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El VENDEDOR DE LA PLAZA DE LA GLORIA

Conocí al Guatón Manco hace ya unos 5 años, una soleada mañana en la plaza de la Gloria, en V., ésa que tiene un monumento, más bien la fachada de una capilla, hecha por un imitador de Gaudí (¿o era una catedral pintada a acuarela vista en un sueño?). Tenía un negocio ambulante, uno de ésos carritos que parecen barcos y vendía golosinas y maní confitado. No eran, ni son, muy comunes en Europa, así que cuando le vi me pareció un anacronismo familiar. Le compré una bolsa y sin querer descubrimos que éramos compatriotas. Llevaba un delantal de cocina sucio y raído, unos enormes pantalones oscuros a cuadros y remendados entre las piernas, una gorra igual de sucia y unos lentes de ésos de policía de carretera gringo. Era moreno, con la piel llena de cicatrices de acné. Llevaba el guiñapo que era su mano izquierda envuelto en un pañuelo bordado, lo único limpio que tenía. Olía a sudor, a gato mojado, y a cebolla. Le faltaban varios dientes y se comía las eses, aparte de cierta manía que tenía de levantarse de su asiento, un pobre taburete de tres endebles patitas, (que de un momento a otro tragaría con su enorme trasero)y acercárseme, para mi disgusto, hablando muy bajo y mirando para todos lados como si temiera que alguien lo escuchara, a pesar de que estábamos solos en aquél lugar, a no ser por un anciano cojo, que mostraba sus várices a quien pasara, y un tipo que vendía diarios atrás de una estatua de una santa que yo en mi ateísmo furioso no conocía, (hace poco vine a saber que se trataba de una tal Santa Violeta, muy desconocida y que había defendido esta ciudad de los moros durante las invasiones Islámicas en el medioevo) y que el gordo se empeñaba en llamar enemigo, traidor y “muñequito del diablo”. A mí me pareció más peligrosa la estatua de la santa, por endeble, que el pobre vendedor que hasta ya se estaba quedando dormido y que tenía la cara roja por el alcohol de la noche anterior. A lo menos él, en aquél estado, ofrecía mejor mercadería que aquél obeso. Era una parodia de Buda, una copia mal hecha, un despojo humano o más bien un conjunto de despojos, tanto por su tamaño y por la ropa.
Me tendió un termo con café que rechacé, me podía echar a perder mi intento de pasar desapercibido como sudaca con resaca matutina que pretende encajar entre miles de europeos. Al rato, tras hablar de lo bonito que le parecía V., me miró y me dijo qué mal nos trata la vida. Yo lo miré, y todo su ser hacía juego con la frase. Comencé a preguntarle el porqué me decía aquello, cuando me interrumpió y me pidió que lo siguiese. Miró para todos lados, y a un trote realmente patético y risible, mezcla de Winee the Pooh con piglet, me condujo a una banca en la que se proyectaba la sombra de un árbol. Se sentó en ella, ocupando tres cuartos, sacó un chocolate de su carro, lo engulló en un par de mordiscos, me hizo sentarme, y tomó aire, como si estuviera nervioso o emocionado. Luego, con parsimonia, el Gordo hizo un gesto que no sé si fue sacarse algo de la nariz o santigiarse, y comenzó a hablar con su lengua de trapo y abundante baba. Por supuesto su historia está alterada por efectos de mi resaca y adicción a la marihuana. Extrañamente narraba mirando a la estatua de la Santa.

El Guatón se llamaba en realidad Álvaro Molanda Espinoza, había nacido en mi país y tenía más de treinta años. Hasta los 18 vivió con sus padres en un lugar bastante bueno, una casona muy acogedora en las afueras de la capital. Tenía un hermano mayor y una hermana 2 años menor, pero que había muerto pequeña. Iba a un colegio pagado y tenía buenas calificaciones. Dice que nunca la gordura le impidió hacer vida social, que le encantaban las fiestas, conversar animadamente y el trago. Bailar también, pero no podía hacerlo con regularidad por su peso. Era fanático del fútbol, pero no jugaba sino que pasaba los domingos viendo partidos por la tele. Solía frecuentar una biblioteca por seguir a una niña que le gustaba en la secundaria, no por su gusto por la lectura, bastante escueto. Ahí, según él, escribió, bajo el seudónimo de “Salvador Volantín”, sus primeros poemas, que aparecieron en una antología hecha por una universidad, pero prefirió no seguir escribiendo porque temía que su círculo de amistades lo supiera. El tema era evidente; gordura, soledad, desilusión y comida. Uno de los poemas que escribió en ése entonces (andaba con un cuadernillo negro, ajado y lleno de rayas, tapa dura) decía así: Cuando las montañas bajen,/ cuando la tierra se contraiga,/ cuando los árboles se endurezcan/ y nada tenga surcos,/ estaremos juntos encajados. La tierra y todo eso era su cuerpo, que tenía que enflaquecer y endurecerse para ser aceptado. Este tipo realmente tenía un problema de autoestima tremendo por aquellos años.
Luego de tanto tiempo intentando aceptarse, dio el primer paso hacia la libertad. La muerte de su madre y hermano mayor en un accidente de tránsito, además de un nuevo trauma para su ya maltratada existencia, reportó una fuerte suma de dinero a la familia Molanda, por lo que el Guatón pidió ir a España a estudiar ingeniería. Tenía buenas notas, a pesar de su tendencia a no estudiar; dominaba el español, como todo latinoamericano; sabía un poco de catalán y dos palabras en Vasco; y por los videojuegos, sabía bastante de computación.
En aquél lugar la vida le tenía reservado un brusco giro, no uno de vals, sino que uno frenético de salsa o de rumba. Entró a estudiar lo que quería a una universidad, la de B., donde vivió a su llegada al país, mas, con el pasar de los meses, que se hicieron casi dos años, se dio cuenta que aquello no era lo suyo. Su desinterés se hizo evidente, y la noticia y sus calificaciones le fueron hechas llegar a su padre, que las leyó sentado en una solitaria mesa con su joven novia que más tarde sería su segunda esposa. La respuesta no se hizo de esperar, y una mañana en que el Gordo iba saliendo de su habitación en la pensión que lo acogía, fue interceptado por un mensajero, de gorrito rojo y casaca con botones dorados, que tras entregarle un telegrama firmado con la grave firma de su padre, se quedó con la mano estirada. Allí se quedó esperando una propina que jamás llegó, pues el Gordo sólo tuvo ojos para el sobre amarillento con letras de máquina de escribir. Creyó que los telegramas no existían en el ocaso del el siglo XX, y menos los mensajeros. La carta, corta, concisa y precisa como una estocada certera, le dio de lleno en el orgullo. Debía regresar y decirle adiós a su mesada y al mundo que había logrado armar en aquél sitio.
El Gordo ya no era el mismo. Algo ardía en su pecho con la fuerza de un ciclón. Bueno, tal vez no tanto, pero lo suficiente para mandarle una respuesta muy poco caballerosa a su padre. Algo así como que tomara la carta que le enviaba, la enrollara y se la ensartase en cierto sitio bajo y posterior. Su padre respondió con un tremendo corte en su presupuesto. El Gordo mandó otra carta, pero esta vez la que debía introducirse la carta era la novia de su padre. El padre, inducido tal vez por el cariño que le tenía a su nueva conquista y probablemente seducido por los consejos susurrados suavemente al oído que la misma le daba, entre jadeos, mientras él la penetraba con frenesí debido a la misteriosa fuerza entregada por una minúscula píldora azul, entre sábanas de seda, ropa interior de encaje desgarrada a tirones y mordiscos, y perfume para mujer proveniente del país más mamón y supuestamente ultra romántico, Francia; recortó totalmente la mesada y el pago de la pensión, y le envió un sobre con un pasaje de avión inconvertible en dinero. A los pocos días recibió un sobre que contenía el pasaje, pero sucio y manchado de abundante excremento. Nunca más volvieron a verse ni hablarse.
Aquí el Gordo dijo algo así como que se imaginaba a su padre sentado en una mecedora, en el solar de la casa iluminada por el sol matutino, con un jugo de naranja en la mano, bata y pantuflas de conejito rosadas, pensando un momento en su hijo mientras escucha a su mujer chapoteando en la piscina. Luego le daban ganas de ir allá y mutilarlo. Yo me asusté cuando susurró lo último y entrecerró los ojos de puro rencor, pero me reconforté pensando en lo fácil que podía ser escapar corriendo de una rechoncha bestia enfurecida como él, aún en mi estado.
Luego, continuó. Las cosas no le fueron fáciles, la visa se le acabaría en unos meses y se convertiría en ilegal, por lo que tenía que conseguir dinero rápido para renovarla. Al menos eso pensaba él. Tras infructuosos intentos, portazos en la cara y humillaciones por su gordura, se dio cuenta que no conseguiría un trabajo digno con los estudios que tenía en la populosa y competitiva ciudad de B. De ayudante en una oficina logró trabajar perfectamente, pero los empleadores al verlo lo veían más como una carga que como una ayuda, y no pudo aguantar las vejaciones e insultos, como los que ponían en las paredes del retrete sobre su gordura. Sólo lograría sobrevivir en un trabajo bruto, pero era flojo y flácido. En otras palabras, estaba entre la espada y la pared. Decidió caminar hasta V., una ciudad más pequeña y con playas, donde creía conseguir empleo aprovechando la época de verano, donde el turismo alimentaría la ciudad unos meses. Pero, en el camino, a las afueras de V., agotado, hambriento y empapado por la garúa nocturna, encontró una mansión enorme que en realidad era una casa de reposo. A pesar del miedo de ser encontrado por la policía, se quedó dormido en una abandonada caseta de vigilancia, en la que apenas cabía, pero estaba seco, pensando en los siguientes pasos de su búsqueda de supervivencia y dignidad. Las luces de V. se veían esplendorosas, formando una pequeña mancha que rompía la oscuridad, como un faro de esperanza. Mirándolas, se quedó dormido al fin.

CUANDO despertó, un hombre alto y delgado, de unos sesenta años, seco y arrugado, le apuntaba con un oscuro punzón de medio metro de largo. Levántese gordito, le dijo, sin dejar de amenazarle. La verdad es que el Gordo en aquellos años era un poco más delgado que ahora, pero igual intimidaba con su porte y grosor. Intentó hablar con el anciano, pero éste lo condujo a pinchazos hasta la mansión, lo hizo subir las escaleras y lo dejó en una habitación muy amplia, donde había un escritorio enorme y un tipo de bigote le observaba atentamente desde él. El Gordo estaba a punto de llorar y rápidamente le explicó gimoteando y moqueando patéticamente su situación. El tipo ni se inmutó. De pronto, se bajó de la silla, de un salto, y se le acercó con rapidez. Era un enano, caminaba como pato y su cabeza era casi tan ancha como sus hombros. Le susurró un “sígame”, con un acento que el Gordo identificó como italiano o francés y lo llevó a otra habitación, escaleras abajo. Comenzaron a recorrer largos pasillos blancos, parecidos a los de un hospital. Médicos de albas batas caminaban de aquí para allá, portando blocs de notas. De vez en cuando, enfermeros musculosos pasaban pavoneándose y balanceándose con sus tremendas fisionomías. El enano abría, de improviso, una puerta, y le enseñaba el interior, donde distintos enfermos, todos dementes o con distintos tipos de retraso mental, le observaban con ojos de carnero. ¿Te gusta?, le susurró el enano, con una sonrisa que en su cara pareció una mueca horrible.
