la cerca, pero ustedes insistieron que el verde es color esperanza y que nos traería mejor suerte, ahora bien, ahí lo tienen, no hay cerca ni esperanzas. Solo nos falta, que ese loco que anda por ahí matando gente, se le dé por venir a visitarnos.
- ¡Ya!, ¡ya! deja de quejarte y ayúdame a sacar a este pobre cristiano de adentro del coche. Parece ser una buena persona. ¡Sabrá Dios que diablos le habrá pasado! - Le reprochó Panchita
Al despertar de su desmayo y luego de comprobar que no le había ocurrido nada serio el desafortunado viajante se presentó ante sus ocasionales anfitriones como el doctor Ibáñez y se disculpó por las molestias y se ofreció a pagarles los daños.
- Ya les había dicho que era buena persona este pituco.
Déjese de pamplinas jovencito y venga con nosotros a tomar y a comer algo que de seguro debe estar hambreado - dijo la panchita
-Venga usted también- Lo invito Ruperto al otro viajero que llego pisándole los talones al doctorcito.
Todos se sentaron alrededor de una pesada mesa de algarrobo, el Cabezón Hernández, el Juanchillo, Don Ruperto y el doctor Ibáñez, todos junto al otro, ese que llegó en un Chévrolet Impala y del cuál nadie sabía su nombre.
la Panchita les sirvió la comida; un cargado puchero de gallina de esos que sólo se comen en el campo.
Mientras almorzaban, hablaron entre otras cosas, sobre el asesino de las rutas. Apodado por la policía como el Mecánico ya que en el lugar del hecho además del cadáver, con un tiro en la frente, y las huellas de los neumáticos del coche del asesino, siempre se encontraba el vehículo averiado de la víctima.
Todos los comensales parecían conocer detalles y opinaban a voz de expertos sobre como habían sucedido las muertes. Incluso el del Impala había expuesto una interesante teoría al respecto; sólo el doctor no demostró particular interés, ni por el tema ni por su interlocutor.
Después de la sobremesa ambos viajantes se aprontaron a continuar su viaje.
El primero en salir fue el del Chévrolet a quien se le vio muy apurado, además de un tanto extraño y nervioso.
El doctor se demoró unos minutos más en salir, pero cuando lo hizo, demostró tener no menos prisa que el otro.
Una vez que los dos coches se perdieron de vista, más allá de la tapera vieja, el silencio volvió a adueñarse de la tarde pampeana.
Después de unos cuantos kilómetros, el viento despejó la asfixiante cortina de polvo levantada por el Chévrolet y fue ahí entonces cuando se le vio parado a un costado del camino, como esperando al Ford; todavía con el motor encendido.
Ibáñez acercó su coche hasta estacionarlo a la par del otro y bajando a medias la ventanilla, preguntó:
- ¿Lo puedo ayudar en algo, inspector?
-¡Si! lo estaba esperando - Dijo el inspector Varela.
En ese momento se escucharon sendos disparos. Un surtidor de espesa sangre manchó los vidrios de ambos coches y se mezclo con los restos de pintura verde sobre el guardabarros del Ford.
© Norberto Adrian Mondrik.
|