Así fue cómo consiguió trabajo y protección el Gordo, que en aquél tiempo aún no era manco. Al cabo de unos días, y conforme progresaba en sus tareas diarias, que eran limpiar los baños de la planta baja y trapear unos pasillos vestido con un oberol celeste, inevitablemente fue involucrándose con los enfermos, en parte para alejar la soledad de su voluntarioso destierro y por otro lado, creía poder conseguir información sobre mejores trabajos o cómo escapar de la policía cuando dejase de trabajar allí. Algunas veces conversaba largamente con éstos, sacando extrañas conclusiones o dejándose convencer por ellos. Poco a poco, tal vez, la locura que se respiraba en aquél lugar, debió pasar a la cabeza del Gordo, y comenzó a sentir que los locos eran los de batas blancas y, los sanos y cuerdos, los cuasi cadáveres u seres olvidados con los que hablaba.
Luego me di cuenta que por la descripción que el Gordo hacía, había ido a parar a una casa de reposo o un manicomio. Me habló de varios de los enfermos, ensalzando, supongo, las diferentes historias, o trenzándolas. Ahora pienso que tal vez las confundí yo. Habían casos extrañísimos, como un anciano que aseguraba haber estado con extraterrestres rubios y de vestidos plateados, los que le enseñaron a amar y solucionar problemas de fontanería en el lado oscuro de la luna; una tarotista de 30 años que, según ella, había predicho la caída de las torres gemelas y el fin del mundo; un niño que podía haber sido un genio, pero que las matemáticas y su violín atraparon y sólo vivía para tocarlo y hacer ejercicios aritméticos muy complicados (el Gordo, aún con sus dos años de estudios de Ingeniería le costaba hacerlos); un hombre que gustaba de hacer escalofriantes dibujos en las paredes, como gigantescos órganos humanos destrozados y fetos torturados, que se había cortado la lengua con los dientes y otro, un negro gigantesco que sufría de acromelagia, con quien el Gordo jugaba videojuegos y conversaba de computación, pero con ligeras desviaciones, de seguro debidas a la bipolaridad de aquél señor y por último, una niña de 14 años que dibujaba flores que casi parecían de verdad, con ultrarrealismo.
Ésta última era con la que más solía hablar el Gordo. Tenía el cabello corto y desordenado, como si se lo hubieran cortado a navajazos, la piel blanca y los ojos verdes. Parecía mayor y su cuerpo era, según el Gordo, “como las calas al sol del mediodía”, y hablaba, por lo común, de flores que le gustaban. Tenía varios libros con ilustraciones o fotos de flores, y en un par de ocasiones, este obeso, poniéndose en riesgo,(si lo agarraba un policía y le pedía los documentos lo mandarían de vuelta a su país) fue hasta V. caminando y le compró algunos libros de jardinería. El Gordo aprendió con ella los nombres de las flores de buena parte del mundo y solía llevarle el almuerzo y comer con ella. La joven se llamaba Natalie y era francesa, de padres desconocidos y con muy pocos deseos de comunicarse con la gente, a excepción de él, pues era el único con la habilidad de hablarle y obtener de ella respuestas coherentes. Cuando ella le contaba acerca de las rosas que cultivaba en su jardín, casi parecía normal, a no ser por cierta mirada, como de buscando aprobación, con la que terminaba cada frase. A veces no comía en varios días, y se dedicaba a dibujar con ahínco, mas, a menudo, a pesar del esfuerzo que representaba hacer uno de tales dibujos, pues podía demorar días, rasgaba la hoja como si nada, aún si estaba a punto de terminar. El Gordo recogía los pedazos de tales arranques de furia y los archivaba. Solía mostrárselos, pero Natalie no los reconocía como suyos.
Lo peor de conocerla eran las noches de algunos miércoles. El Gordo al comienzo, dormía en el subterráneo de aquél lugar, entre unos archivadores que llegaban hasta el techo, pero luego fue enviado a una habitación pegada a la de Natalie. Allí pensó en que hasta podría visitarla algunas noches y hablar con ella hasta el amanecer, pero jamás se le ocurrió lo que en realidad sucedería. El enano, especie de administrador y al parecer, jefe absoluto del lugar, ser asqueroso que “parecía un ratón de alcantarilla”, solía entrar a la habitación de la niña algunas noches, sobretodo los miércoles, y entre palabras de apoyo, falsas promesas y susurros indescifrables, procedía a violarla. La primera vez el Gordo se levantó, pero descubrió estar encerrado, la cerradura tenía la llave puesta. A la mañana siguiente, el enano, que tenía un nombre italiano o algo así, le habló y le dijo que su silencio le convenía a ambos, que si le acusaba o se enteraba de que planeaba algo, bastaría una llamada suya para que fuera deportado. O sencillamente “silenciado”. “¿Me entendiste, gordito?”, le dijo al final, y como vio que el Gordo asentía, le dio un par de cariñosas palmaditas en las mejillas estirando a lo máximo su ratonil cuerpo.
Así fue como tuvo que aguantar las noches en vela. Entre los gritos de Natalie, que poco a poco, iban desfalleciendo hasta llegar a un llanto amargo y sordo, que repercutía en las paredes hasta llegar a sus oídos, y los movimientos del muro, que, como estaba pegado a la cama donde tales actos ocurrían, se movía rítmicamente con los bufidos del enano. El llanto amargo llenaba los ojos del Gordo y la impotencia crecía con cada nueva incursión nocturna de su jefe, verdaderas pesadillas despierto. Llegaba a morder las sábanas de rabia cada vez que sentía los libidinosos pasos en puntillas del malnacido y asqueroso ser que, rastrero y cínico, entraba con sus susurros melosos en la habitación de la pequeña Natalie.
Intentó infructuosamente hablar con ella al respecto, pero ésta tenía algún trastorno de la memoria, o su sistema de protección frente al abuso era el olvido sistemático e instantáneo. “Tenía memoria de gato”, dijo. Simplemente lo ignoraba mirando por la ventana, poniéndose a dibujar o cambiando el tema; “¿viste como me quedó esta margarita que hice el otro día?”. Nunca le contestó algo al respecto y ni siquiera se refería al enano con rencor, hacía como si no lo conociera.
Otra cosa le parecía extraña. Habían días en que una ambulancia llegaba y se llevaba a uno o varios enfermos, y éstos no regresaban jamás, sino que llegaban otros. Averiguando, descubrió que el sanatorio era una pantalla para el tráfico de enfermos mentales. Pero, ¿para qué traficar enfermos mentales?. La razón de todo se la contó el portero, el anciano que lo había amenazado con el punzón en la caseta, una noche en la que, provisto de una botella de aguardiente, lo emborrachó e interrogó. El viejo lo soltó todo y el licor resultó más efectivo que un elíxir de la verdad, a pesar de la dificultad para entenderle algunas palabras. El sanatorio compraba enfermos a otras clínicas, la mayoría de África del norte o de Europa oriental, a bajo precio, luego, los ofrecía como animales a millonarios o a prostíbulos. O inclusive a fábricas textiles, donde un operario que no reclame por sus derechos y acate los maltratos es bien recibido. O como mayordomos, porteros, esclavos sexuales para orgías, estibadores, etc. Las ganancias eran increíbles y se trataba de un excelente negocio patrocinado por distintas mafias, como la rusa, la rumana y la italiana. Incluso hasta el mismísimo Vaticano y la realeza europea estaban enterados de tal comercio y lo aprobaban. El Gordo quedó helado. ¡Así que la bella Natalie podía terminar en una mansión, para ser violada diariamente por un millonario excéntrico o en un burdel!. La telaraña del enano italiano no tenía por donde ser atrapada, pagaba al gobierno sus impuestos puntualmente, tenía amigos poderosos como políticos, empresarios y religiosos y se caracterizaba por ser un manicomio modelo para la región. Con el tiempo, al ver que era poco lo que podía hacer en su actual situación, y como veía la depresión o el suicidio como un mal muy cercano, decidió marcharse. La pena se agolpaba en él, así que pidió permiso al enano para irse de ese lugar, y tras una solemne promesa de no contar nada, le fue permitido largarse. No pudo llevarse con él a Natalie, y con eso, la condenó a seguir siendo usada por el enano, que no perdía noche de miércoles para violarla. El Gordo se fue entre lágrimas y terminó viviendo entre los tachos de basura de un callejón y las voces incultas de los que allí vivían.
El callejón aledaño a la calle de las furias, en el barrio, contradictoriamente llamado “Esperanza”, en V., se convirtió en su hogar. Allí, entre cartones y colchas muy livianas para el invierno, el Gordo se instaló. Solía llorar de rabia, y caminar por las noches volcando a patadas los tachos de basura. A pesar de lo poco que comía, no adelgazaba casi nada, como si estuviese condenado a ser una bola de sebo de por vida.
Pero aún en las peores condiciones, siempre sale el sol. Aunque a veces sale de extrañas formas. Una noche cualquiera, mientras el Gordo compartía su búsqueda de alimentos con otros vagabundos, bromeando y charlando animadamente, como si de un paseo se tratase, un grito los sorprendió. Corriendo, pues en las calles, frente al peligro, todos se unían para vencer, llegaron al lugar desde donde, como una alarma, provenían los gritos, en un sitio llamado “el subterráneo”, pues un puente y un paso bajo nivel en construcción desde hace años, lo dejaban en tinieblas, ideales para esconderse en casos como una repentina aparición de la policía o un ajuste de cuentas entre narcotraficantes. Un grupo de skinheads, rapados y armados de bates, palos y estacas, golpeaban a unas prostitutas. Las tenían en el suelo, y las pateaban, escupían e insultaban sin piedad alguna. El Gordo se abalanzó sobre ellos seguido de los otros, y tras una corta, pero sangrienta refriega, lograron que los nazis se retiraran. Ayudaron a llevar a las prostitutas a la posta de V., rápidamente, por si volvían los vencidos. Entre las mujeres habían varios transexuales, e incluso niños. El Gordo estaba asombrado de encontrar gente tan joven dedicada a tales actividades. “Es que una cosa es saber que la prostitución infantil existe y otra distinta es vivirla”, me dijo, apesadumbrado. La noche terminó con las putas muy agradecidas, prometiendo visitarlos en el barrio de las furias. Para ellos fue una noche larga, pues debieron volver a buscar comida al amanecer, temerosos de un nuevo enfrentamiento.
Días después las prostitutas les llevaron comida, cigarrillos y varias damajuanas llenas de vino. Todo terminó, hacia la madrugada, en una orgía colectiva en la que nadie se quedó sin su parte, a excepción del Gordo y varios niños, que atónitos e inocentes observaban el espectáculo. El Gordo se retiró hacia un puente abandonado que las hacía de techo cuando llovía, provisto de una generosa cantidad de vino y con las lágrimas preparadas para beber y olvidar con tragos amargos su pasado. Cuando comenzaba a embriagarse, apareció una de las putas a hacerle compañía. Se llamaba Jeanne, aunque su verdadero nombre era Rodolfo F. Alto, delgado, espigado, operado por doquier, en resumen, toda una mujer con un leve aire de masculinidad. Pero apenas una brisa, mejor dicho. Se quedó con él, y a la mañana siguiente, el Gordo, con el culo adolorido, se levantó para darse cuenta de que no recordaba nada de lo sucedido la noche anterior. Mareado aún, salió de su cubil de cartones para encontrar a Jeanne, que le estaba preparando, como desayuno, unos huevos en una fogata. Después de beber un litro de agua mineral, comprendió todo.
A pesar de los dolores al sentarse, la vida comenzó a sonreírle, aunque de manera extraña. Se fue a vivir con Jeanne en un piso que “ella” tenía cerca, en los suburbios de V. Las calles eran enredadísimas, fruto de los distintos alcaldes y sus planes de expansión de la ciudad. Allí, el Gordo inició una nueva vida como el “hombre” de Jeanne. Consiguió trabajo en una oficina, como ayudante de redacción, y con el dinero que hacían entre los dos, tenían una vida bastante cómoda. Pero al Gordo no le gustaba mucho recibir la pasión de Jeanne, ni tampoco le agradaba darle de la suya, pero prefería esta última práctica para ponerse en el papel de dominador y no usar el papel higiénico para limpiarse cierta zona que le dolería al ver una silla. En el fondo, seguía siendo heterosexual, nunca había sentido deseos homosexuales ni nada por el estilo, sino que se aprovechaba de la situación para elevar su nivel de vida, buscar la manera de establecerse y comenzar una vida digna. Sin embargo, no podía evitar que su conciencia lo reprochase por pensar así al sentir que abusaba de la generosidad y sinceridad de su “pareja”.
Un día, cuando llevaba más de dos meses viviendo con ella, Jeanne no llegó a la hora que acostumbraba, al mediodía. El Gordo se extrañó bastante, pues el transformista gustaba de preparar el almuerzo y contarle sus peripecias nocturnas. Tampoco llegó a la noche siguiente, sino que en la mañana. Cuando iba a abrirle la puerta, El Gordo estaba preparado para armar un gran escándalo, y aprovechar esa situación para largarse de ahí, con fingido despecho, pero, cuando atrajo hacia sí la hoja de la puerta, no creyó al principio en lo que veía. Era ver una caricatura de Jeanne hecha por Picasso o Miró. La habían golpeado, pero con una crueldad inconcebible, con ganas de matarla, pero dejándola viva. Un cadáver andante. Tenía los ojos amoratados, negros los labios, hinchados de dolor; las manos, los brazos, el cuello, toda su piel ennegrecida por los moretones y un par de quemaduras de cigarrillo en un hombro. En el cuello y en el pecho, sangre seca proveniente de la boca y la nariz. Incluso le faltaba una uña en la mano. Lloraba y moqueaba, como una niña, y susurró un débil “ayúdame”. El Gordo la abrazó y se echó a llorar.
¿Qué más podía hacer? ¿Irme y dejarlo así?, me dijo el Gordo, con los ojos brillosos. Era comprensible, en realidad, más que su amante, era su amigo, alguien con quien podía conversar durante horas, alguien de quien estaba preocupado y que sabía que se preocupaba por él. El Gordo continuó su relato, tras sacar una oblea chocolatada y devorarla.
Fueron días de mucha tristeza. Compraba los remedios, curaba sus heridas, lo cosió donde había que coser, era un médico sin haber estudiado jamás medicina. Incluso Jeanne tenía un desgarro anal, fruto de las violaciones que recibió. Confuso, El gordo intentaba hacerle recordar, que le narrara quién le hizo eso, pero el transformista lo miraba, se mordía los labios, meneaba la cabeza, lloraba, pero ni una palabra decía. Era como cuando intentaba convencer a Natalie de que abandonara el manicomio.
Volvió a llorar por las noches, se sentía atrapado en una celda, rodeado de una oscuridad densa, brea pura, impotente, sin poder vengar a su amigo o denunciar a los que lo hicieron a la justicia. No, no podía denunciarlos, le preguntarían cosas, qué de dónde viene, si es ciudadano, y se darían cuenta de su condición de ilegal y lo sacarían del país y ya nadie cuidaría de Jeanne. También éste lloraba en las noches o tenía pesadillas y chillaba que no le pegasen, que basta, que sólo soy un maricón, dejadme en paz, hijos de puta. El Gordo se levantaba, se sentaba a su lado y lagrimeaba en silencio, secándole de vez en cuando el sudor de la frente.
Un día en que Jeanne ya estaba un poco mejor, decidió aprovechar la siesta que solía hacer los domingos para recopilar información. Sabía que sería difícil, y que los que lo habían hecho podían estarle vigilando, sabía que ya habían pasado casi dos semanas desde la paliza de Jeanne, pero el Gordo no era un cobarde ni un desagradecido. Partió con las prostitutas amigas de su amigo, y poco consiguió. La mayoría ni sabía, o más bien, hacían como que no sabían. Bastaba con verles los ojos, los gestos, eran como pequeños destellos, luces que ocultan la verdad, un silencio con el que buscaban protegerse. Poco iba a exigirles el Gordo. Era comprensible, estas mujeres sabían que, en las calles, sus vidas penden de un hilo, y que en cualquier momento pueden ser violadas, golpeadas, asaltadas o asesinadas. Viven con el miedo en los ojos, pero son excelentes fingiendo. Así como ríen en cualquier ocasión, asimismo lanzan gemidos ensayados en el baño cuando hacen su trabajo.
Luego les tocó el turno a los otros transformistas. Juan Carlos (Samanta) no sabía nada. Que hace tiempo que ya no trabajaba con Jeanne, que se había puesto desagradable desde que vivía con el Gordo, que no quería problemas con nadie y que ya lo veía venir, porque Jeanne andaba muy descuidada y se andaba metiendo en barrios de otras chicas.
La Flaca Cindy, (Augusto Ugarte) rubia platinada, con pómulos marcados por su adicción a la marihuana y operada del busto y del trasero, no tenía mucho que decir. Era la única puta transformista culta, y en su bolso siempre se podía encontrar algunos libros, principalmente de marxismo o de política, o panfletos de agrupaciones de izquierda radical que ella se encargaba de repartir por los barrios. Tenía un discurso lleno de palabras típicas de un político de izquierda y siempre andaba con sus ideas de establecer contacto con otros grupos de travestis españoles para poder crear una organización que les permitiese luchar por una legislación que solucionase sus problemas, ideas que al Gordo siempre le parecieron utópicas y sin sentido. Cindy le dijo que Jeanne era muy tranquila y que se había extrañado mucho de lo sucedido, que este caso era uno de los riesgos que se corrían en esta profesión y que era una agresión que debía ser tomada como un llamado de atención para lograr la integración de un movimiento social transformista, unificándose con las compañeras lesbianas y los enfermos de SIDA insertos en la sociedad y se largó en un discurso que al Gordo poco y nada le interesaba.
Paula, (Rodrigo Velásquez) fue la que más extrañeza le causó y se convirtió en la primera de una larga lista que el Gordo denominó como “las silenciadas”, que eran las que al hablar se contradecían, se ponían nerviosas o le hacían notar su disgusto, disfrazando su temor. Paula fue la que comenzó con las evasivas que se convertirían, como si lo hubieran acordado entre todas, en la maniobra típica de las interrogadas. La gran mayoría, por desgracia, pertenecía a este conjunto, y fueron las causantes de que el Gordo decidiera cambiar de estrategia.
El Gordo no hallaba cómo comunicarse con éstos seres. Bueno, todos se parecían un poco a Jeanne, pero cada uno era un mal intento de travesti. Jeanne era el único que se podía decir más mujer que hombre, tanto física como psicológicamente. Que algunos tenían pelos en la cara o en los sobacos, que otros tenían la voz muy ronca, otros hablaban de fútbol o de películas de acción o simplemente no eran femeninas y eran extraños esperpentos híbridos. “Un travesti es un caracol, tanto por ser hermafrodita como por esconder su verdadera apariencia bajo un caparazón, una dura coraza de mentira, engaño, silicona, perfume y depilaciones. En lugar de babear, dejan regueros de lágrimas y sangre por donde pasan” susurró el Gordo, mirando al suelo, como si recitara. No me quedó otra más que reconocer lo que decía.
Cuando la investigación del Gordo llevaba una semana, y Jeanne mostraba paulatinamente mejoras en su ánimo, la flaca Cindy se le acercó mientras oteaba el enrojecido horizonte de la ciudad de madrugada. Fumaba con boquilla, llevaba un pequeño bolso metálico, y sus morenas piernas se exhibían en toda su longitud gracias a una minifalda cortísima. Le rozó un codo con sus dedos, demasiado anchos como para parecer de mujer. Se puso a sus espaldas, y con una voz bífida, le susurró al oído: “No sigas averiguando, que te van a matar. Déjalo así y olvídate del asunto, tío, que la deuda de Jeanne ya está saldada”. La palabra matar le sonó como un insulto, no tuvo miedo, sino rabia por lo que consideraba una amenaza sin fundamentos. ¿Quién iba a matarle, a él, que había visto el infierno de la calle cara a cara y se había burlado? El Gordo iba a agarrarla, cuando vio tres sombras, tres abrigos, tres seres que pertenecían a la raza de animales nocturnos de los que en aquellos barrios se hablaba en secreto, por miedo a que alguien oyese, protagonistas de las historias que hacían palidecer y querer desertar de su condición de pariäh a putas y travestis. Los cafiches, los proxenetas, los cuidadores, los perros, los guardianes, los machos, mil nombres tenían según el lugar, verdaderos dueños por derecho y de hecho del negocio de placer y dinero que la noche amparaba.
Le explicaron lo de Jeanne, para que “dejase de hurgar en asuntos que no lo comprometían”. El Gordo temblaba de pura rabia mientras oía ésas palabras que caían de bocas que no se veían en la oscuridad, y las recibía como puñaladas en su orgullo. Eran tres voces. Las tres se completaban entre sí, lo que una comenzaba, la otra lo terminaba.
“Jeanne sólo tuvo mala suerte. Se metió donde no debía. Uno de nuestros chicos se encontraba conversando un precio con un cliente. Hasta allí, todo estaba bien. Pero Jeanne pasó por allí. Tal vez no tan sólo pasó, más bien se metió allí. Como es bella para ser un travesti, nuestro cliente, al verla pasar, la pidió. El travesti le dijo que no pertenecía a su gremio. Intentó detenerle, entre maricones se protegen, ¿ves?. Pero el viejo califa simplemente fue y la contrató. Y te hablamos de un buen cliente, lleno de dinero. Tal vez le hayas visto en televisión. He allí el error de tu amigo, estar donde no debía. Craso error. Horrible. Agradece que no murió. Y nuestras reglas son simples. Simplísimas. Hay territorios libres para el comercio independiente. Desde hace tiempo. Pero los mejores barrios son nuestros. Y lo seguirán siendo. ¿Entiendes?”
No dijo nada. La verdad era una luz simple y suave aquella noche. Su silencio pareció agradar a esos seres sombríos. Los escuchó irse, en medio de carcajadas y palmadas en la espalda, y cada paso que daban aumentaba su ira, llevándole a tramar de inmediato una maraña de pensamientos, en los que la idea de la venganza se repetía una y otra vez.
Los días transcurrían y Jeanne volvió a salir; necesitaban dinero después de todo, y ya habían conversado varias veces el tema de retirarse a vivir a otro sitio más decente y donde, tras una operación de cambio de sexo, pudieran vivir como una pareja “normal”. Era Jeanne la que llevaba esa idea, no El gordo, que, en su interior, se sentía mal viviendo con este ser que era algo que no era, y cada día pasaba más tiempo pensando en el balcón que con su compañero. Ya no tenían relaciones, a pesar de que Jeanne ya no tenía ni un vendaje y insistía en estar preparada para volver a tenerlas. Lo único cierto estaba en la grasienta mente del Gordo, en forma de un pensamiento. Se trataba de la imagen de una niña sentada en una cama, iluminada por un rayo de sol que se confundía con su piel y hacía brillar su corta cabellera negra, mientras sus delicadas manos, laboriosas, dibujaban con un lápiz formas ininteligibles al principio, que terminaban convirtiéndose en las más puras imágenes de flores nunca vistas. El brillo del sol en sus ojos verdes. Natalie, simplemente Natalie. Un nombre que resbala en la boca, que se disipa, frágil como un silencio, como un sueño o una utopía. Un nombre que resonaba en su cabeza en todas partes, al ver algo blanco o brillante, al sentir una brisa refrescante, al ver las flores de los maceteros de los balcones o al lado de los caminos, y sobretodo, al ver el mar. Porque era el mar la esperanza. Huir, escapar, volar rumbo a América, otro nombre, otra realidad, un lugar donde un hombre y una niña podrían perderse fácilmente, en algún pueblo olvidado de Centroamérica, entre selva, color y río.
El corazón del Gordo no latía entre las sábanas al dormir con ese cuerpo de mujer con órganos sexuales de hombre, lo había dejado olvidado aquél día en que se marchó del sanatorio, y ahora sólo recordaba.

Era noche cerrada cuando el Gordo decidió buscar a Natalie. Jeanne había ido de visita a la casa de sus padres y se ausentaría varios días. Caminó y caminó, y el alba lo sorprendió en la carretera que llevaba al sanatorio, cerca de V. La loma que lo ocultaba desapareció debido a sus pasos empujados por la emoción, y el blanco de la estructura en medio del verde le pareció una paloma posada en una llanura. Recordó cada entrada, cada hueco en la reja, cada lugar por donde se podía eludir la seguridad del lugar, por su mente pasaron pasillos subterráneos eternos y una entrada en el patio posterior, entre unos árboles. También, fugaz, pasó el miedo de recordar que había escuchado a alguien antes de irse hablando sobre una remodelación de tales pasillos. Un escalofrío, y luego puso su mole en marcha.
No le fue difícil entrar. Simplemente derribó una reja oxidada en el gran patio trasero, y recorrió la distancia que lo separaba hasta la entrada al subterráneo ente unos arbustos. No puedo evitar imaginar lo cómico de la escena de ver a una pelota de playa enorme jurando pasar inadvertida escondida entre unas ramas raquíticas. Tras varios cortes y laceraciones, sus manos sujetaron una manilla y luego ya estaba en la oscuridad del subterráneo. No necesitaba más luz que la de una linterna de bolsillo que llevaba. Tales pasillos habían sido su hogar durante un tiempo, y en ellos era una rata más. Calculó que debía de estar cerca del sector de los enfermos gracias a algunos gritos que oyó. No escuchó ninguno que recordase, y ello le alarmó. “ los vendieron a todos, los mataron” pensó un momento mientras su linterna titilaba en la oscuridad. Comprendió que era una locura aparecer de día en los pasillos, y decidió aguardar a que oscureciera, tapándose con unos sacos vacíos y arrinconándose.
Pasó el día sin comer más que una barra de chocolate que llevaba en un bolsillo. Durmió bastante, y cuando dieron las doce de la noche, decidió salir de su escondrijo. Había estado pensando, y se dio cuenta que era mucho más fácil buscar la ficha médica de Natalie que aventurarse en la oscuridad guiándose por sus recuerdos, que no le serían muy útiles si la habían cambiado a otro pabellón o si éstos habían sido remodelados. Además en la ficha saldría dónde ubicarla o si la trasladaron. Recorrió un par de pasillos, sigiloso, hasta encontrar una pequeña sala llena de archivadores, donde, en un proceso artesanal para la época, aún se seguían haciendo las carpetas a mano en lugar de usar computadoras. De seguro lo hacían así porque luego les era más fácil el destruir la información de los enfermos al hacerlos desaparecer.
Luego de un rato de desesperación por no hallarla, encontró la ficha. Qué alivio sintió, al menos parecía estar en el sanatorio y no en casa de un millonario pedófilo, y su pabellón estaba bastante cerca de donde se encontraba. Volvió a sumergirse en las sombras como un besugo en un lodazal y así se encontró frente a una puerta cuyo número no recuerda pero era uno entre el 2600 y el 3000, con una cifra repetida tres veces. Abrió la puerta y fue como volver atrás dos años. Caminó en dirección a una cama que albergaba un bulto entre sus albas sábanas iluminadas por la luna. Allí estaba, fresca, crecida su cabellera, tan negra como el luto más maldito, con su blanca cara de niña agudizada por el pasar de los años y durmiendo profundamente. En el suelo, un par de dibujos de flores, ya no ultrarealistas, sino que pasando al surrealismo, pues entre lo que parecían ser pétalos de rosa se podían apreciar siluetas de niños jugando a la ronda, parejas besándose y largas colas de gente. El Gordo se sentó al lado de ella y la acarició, y tras un rato, Natalie despertó entre gruñidos. Al comienzo se asustó, y el Gordo se dio cuenta que se jugaba el pellejo por una niña y que en ese momento, si ella gritaba, todo para él estaría terminado, lo acusarían de acoso sexual, no podría dar ni una excusa, se sabría que era un ilegal y lo deportarían o lo encarcelarían. Por suerte, los ojos negros de la niña lo miraron con extrañeza después del miedo, y así su mirada se transformó en una de sorpresa y de júbilo. Se sentó en la cama, y ladeando la cabeza como antaño, susurró ¿Álvaro? Y al Gordo casi se le sale el corazón de dicha.
Luego de un abrazo y un beso en la mejilla, venía la parte más complicada. Explicarle una situación a una esquizofrénica bipolar con tendencia al autismo y que según algunos también era índigo, resulta complicado. Aunque sea de peligro, la ven como un juego o simplemente no les interesa, pero nuestro héroe no por nada estuvo varios meses trabajando en aquél lugar y por gordo que sea, no es un estúpido, así que aplicó lo mejor de su sicología y, con algunos remanentes de cuento de hadas, armó una historia con el suficiente poder de coerción como para que Natalie sonriera y aplaudiera emocionada con lo que su amigo prometía si escapaban del sanatorio. Aparte que afuera habían flores frescas para dibujar y también, según dijo, ella deseaba fervientemente encontrar a su hermano menor. Esto lo dijo sin ningún asomo de locura, por lo que al Gordo le pareció que, o bien en realidad se trabajaba con los enfermos en el sanatorio o que esta niña saltaba de fantasiosos estados de locura a una cordura demasiado real y sorprendente. Aparte que ella nunca había mencionado que tenía un hermano. El Gordo la tomó en brazos y se la llevó en vilo.
No tuvieron ni un problema para salir, y al cabo de unos minutos, ya estaban caminando por el borde de la carretera, atentos a esconderse si aparecía un vehículo, y después de un par de fatigosas y largas horas caminando, la mano del Gordo sujetaba un manojo de llaves para hacer girar la cerradura y abrir la puerta del departamento en que vivía con Jeanne. Desayunaron de buena gana y luego Natalie, sin pudor alguno, se desnudó y se dirigió al baño, donde, sin importarle que el Gordo la observara, se dio una larga ducha. El Gordo estaba impresionado con su belleza y miraba cautivado cómo el agua recorría su cuerpo. Tras secarse y vestirse con ropas que a Jeanne le quedaban pequeñas, la niña le explicó que ya no se sentía tan loca como estaba hace dos años, que el confinamiento y la soledad la habían hecho progresar y que sí, estaba segura de tener un hermano perdido en algún lugar del país. El Gordo le dijo que aún recelaba de su cordura, y que lo mejor era que se quedaran. Luego se sinceró con ella y le relató su historia desde que salió del manicomio, el cómo había conocido a Jeanne y entre los dos tramaron una historia para que ésta no se enfadase.
Fueron tres días hermosos, rayando en lo irreal. Salían temprano, para que nadie los viese, y recorrían los cafés y bibliotecas de V., conversando sin parar y contemplando los pequeños detalles de los edificios y estatuas, que Natalie veía sin problemas. La chica tenía una forma de ver las cosas tan caótica, tan subjetiva, era una artista en potencia. Todo con ella cobraba nuevos significados, todo era algo más que lo que se veía, era capaz de encontrar en lo cotidiano lo que pocos percibirían
Cuando Jeanne llegó, el gordo comenzó a hablarle suavemente, meloso, y cariñoso como la serpiente del jardín del edén, luego hizo entrar a Natalie, la presentó como una sobrina en segundo grado o algo así y luego, mientras su compañera dudaba de la veracidad de las palabras de su pareja, lanzó una broma y así fue como aprovechó el desconcierto para que el travesti aceptase a la pequeña en la casa. Y así quedaron tres donde antes sólo habían dos.
Luego comenzaron los inconvenientes. Jeanne un día le reprochó que mirara a Natalie con ojos de deseo, y el Gordo, para que no siguiera molestando, simplemente le hizo el amor varias veces aquella noche para que no le quedasen dudas sobre su fidelidad. Las cosas marchaban bien, Jeanne había encontrado alguien a quien, en cierta manera, podía imitar para parecer más “femenino” en su vida diaria, Natalie llevaba dinero a la casa vendiendo algunos de sus dibujos en la plaza de la Gloria, El Gordo aprendía más de su oficio en la oficina como ayudante de redacción y acababa de cumplir tres años en España, sólo le faltaban dos para poder reclamar la carta de nacionalización y vivir tranquilo y buscar un empleo decente, aunque no le iba del todo mal en la oficina.
Hasta antes del accidente de Jeanne, el trabajo del Gordo consistía sólo en llevar montones de hojas de un lado para otro en la oficina, dejar sobres en el correo, comprar café, sándwichs o cigarrillos según se lo pidieran los empleados del lugar e incluso, limpiar autos o lustrar zapatos o trapear el baño si es que alguien se lo pedía. Pero tras el accidente, El Gordo necesitaba más dinero, pues él aportaba sólo un tercio de lo que Jeanne ponía para los gastos en el departamento. Así fue como conoció a Raúl Zubizarrieta, el jefe del departamento de bienestar de la compañía. Grande, corpachón, y generoso como un buen samaritano, era el primero en llegar a la oficina, saludaba a todos de un generoso apretón y repartía besos en las mejillas como una metralleta enloquecida entre las secretarias del lugar. Solía dar grandes palmadas en la espalda con sus manotas, que más parecían de minero o levantador de pesas que de un inocente contador tras un escritorio. Sus lentes y su calvicie le daban un aire ridículo, pero su simpatía y carácter demostraban su capacidad y fortaleza en el puesto. No tenía ni un prejuicio contra nadie ni nada, se definía como “liberalísimo”, era divorciado dos veces y casado tres y solía hablar de las bondades del sistema liberal, el consumismo, la economía de mercado, el libre comercio y la libertad de expresión, afirmaba que debería enseñarse en los colegios a manejar automóviles, jugar fútbol, usar computadores, escribir poesía y a tener buenas relaciones sexuales en lugar de todas las estupideces, como la química y las reglas de acentuación, que simplemente, sólo constituían obstáculos para el desarrollo del ser humano. Pero a pesar de tales declaraciones, siempre salía bien parado, pues conocía las reglas de la compostura y recato, por lo que jamás se le iba a ocurrir hacer comentarios muy radicales en frente de alguien susceptible. El Gordo era alguien fácilmente impresionable, o por lo menos, el señor Zubizarrieta lograba tal impresión en él, que no podía evitar el dejarse encantar por aquella verborrea y quedarse pegado escuchándole. Fue con él con quien habló para saber si podía hacer algo más en la empresa y fue él quien lo encomendó como su asistente personal, con un jugoso aumento de sueldo que dejó sorprendido al Gordo y del cual nadie sabía nada. “Sólo es una salida de dinero más, créeme, nadie nota pequeñeces como éstas en los presupuestos finales”, le dijo cuando el Gordo, en un asomo de nobleza, le reclamó por lo alto de su sueldo. Ahora ganaba tres veces más, y hacía la mitad del trabajo. Sólo debía redactar cartas, hacer pequeños presupuestos y socorrer a su jefe cuando éste sufría “calores en le bajo vientre”, lo que lo obligaba a buscar en los diarios números de prostitutas y, tras contactarlas, notificárselo para que su jefe las “usase”. De común acuerdo, el Gordo aprovechaba de conseguir pequeños favores en su barrio, un hervidero de trabajadoras sexuales y travestis, hablándoles a ellas para que atendiesen los extraños pedidos de su superior. “Hoy quiero una mujer mayor que yo”, y allí iba el Gordo a contactar a las putas tristes que ya nadie quería porque sus mejores años ya habían pasado, “Necesito una mujer trigueña, de ojos azules y gran sonrisa”, o “quiero una niña, de catorce o quince años”, y el Gordo, apartando sus valores y su asco en pos de su supervivencia, recorría las sucias calles de lo peor de la ciudad para no dejar a su jefe de apetito sexual exacerbado, insatisfecho. De más está decir que según lo que él dijo, las prostitutas se lo agradecían de las más diversas formas; algunas se le ofrecían para “lo que quisieras”, otras le dejaban comisiones en su buzón, y hasta, las más jóvenes e inocentes en el negocio, le iban a dejar a su casa pasteles y dulces.
Jeanne no se percataba de tales negocios, y cuando el Gordo le contó, ella le dijo que el día que su jefe necesitara un travestí, ya sabía a quien llamar. Aquí es donde se produjo un pequeño quiebre en su relación debido a este indebido uso de palabras de parte de su pareja. Entre ellos existía el trato de no referirse a ninguna experiencia sexual anterior, y en el caso de “ella”, a que ésta no narrase sus aventuras con mucho lujo de detalles. Temo que éste es el momento en que el Gordo se dio cuenta de algo: que los años en compañía de ese ser al que tanto despreciaba en su subconsciente, en realidad habían dejado su huella, y tuvo que reconocer, que un ofrecimiento como ése, en plena mesa, lo había tocado. ¿sería que, a pesar de toda su voluntad por no mezclar sus sentimientos con su relación, a fin de cuentas, se hallaba enamorado de un ser híbrido, una alienación a su gusto?.
La noche después de esas pequeñas palabras, cuando Jeanne ya acababa de salir en busca de sustento, el Gordo salió al balcón del departamento, y con un poco de esfuerzo, subió al techo. Natalie aún no llegaba, pero no estaba preocupado por ella, sabía que estaba de novia con un supuesto artista que también trabajaba en la plaza. Esa noche, solo y contrariado, el Gordo supo que algo estaba mal, que en su pecho había algo lastimado, y entre las luces de la ciudad y la botella de licor que consiguió en una botillería, pensó, lloró, vomitó y hasta cantó su desdicha. Natalie lo encontró cuando estaba entrando por el balcón, entre suspiros y tropiezos. Ella ya no tenía ni un pelo de locura, y con unos meses fuera del sanatorio, ya daba señas de estar completamente repuesta de su antiguo mal. Se sentó con él y el Gordo, y tal vez esto sea lo mejor que este ser tenga, el reconocer que cuando las cosas van mal es bueno desahogarse con alguien, le narró el cómo le habían afectado las palabras de Jeanne aquella tarde, el cuán dolido estaba, y el cómo había sentido desgarrarse su corazón tras descorrer el velo de la dolorosa verdad: se había enamorado de un travestí, y fingía ignorar lo que éste hacía para ganarse la vida. Natalie lo consoló como pudo, pero al final, fue ella la que terminó sufriendo más, pues también venía herida, su novio se había reconciliado con su novia anterior, y cuando ella fue a verlo a su departamento, lo encontró en la cama con ella. Venía deshecha, y no se había suicidado en el camino porque olvidó llevar dinero, y que si hubiese llegado a la casa y él no hubiera estado, se habría quitado la vida con las pastillas que aún guardaba de su tratamiento. Lloraron amargamente, pero, al cabo de un rato, el Gordo le dijo que se pusiera su mejor tenida, que esta noche iban a pasársela en grande.
Así fue cómo aquella noche se pudo ver a Natalie y al Gordo un poco mejor vestidos, recorrer bares y restoranes, ir a bailar, y completamente borrachos, regresar al amanecer al departamento, ya fortalecidos y decididos a largarse cuanto antes de ese lugar y buscar algo mejor. Todo eso hasta que llegó Jeanne y los encontró dormidos sobre su colchón, con el vómito del Gordo manchando sus mejores sábanas. Los despertó y comenzó su interrogatorio, con el que fue saliendo a la luz la verdad de aquella noche, y, tras un rato, con Jeanne llorando por su error, y pidiendo perdón, ésta prometió dejar su oficio, y les anunció lo que ella consideraba una gran noticia: al fin había conseguido el dinero para su operación de cambio de sexo y para ello iba a viajar a Alemania, para volver al cabo de un mes, ya convertida en lo que siempre, según ella, debió ser: una mujer.

La historia se ponía caótica, no tan sólo por el hecho que el Gordo me la contaba en una mezcla de idiomas, palabras rebuscadas y españolismos vulgares que yo ignoraba, sino que también por mi resaca que no me permitía seguirle el hilo o analizarla bien. Por ello le pedí por favor, que me tenía que dejar ir, puesto que su historia me era interesante y yo no me hallaba en las mejores condiciones para escucharla. Así fue como terminé caminando hacia la escalinata de la plaza, rumbo a mi hogar en aquellos años, un cuartucho asqueroso que yo insistía en llamar como mi sueño de escritor en V., que a fin de cuentas igual era parte de España y me podía servir para lograr despegar como artista y lograr el reconocimiento que no me daría mi país. Cuando me iba, me volví, y a lo lejos, pude ver a una mujer que abrazaba al Gordo. Temo que me bastó con sólo verla para entender quién era. Sí, he de decir que su piel sí era como las calas, pero no al sol del mediodía, sino que a la luz de la luna llena. Natalie, la niña de la que tanto sabía pero que poco conocía en realidad, y que salió de mi imaginación convertida en mujer para abrazar a aquél ser seboso y hediondo, para luego mirarme a mí y acercárseme mientras yo pensaba en que no tenía cigarrillos y qué reseca tenía la boca y en el cómo podía hacer desaparecer el aroma a vino que desde la noche anterior, producto de una borrachera por despecho, me acompañaba. Cuando me saludó quedé en blanco y sólo atiné a ver cómo su pelo se movía con el viento y me sonreía esperando una respuesta.

NATALIE O LOS ALAMBRES DE PÚAS

He de decir que llevaba tiempo sin hablar con una mujer tan extrovertida. Yo me la imaginaba tímida, incapaz de presentarse por sí misma, siempre en grupos, evitando ser el centro de atención y escondiéndose sigilosamente tras alguien para que nadie la viese bien. Tal vez cuando alguien se acercase a hablarle usara evasivas típicas, como “voy apurada”, “ahora no puedo”, “tengo algo muy importante que hacer”, no sé, cualquiera de ésas frases que se dicen de excusa para evitar un mal rato o a un ser desagradable. De seguro, no usaría ropa ceñida al cuerpo, y sería asidua a las faldas largas y blusas sueltas y debería tener muchas chalas y pocos zapatos de tacón o muy formales. Una persona relajada, que se dejaba llevar por la brisa suave de las tardes de domingo después de almuerzo, no por un vendaval de día lunes por la mañana. Ay de mí que jamás le he hecho o deseado mal a nadie que el destino o lo que sea me acercó a esa mujer que yo, hasta cierta parte del relato del Gordo, me causaba profunda compasión e impotencia frente al abuso de los poderosos. Por que no fue con la Natalie del Gordo con la que yo me encontré aquél día frente a una opaca y endeble estatua de una Santa a la que nadie quería. Encontré a una mujer, no una niña con piel de recuerdos y de inmediato quise que fuera “Mi Natalie”, ni tuya ni de él ni de nadie, sólo mía.
Pero eso tenía que esperar, eso era un proceso largo y trabajoso. Porque se me abalanzó encima con un discurso imparable mezclado con un interrogatorio digno de la KGB, con el cual, como un preso temeroso, le solté todo y en menos de media hora, ya sabía todo de mí y ya me tenía encasillado dentro de ella como “patético ser antropomorfo con señas de misantropía y un leve toque de latino humilde”. Esto no me lo dijo pero lo intuí cuando logré zafarme de sus ojos verdes que me miraban directo a los míos, negros como pozos asépticos. Pero cuando me miró entre las piernas por un instante y me recorrió entero fugazmente, de manera imperceptible para los humanos normales, me di cuenta que acababan de atraparme, pero que preso más contento iba a ser.
Cuando tuve control de mí mismo aquella mañana que se moría de ganas por ser un atardecer esplendoroso, la invité a un café en el que nunca había estado. Pero, no sé porqué, le comenté sobre él algunas cosas, como que era uno muy bueno y que debía probar el café con amaretto, que era exquisito, o el café con licor de cacao, que a mí me encantaba. Le hablé de sabores y de olores y de cómo éstos nos llevaban a recordar personas, lugares o momentos de nuestras vidas. Ella me dijo que el chocolate y la colonia de hombre le recordaban a su padre, especialmente una que tenía olor a pino, y nombró una marca francesa que yo no conocía y que ni siquiera entendí por mi ignorancia del francés. Así que era francesa. Mejor, pensé, genial, ahora sí que puedo hacer algo grande. ¿Algo grande?. ¿Qué demonios era hacer algo grande con Natalie, una francesa de la cual sabía mucho de su pasado pero ignoraba completamente su actual vida?.
Nunca fui bueno disimulando, y estaba frente a un ser altamente perceptivo. ¿Te pasa algo?. No, nada, que me va a pasar, menos mal que llegó el camarero y me salvó de más indagaciones por parte de mi compañera de mesa. Ahí me di cuenta de algo, dado que nunca he tenido mucho dinero, y que siempre mis bolsillos van livianos y con migas y pelusas en su interior, ¿me alcanzaría lo poco que tenía para pagar nuestro consumo?. A mí nomás se me ocurre decir cosas como “yo invito” o “no, las damas no pagan”. Animal estúpido, dominado aún por impulsos procedentes de lo profundo de su escroto, educado por libros de camaradería y buenos modales que dejaban enseñanzas sobre ser caballero y el hombre universal ¿cuándo aprenderé a dejar que el juego se dé y no intentar imponer mis reglas antes que éste empiece? Ordenamos y me relajé al contar mentalmente los billetes arrugados al interior de mi billetera y percatarme de lo holgado de mi presupuesto. Suspiré y busqué cigarrillos en mis bolsillos, y me desesperaba el pensar que podía encontrar sólo uno y no iba a poder convidarle a Natalie si es que ésta fumaba.
Ella sabía que yo estaba nervioso, así que comenzó a hablarme, sin previo aviso de lo bonita que encontraba V., y de lo mucho que le gustaba la historia de Santa Violeta, la patrona del lugar. Supongo que cuando se quedó callada, esperaba que yo le pidiera que me contase esa historia, pero justo encontré mis cigarrillos, algo arrugados en su cajetilla, y con uno en la boca, le ofrecí fumar. Lo encendí y expiré una hermosa voluta que se perdió en lontananza. Me quedé mirándola alejarse, y pensé en que alguna gota de lluvia llevaría parte de mí al caer desde el cielo algún día. Luego miré adelante y la vi de perfil. Y no pude sacar mi vista de su piel blanca en la sombra de un toldo en un café de V.. No le pregunté nunca lo de la Santa, yo no iba a pensar en algo más sagrado que ella de perfil. Suspiró mirando al horizonte, algo molesta. “Perdona que te pregunte, pero Álvaro te contó algo de mí?”. No es momento para contestar preguntas, es momento de contemplar tu ser, al menos eso iba a contestar, pero terminé diciendo que sí, pero que era bien poco lo que sabía de ella. “¿qué sabes exactamente?”. Que viviste con él y Jeanne. “¿Nada más? ¿No dijo nada de mi locura en esos años?”. No sé si deba decirte lo que me contó, pudieras molestarte conmigo o con él. “Tengo que recordarte que estaban hablando de mí”. ¿y que tiene eso?. La conversación arrojó un signo de tensión por un momento y yo y mis cejas arqueadas esperábamos que desapareciese. “Si hablan de mí, me gusta saber que es lo que se dijo sobre mí. Simple curiosidad, aparte de que es casi un derecho, si lo piensas bien”. Buen punto, respondí y me largué en una de esas narraciones que podía hacer por aquellos años y que no estoy seguro de poder reproducir bien. Es que hace tiempo que no me drogo ni bebo en exceso, lo último que bebí fue una copa de vino blanco en un almuerzo hace más de una semana, y creo que mi forma de razonar estaba distorsionada por tales elementos que tuve que dejar por razones de salud y por respeto a mi ser y otras estupideces.
Bueno, aquí va lo que, más menos, le dije a Natalie esa tarde: “No sé si deba contarte esto, porque por lo menos a mí me molestaría sobremanera que alguien me contase cosas como las que te voy a decir en un café como éste, donde cualquiera puede oír las conversaciones de las mesas vecinas sin mayor esfuerzo, pero si tú quieres es tu problema, lo que pasó fue que anoche estuve bebiendo y como no pude llegar a casa me fumé un porro en la plaza de la Concordia, y me dormí ahí, bajo una banca, hasta que me despertó un pordiosero que intentaba sacarme la billetera, y ando con bastante dinero, por lo menos para mí, aunque a ti podría parecerte poco, lo digo porque estás bien vestida y el perfume que utilizas debe ser caro, aparte que se nota que es perfume y no colonia, y yo apenas uso desodorante, como el Gordo que me contó todo esto, que en realidad se llamaba Álvaro y que fue el que te conoció en un sanatorio que supuestamente está a las afueras de V., pero que yo en mi vida he visto y eso que llevo tiempo viviendo aquí, aparte que tengo mis sospechas de la cordura de tu amigo, pues él puede ser el loco y tu bien puedes no haberlo sido nunca, y eso es una posibilidad, pero si me baso en lo que me contó él; sí, se supone que estuviste loca o algo así cuando eras una niña y estuviste en aquél horrible lugar hasta que te rescató el tipo aquél que es mi compatriota, y te sacó porque podías terminar en un burdel o algo así y porque había un enano italiano que parecía rata que gustaba de follarte, perdón, de abusar de tu persona durante las noches de los miércoles, el que de seguro te debe haber buscado por cielo, mar y tierra y me parece extraño que siendo tan poderoso te haya dejado escapar, a ti que hubieras reportado una buena cantidad de dinero por tu belleza, y no estoy intentando seducirte o algo así, simplemente lo dije y basta, y después viviste con él y el transexual o transformista o maricón o lo que haya sido ese tipo, no sé por qué tu amigo hablaba de él como “ella” y yo no entiendo eso y me confunde bastante e incluso, temo que me asusta un poco el no saber el sexo de alguien con seguridad por que no sabes que cara poner porque si no te has dado cuenta la mayoría de los hombres, o por lo menos los heterosexuales; nos, y me incluyo, por que lo soy, solemos adaptarnos a la gente que nos rodea según su sexo y así somos más suaves en nuestras maneras con las mujeres y más rudos y toscos cuando estamos frente a un hombre por que compartimos con ellos nuestra idiosincrasia, al menos en cierta forma, no creo que entiendas, pero seguiré como si lo hubieras hecho y tú sabías dibujar muy bien y tuviste un novio con el que terminaste y la noche en que lo hiciste terminaste saliendo con Álvaro por puro despecho y a la mañana siguiente Jeanne les dijo que se iba a cambiar de sexo y todos quedaron sorprendidos y de una pieza y la historia iba buena, genial, pero yo ya comenzaba a desmayarme cuando llegaste y yo ya me había ido pero me volví para verte y te vi caminar hacia mí para saludarme, algo que nadie hace, pues soy un desconocido para ti y terminamos en un café que dije que conocía pero que es primera vez que veo y...”
Ahí me hizo parar con un gesto. Su mano abierta, en señal de detenerme, me recordó a Buda, al Sakyamuni, en los tiempos que yo intenté seguir tal religión. Aunque Buda era un guatón feminoide y Natalie no tenía nada de gorda. Comparaciones como éstas acabarán por hacerme mal algún día, pensé, mientras veía sus labios moverse lentamente, sólo sus labios, rojos, poderosos, pura carne inmortal que...¡No me estás escuchando!
Sí era verdad, no la estaba escuchando. Ahí me concentré, pero nunca supe lo que me quería decir o preguntar mientras yo miraba sus labios. Después que su ceño fruncido se relajó, me preguntó que qué creía que pasaría más adelante en la historia, y si creía si era real o se trataba de una invención alocada de un gordo paranoico. Me quedé helado unos instantes, miré a mi alrededor y no vi más que palomas y gente y más gente y edificios antiguos a lo lejos y una gran avenida atestada de más personas que caminaban de un lado a otro y ya era más que mediodía y tenía hambre y era probable que pagase un almuerzo para los dos. Luego le dije lentamente que hubiera creído que todo era mentira si no la hubiese visto aparecer, porque ella era la prueba de la verdad de la historia y que no estaba seguro de lo que podía pasar después, porque la historia era impredecible, pero tenía cierta idea; Jeanne se opera, vuelve, el Gordo vive con ella, tú te vas en busca de tu hermano perdido, Jeanne deja al Gordo, él se va contigo, saca la nacionalidad española, no encuentran a tu hermano, pierde una mano en un accidente, vuelven y viven juntos hasta que ya tienes la suficiente edad para irte a vivir sola, consigues un compañero y vives con él y visitas a Álvaro de vez en cuando y éste cae lentamente en decadencia, no sé porque no quiere que lo ayudes y termina vendiendo golosinas en la plaza de la Gloria y tu tienes una buena situación después de tanto sufrimiento.
“Bien, pero la historia no es así, mi amigo” ¿Dijo mi amigo? Eso es apartar la distancia, me dije entonces sin comprender bien que la distancia nunca existió entre ella y yo. Luego comenzó a narrar lo que era su parte de la historia, se desnudó literalmente frente a un desconocido para que éste la contemplase sin poder acercarse, porque sentí en mi pecho el peso de años de martirio de un ser que no entendía el porqué era castigada sin haber vivido siquiera, para salir purificada, como un trozo de carbón que se transforma en diamante. Éstos son los trozos de vida que Natalie me dio una tarde en V.

NATALIE Dubois Ananiashvili, era hija de la extraña unión de un obrero francés con una cocinera rusa pero nacida en Kazajastán. De rasgos ininteligibles, mezcla de la gallardía gala con la ostentación pretenciosa de los soviéticos y una pizca de la rebeldía de los mongoles que habitaron en Yurtas hace cientos de años, con la certeza de que los astros cuando ella nació no estaban ni siquiera medianamente alineados, sino que completamente en desorden, Natalie nació para quedarse, comenzando su lucha al inhalar su primera bocanada de aire. Nació prematura, la dieron por muerta, por lo que cuando el practicante de medicina que atendió su parto procedía a practicarle una autopsia sobre una improvisada mesa de operaciones aprovechando que aún estaba caliente, y el pequeño pero afilado bisturí se acercaba al pecho que se creía que nunca albergaría vida, éste se movió con una fuerza irrefrenable y el practicante abrió los ojos al punto de que éstos se desorbitaron, y con una mano temerosa tocó el cuello de la pequeña para gritar o más bien anunciar: ¡Vive!.
No fue fácil, Natalie no tiene recuerdos de infancia, todo lo ha construido basándose en un viejo álbum de fotos y los relatos de su madre, muerta cuando ella tenía seis años, al dar a luz a su hermano Basile, el último de una serie de tres fracasos, de tres partos difíciles que no habían dado frutos, por lo que Natalie conoció la muerte de cerca desde antes de tener uso de razón. Su padre no pudo con el dolor y a los pocos meses se extirpó la vida con un innoble coma etílico, y ella no sintió mayor dolor por comprender la poca valía de su padre, y lo despreció profundamente y tal vez hasta lo odió cuando lo vio muerto a la luz del alba, vestido de negro, de cabeza gacha y manchado de vómito y vergüenza. ¿Ése será el momento en que la cordura de Natalie se resquebraja y cae a un abismo? Para ella no es momento de perder la cabeza, es momento de tenerla bien sujeta para recibir los golpes dirigidos a su hermanito que le da su tío paterno quien supuestamente llega para cuidarlos y termina apoderándose y bebiéndose los escasos bienes que había dejado su hermano, para luego dejarlos con la abuela, la madre de su padre, que es la única que entrega afecto a su desprotegida infancia, justo a tiempo para salvarla del cruel destino que la aguardaba agazapado al llegar a la adolescencia, por la falta de caricias y el ansia de besos que la pequeña tendría para aquél entonces, ansiedad que su abuela controló mediante cariños y largas conversaciones, además de inculcarle el gusto por la pintura y el arte en general mediante la lectura y la compra de algunos pinceles y pinturas para dejarla expresarse, cosa que no había hecho nunca.
Es a los nueve años cuando ella da sus primeros pasos en la pintura bajo la atenta mirada de su abuela, y, entre muchas otras, crea un par de obras que aún la desconciertan, pues duda que haya sido capaz de crearlas y las atribuye a pinceladas nocturnas de su protectora y mecenas; éstas obras son “El Cristo del ojo bizco”, un retrato de la cara del nazareno agonizante en la cruz, con un ojo mucho más grande que el otro, cuadro que causa verdadero dolor al espectador por la espantosa deformidad que aqueja al ungido, lo que crea una caótica lluvia de sentimientos encontrados ante la profanación de lo sagrado mediante la hipérbole de un rasgo; y “Autorretrato de perfil”, donde su cabello largo y negro se confunde con el fondo, oscuro y ensangrentado, y en el que se puede apreciar su figura, débil, pero ya ondulante como un destello de cómo sería su cuerpo al llegar a la juventud, con trazos delicados y suaves, que contrastan con la sensación de maldad y odio profundo que emana de la mirada de la muchacha, cuyas pupilas no se notan y sólo se destacan por sus profundas ojeras. También llama la atención su pierna desnuda que emerge de entre lo opaco de su vestido y el fondo, como una luna llena. Cuando los vi, junto con sus otras obras, al tiempo después, comprendí verdaderamente el dolor de la pequeña, el sentir las vejaciones, el hecho de no entender porque le tocó una vida llena de despojos y putrefacción si ella era la rosa. Pero no se daba cuenta que era la flor que fue a nacer entre cardos envidiosos.
Poco antes de cumplir los once años, y cuando se aprestaba para participar en su primer concurso de pintura, su abuela fallece y Natalie cae en el más profundo estado de depresión. Casi catatónico. Éstos son sus años oscuros, los años del olvido, una edad media en su corto existir donde apenas sobrevive aferrándose a la vida como último recurso. Allí es cuando se separa de su hermano, y lo último que recuerda de él es su abrazo, que la despierta de una pesadilla y reconforta, luego, sus lágrimas infantiles resbalando por sus mejillas para caer en sus hombros virginales, y ella postrada, mirando el techo, para dirigirle una última mirada mientras le ve caminar con sus cortos pasitos hacia la puerta, recorrer un oscuro pasillo y desaparecer, tomado por una mano femenina enfundada en gris. Dio un alarido y despertó en el manicomio, nunca supo como llegó allí, de seguro la vendieron, su tío u otro pariente, pero conservaba su pequeño tesoro; el crucificio de su abuela y sus pinturas, sus amadas pinturas.
De a poco despertaba, y veía pasar los días, lentos, por su ventana en aquél pequeño cuarto. También recuerda una mano, de un hombre muy viejo, que le revisaba los dientes y que la tocó por todas partes, como quien revisa un animal, y la mirada del enano italiano en un rincón, siempre allí, conspirando en la oscuridad como una araña asesina, esperando el momento para lanzarse sobre su presa. Y pasaron los años, y sus piernas cambiaron por la falta de ejercicio, y recuerda unos débiles rayos de sol, extraños para su piel, y un girar alrededor del sol describiendo círculos, para finalmente dejar que su mirada se posase como una mariposa, sobre un pequeño jardín, donde flores raquíticas intentaban crear su hogar al lado del mar y del mal. Así es como volvió a dibujar, a expresarse, reproduciendo esas flores con ayuda de un lápiz y una croquera vieja, y contemplando atardeceres sentada, ya en una silla de ruedas, ya echada sobre el pasto, con su bata celeste que ya casi era parte de su piel.
Pero cuesta escapar del infierno cuando has nacido allí. Sucedió por primera vez cuando Natalie tenía catorce años recién cumplidos, y el enano italiano entró furtivamente a su habitación una noche, y mediante detestables movimientos espasmódicos, le quitó uno de sus pocos tesoros, su virginidad. Por años, la niña había soñado con amar, y en su pecho albergaba la secreta esperanza de, algún día, salir de aquél lugar y volverse mujer en los brazos de un hombre amado, pero en cambio fue un monstruo, un mal intento de ser humano, lo que la había privado de la libertad de elegir con quien sentir el amor carnal por vez primera. Lloró amargamente mientras acariciaba su vagina herida a la mañana siguiente, y vio con desesperación que se había hecho mujer hace tiempo, que su sangrar ya era habitual y periódico, pero también vio dibujarse entre las sábanas, con su propia sangre, a una serpiente de colmillos gigantescos, que anunciaba los futuros dolores a los que estaba condenada por haber nacido hembra. Ahí gritó amargamente, pero nadie de los que llegó a socorrerla creyó su historia.
Para evitar parecer mujer, Natalie se cortó el pelo con un trozo de vidrio, recogido en uno de sus paseos alrededor de su prisión, un albo palacio antiguo, de belleza sobrenatural, pero que era como la fruta fresca carcomida por el gusano, una bella fachada para los crímenes que allí ocurrían, sin que nadie llegara a repartir consuelo. También se deja adelgazar, y con ello logra hacer que su juvenil figura desaparezca, que sus turgentes pechos se vuelvan simples planicies y sus curvas sean reemplazadas por el dolor del hueso próximo a salir de su cuerpo como estacas, y la piel demasiado tirante. De esta época logra pintar, con mermadas energías, su “Autorretrato Agónica”, una pintura cuyo único semejante sería “El Grito” de Munch, por los rasgos de su personaje; es la imagen del rostro de un ser esquelético, en cuyos pómulos sobresale la carne viva, cuyos ojos están insertos profundamente en la bóveda craneana, como si de una calavera se tratase, con jirones de pelo colgando de su cráneo abombado, y tiene la vista fija en el cielo, como rogando por una esperanza divina. Su boca abierta deja ver una lengua bífida, y el fondo es rojo, amarillo y verde, colores putrefactos que la calavera comparte. También cabe destacar su serie de trece obras llamadas “Amaneceres”, reproducciones de amaneceres vistos desde su ventana u otros lugares, donde uno de lo que más llama la atención es el número once, por mostrar todo el horizonte con barrotes metálicos con espinas y filos, como para dar la sensación de lo imposible del escape, de la alocada carrera hacia la libertad única que vendría a ser la muerte; y otra obra, el “Amanecer cero”, que cierra la serie y va después del número doce, y el número trece tal vez se relacione con los apóstoles y Jesucristo sentados en la última cena, o por la mala suerte que va acompañado a éste. Representa un amanecer al revés, y el sol se ve como un ojo de gato, es más largo que ancho, y domina desde el centro, rojo y penetrando el mar, como el único color cálido en el cuadro, pues el resto son distintos tonos de azul y verde para la tierra. Tal vez tenga una interpretación desde un punto de vista carnal; puede ser que el sol alargado sea la representación de un órgano sexual femenino, ultrajado por el entorno y oponiéndose a la frialdad de éste, posiblemente por las violaciones de las que fue víctima Natalie.
Así se libró del enano, con un esfuerzo estoico, pero eso no la libró de pasar casi tres años drogada. Despertaba de un sueño para caer en otro, y éstos le mostraban mundos en los que poco o nunca vivió; paseos con la familia, comidas abundantes, risas, juegos, abrazos de su madre y su padre y su hermano, su abuela y las tardes escuchando los ensayos de música clásica del conservatorio que estaba al frente, su hermanito esbozando notas con el violín de su abuelo, su tío llegando a casa con galletas y leche, el calor del fuego de una chimenea, aromas que se confunden y que no llevan a ningún lugar, y un hombre, un muchacho, que la toma entre sus brazos y ella apoya su cabeza en su pecho, y es capaz de escuchar los latidos de su corazón, fuertes y briosos.
No distinguía la realidad de los sueños, y se sentía continuamente flotando, la habitación dando vueltas a su alrededor, la sangre entre sus piernas producto del período, que la hacía chillar enloquecida por saberse mujer, su odio a todo, a todos, menos a sus pinturas, que se agolpaban en un rincón y a las que nadie osaba acercarse por temor a provocarle un ataque de nervios. El sonido de una música lejana, proveniente quizás de su cabeza pero que ella recuerda como proveniente de alguna de las otras habitaciones, la hacía caer en constantes deja vú que no existían, en sueños falsos y pesadillas.
Sus pesadillas se repetían, una y otra vez, veía morir de nuevo a todos sus muertos, y una vez soñó con sus tres hermanitos muertos que la contemplaban desde los pies de su cama con ojos como los del italiano, y vio con pavor como se le echaban encima en la oscuridad, haciendo brillar sus uñas afiladas en sus raquíticas manos de muerte. Otra era ser violada una y otra vez, por el enano, por su padre, por su tío, o ver como el enano violaba a su abuela hasta matarla.
La fiebre la agobiaba, y un día despertó, sencillamente, no sabe cómo. Fue como caer del cielo a la tierra, de improviso. Se vio a si misma por primera vez en mucho tiempo, vio su cuerpo dañado por el abuso, el tiempo y la falta de movimiento; pero aún con la gracia juvenil de una quinceañera. Luego, recordó al Gordo, pues éste ya se había ido del manicomio, y le quedó un sabor amargo de su compañía, pues de alguna forma, vio en él la esperanza de abandonar aquél lugar. Es extraño, pero el Gordo nunca habló con la verdadera Natalie en su estadía en el manicomio, sino que con un pálido espectro, drogado y confundido, que era la muchacha en sus pocos instantes de lucidez. Cuando despertó no recordaba sus dibujos de flores, e incluso, no pudo hacerlos de nuevo con la misma técnica, como si en su anterior estado su creatividad y talento aumentaran.
Pasó el tiempo, y Natalie planeaba su fuga, y engañaba a los doctores con preguntas incoherentes y evitando tomar sus medicamentos. Mientras, no cesaba de producir nuevos dibujos, pero ya, como estaba más consiente, giró hacia el surrealismo, de seguro como un sistema de defensa al transformar la realidad en algo irreal, donde sus flores eran personas, y la figura humana volvía a surgir en vez de pétalos y pistilos. Fueron tiempos difíciles, en los que poco o nada podía hacer, excepto pensar y dibujar, y a veces, pasear por los jardines mirando el horizonte como un prisionero judío en Aushwitz.
Para no enloquecer, inventaba juegos infantiles, como esconderse o jugar a que era invisible y los doctores no podían verla; hablarles jerigonza, o hacer extraños juegos de palabras para confundirles. Estos juegos la mantuvieron cuerda, le daban el pequeño espacio de relajo para descansar de la lluvia de pensamientos en las que se sumergía cada noche antes de dormir, y proseguían en sus sueños y luego al despertar. Aquí también debe enfrentarse a algunos casos de insomnio, en los que, tal vez por efecto de la oscuridad, sus pensamientos se atrofiaban, mutaban en pesadillas y enfermedad. La desesperación se le hacía frecuente, pero su voluntad férrea la mantenía en pie y le evitaba caer en las trampas que la soledad y el encierro persistían en ponerle.
Todo su sufrimiento terminó una noche en la que se vio despertada a caricias por un ser que conocía. Álvaro Molanda Espinoza, el Gordo, cuando la liberó. Sabía que no confiaba en ella, aún así no pudo evitar el hablarle atropelladamente y contarle sus recuerdos, su estadía, sus impresiones, simplemente, dejó derramar toda su rabia en un caótico discurso, lleno de ímpetu y ansias de ver, por vez primera tras su largo encierro, un glorioso amanecer en libertad, como el que vio mientras caminaba hacia la casa del Gordo por el borde de la carretera, con sus pies descalzos y el frío, que no sintió por su embeleso al sentir que sus cadenas por fin estallaban y rompía con todo su pasado de humillación y castigo sin haber cometido delito alguno. La vida al fin, comenzaba a sonreírle.
La verdad es que le costó habituarse al hecho de tener que hacer las cosas por sí misma, pero su entusiasmo la guiaba y así fue como aprendió a cocinar y a hacer el aseo en menos de una semana, y se maravillaba con lo mucho que el mundo tenía por ofrecerle. Estaba consciente que no iba a poder hacer muchas cosas que hubiera querido hacer, como estudiar o tomar clases de pintura, pues no podía depender del Gordo y de su bolsillo, pero tenía la convicción que mediante el esfuerzo y su sacrificio iba a lograr hacerlas algún día. Tras conocer a Jeanne y comprender lo atrapado que estaba su anfitrión, decidió que no podía ser una carga y que tenía el deber y la obligación de ser capaz de valerse por sí misma en el menor tiempo posible. Como lo único que sabía hacer bien era dibujar, salió a la calle a vender sus dibujos, los que menos apreciaba, aunque como toda artista, sus obras eran casi sus hijos, y cada vez que lograba vender uno, sentía que una parte de sí se le escapaba en las manos del comprador.
La plaza de la Gloria, lugar de reunión los fines de semana de toda la elite de artistas que V. albergaba, se convirtió en su centro de operaciones, y en parte importante de su mundo, pues en ella se hallaba en su ambiente; rodeada de pintores, escultores, escritores, actores, acróbatas, en resumen, con todos los seres con los que había soñado estar. La plaza durante los sábados y los domingos bullía de vida, especialmente al caer la tarde y acercarse el anochecer, que era cuando la mayoría de los artistas despertaban e iban a ofrecer los frutos de su trabajo al mejor postor, en un ambiente casi de universidad, pues el intercambio de conocimientos, técnicas y secretos era constante, a todos los unía el saberse distintos al resto de la gente que habitaba la ciudad, el ser creadores y partícipes de un proceso de evolución artística en pos de una nueva concepción del concepto de arte, como único medio de expresión de la humanidad en años oscuros donde impera la imagen sobre la esencia, para la cual las ideas poco valen si no están cubiertas de un velo de frases clichés y mentiras piadosas. En tal atmósfera de ebullición intelectual, llena de pasión, Natalie se encontró con su verdadero destino, ser la receptora de toda la sabiduría que tal oasis creativo podía ofrecer, gracias a sus ganas de aprender y su inagotable curiosidad. Pero no tan sólo se dedicó a la pintura, pues gracias a su personalidad, que de golpe se volvió extrovertida, consiguió hacer teatro en una pequeña compañía tras conocer a su director, y así también se interesó en otras formas de arte, como la escultura, para aplacar su apetito creador.
Al tiempo, tras ganar cierta fama entre sus colegas por su escasa edad y creatividad, conoció a Rodrigo, un pintor español que hacía paisajes de la ciudad. Se decía que no había nadie que conociera mejor V. que él, y eso era un logro, pues eran contados los capaces de ir a las calles más recónditas y peligrosas, como el final del puerto o las calles donde vivía Jeanne y volver. Pero lo que más diferenciaba a Rodrigo del resto era su situación económica; era hijo de un banquero barcelonés, y tanto su madre como su padre tenían títulos de nobleza. Mas, como todo renegado, él había elegido el bajo perfil y el arte como medio de vida, por lo que, tras estudiar en la universidad, compró un piso cerca de la plaza, donde solía invitar a sus amigos, un piso sin más lujo que una poltrona gigantesca, que le servía tanto de cama como sillón, y sus cuadros, que llenaban una de las tres habitaciones que tenía. Natalie comenzó hablando con él tras una de las funciones que la compañía a la que pertenecía, “El Culelebre Azul”, acababa de estrenar en la plaza, con ella, al fin, en uno de los papeles principales tras casi un año de carrera teatral. Él aún estaba pintando, a la luz de un farol, con su barba recién afeitada y su largo cabello negro cubierto por un gorro de lana, pues arreciaba el otoño y el viento hacía caer a la población de la plaza catastróficamente. Aún así, estaba empeñado, a pesar del temblor de sus dedos helados, a terminar su “Nocturno Sacrílego”, con la estatua de la santa en primer plano y la capilla al fondo, con el aire fantasmal que su escasa luminosidad le confería. Más atrás, los cerros, más luces y el cielo rojizo por un atardecer que se despedía lentamente, como si no quisiera dejar a los hombres en la oscuridad, como todo un prometeo.
Natalie, muy abrigada, esperaba al Gordo, que había ido lejos a buscar un taxi para llevarlas a ella y a Jeanne, que estaba algo resfriada, rumbo a casa, cuando esta última la invitó a caminar por la plaza por que deseaba que le enseñase como distinguir un buen dibujo de uno malo. Tras un rato, se toparon con el único tipo que pintaba aún, Rodrigo, que fue interrumpido por una preocupada Jeanne, que tenía un instinto maternal a veces ofensivo, por lo que el joven debió explicarle que no tenía frío, que muchas gracias por preocuparse, pero estaba apurado por terminar antes que el cielo se volviese completamente negro. Luego siguió pintando, pero no pudo evitar decirle a Natalie que la había visto bailar en el escenario, y que su vestido era muy bonito. De entre su abrigo ajado extrajo una libreta, y la hojeó hasta mostrarle el boceto de una bailarina, que la joven reconoció como ella. “Llévatelo, de seguro podrías ocuparlo en una de tus obras. A mi no me gusta dibujar personas”.
Natalie lo llevó en su regazo mientras el taxi recorría las calles de la ciudad, y veía como la bailarina parecía moverse con el reflejo de las luces de la calle. Jeanne la miró por el espejo retrovisor, y le guiñó un ojo, mientras el Gordo roncaba en el asiento del lado. Cuando llegaron a casa, Natalie comenzó a dibujar basándose en el boceto, mientras el Gordo se tiraba en el sofá y comenzaba a narrar la historia de su día y Jeanne cocinaba silbando y asintiendo de vez en cuando, haciendo como si oyera a su compañero, pues sabía que al rato caería dormido y ella lo despertaría con una cena caliente, como todos lo días.
El departamento estaba más limpio que nunca, pues dos personas lo limpiaban, ya eran tres los que traían dinero a casa, sólo uno ensuciaba, y ninguno de los tres era flojo o desordenado. Además, al fin tenían un televisor, que rara vez prendían, no así con la radio, que pasaba todo el día encendida, a menudo chillando a todo lo que daba con la energía sabrosa de la cumbia y la salsa que Jeanne apreciaba, lo que cambiaba en las noches, cuando la música selecta de los cassettes grabados de Natalie inundaba el salón a un volumen apenas audible, pues la joven prefería trabajar en las noches unas tres o cuatro horas, antes que molestar a Jeanne en las mañanas levantándose temprano. Sólo el Gordo no la usaba, a no ser para oír algunas noticias las tardes de domingo para quedarse dormido. En cuanto a la comida, nunca habían comido mejor, y los licores, sobretodo vino, sidra y jerez se hacían frecuentes, con lo que los dueños de casa se ponían muy cariñosos, lo que provocaba que Natalie durmiese con audífonos para no oír sus resoplidos nocturnos.
La verdad es que Rodrigo no era un tipo tan limpio. A sus veinticuatro años, era viudo, y su esposa había sido una conquista de una noche, en una fiesta cuando él tenía diecisiete y ella dieciocho, con la mala suerte que la dejó embarazada, y como los dos pertenecían a familias conservadoras, los obligaron a casarse, en un matrimonio que ocupó varias portadas de las revistas de alta sociedad de la época. El verdadero problema fue que nadie se preocupó de la escasa estabilidad de la pareja, lo que hizo que antes que naciera el bebé ya estuviera desarmándose, por lo que la muchacha cayó en depresión y se suicidó antes de dar a luz. Fue un caso muy comentado en todo el país y uno de los principales motivos para que Rodrigo terminara estudiando en Francia, lejos del barullo de su promiscuo pasado. Tras recibirse, volvió a su tierra, donde vagó de ciudad en ciudad, ayudado económicamente por su padre, hasta establecerse en V., donde vivía hace unos meses. Allí se rumoreaba que estaba relacionándose con Penélope, una bailarina de flamenco que había hecho de la plaza de V. un verdadero tableado durante varios meses gracias a su habilidad y sus compañeros, pero que se habían tomado unas vacaciones durante el otoño y el invierno, por lo que las malas lenguas decían que ella estaba alojada en casa de Rodrigo, pues extrañamente era la primera en llegar cuando se hacían fiestas en aquel lugar, siempre se quedaba a dormir, y nadie sabía con seguridad donde dormía supuestamente. Eso sí, si Rodrigo estaba con ella sería un tipo con suerte, pues Penélope no tenía nada de fea; era la agraciada poseedora de un cuerpo moreno largo y sinuoso, unas piernas interminables, un rostro insolente donde se dibujaban señas de antepasados moros, como en su cabello negro ensortijado, enredo indescifrable en el que los hombres soñaban con verse inmersos alguna noche, al verla pasar o bailar con enérgicos movimientos bajo las luces de los faroles que tenían la dicha de rozar los gentiles pechos de esa moza, mientras el resto se afiebraba al verlos dibujarse en su perfil o asomarse, suaves y lustrosos, de entre su escote. Sí, se trataría de un tipo muy suertudo, sin duda.
Natalie pudo hablar con él cuando éste la invitó a una fiesta en su casa. Dichos encuentros eran esperados por buena parte de los artistas de la plaza, y los envidiosos que quedaban afuera hubieran deseado que las miradas matasen para mirar a Rodrigo. Su piso se convertía en un lugar agradable gracias a las velas, los pocos muebles, el alcohol y la amplia terraza de la que disponía. Por suerte ésta tenía una reja alta, pues no eran pocos lo que hubieran intentado saltar, gracias a los efectos de la gran cantidad de drogas que corrían como manantiales entre los asistentes. Quizás por ello era tan apreciado entre todos los drogadictos de la plaza de la Gloria, el que conseguía entrar a su piso, tenía droga asegurada, pues Rodrigo era un consumidor en las sombras, que jamás bebía siquiera en público, pero que solía tener maratones de fármacos y yerbas para impulsar su genio creativo o simplemente experimentar nuevas sensaciones.
La noche en la que Natalie estuvo, la heroína fue la única estrella en medio de la pista. Por aquí y por allá se contaban los caídos, balbuceantes, con el cuerpo laxo, la mirada perdida, algunos siendo ultrajados por sus compañeros, como una actriz que había compartido escena con Natalie un par de veces, y que era escandalosamente besada por un escritor joven, que no tenía el más mínimo sentido del pudor y tocaba los pechos de la muchacha con frenesí aprovechando la oscuridad, hasta que Rodrigo lo sacó a empujones. Éste era un verdadero señor nocturno, se movía entre la carne ardiente que decoraba el piso de su sala, e iba echando a los más entusiasmados, aunque sus más cercanos podían usar un baño que estaba en la azotea, pequeño pero cómodo y que cumplía con los requerimientos de buena parte de sus usuarios. Rodrigo iba de aquí para allá, llenando vasos con licor, ofreciendo más droga a quien viese triste, opinando de los más distintos temas al interrumpir conversaciones con su presencia, parecía querer dominar a todos disfrazándose con una fachada de preocupación. Que no hubiera algún romance o secreto que ignorase. Natalie erróneamente vio en él a un ser puro entre toda la putrefacción de la noche, y cayó en la telaraña de mentira de un don Juan de tercera, que vio en ella una presa fácil, a la que se le podía seducir fácilmente para disfrutar de sus alegres diecisiete primaveras. Así fue como se les pudo ver hablando lentamente y en voz baja en el balcón bajo la luz de una luna que observaba aterrada como una de sus embajadoras en la tierra iba a ver devorado su corazón.
Esa noche Natalie llegó de madrugada al departamento donde el Gordo la aguardaba dormido en un sillón, de seguro vencido por el sueño entes de su llegada, lo que le evitó un reto y quizás un castigo, pues su obeso anfitrión se había tomado en serio una conversación en la que Jeanne le había hablado de la importancia de la figura paterna para una adolescente como Natalie, y lo esencial que era el que aprendiese normas y costumbres, a pesar que en aquella casa no había ninguna salvo la hermandad y fidelidad entre sus integrantes.
Al cabo de una semana Natalie estaba en las nubes y sentía como en su pecho nacía un sentimiento que debió conocer antes pero que la vida le había prohibido durante mucho tiempo. Dibujaba menos, pasaba buena parte del día con él, a pesar que el Gordo se había empeñado en que volviese a estudiar, para lo cual estaba asistiendo a una escuela para adultos y repitentes incurables. Le adoraba, a pesar que él no le prestaba tanta importancia como ella deseaba, y el tiempo dio paso a largos besos y abrazos que pretendían arrancar trozos de piel, hasta la tarde oscura y nublada, en la que Natalie entró al piso de él con pasos entorpecidos y con calor en el cuerpo, y poco a poco, su piel de luna deslumbró la habitación mientras el moreno pintor hacía un mapa sobre ella a punta de besos y caricias apasionadas. Pasó la tarde, llegó la noche y Natalie descubrió el placer oculto entre sus piernas ayudada por su joven instructor, que la llevó de aquí para allá, de la poltrona a la cama, de la cocina al balcón, a punta de miradas y quejidos ardorosos. Natalie cayó rendida, con su presa sobre ella, y se sintió vencedora y vencida a la vez, con esa satisfacción que ni el abuso ni el sentirse abusado brindan, y no pudo evitar el verter una lágrima de agradecimiento para su compañero y también para la móyera que al fin cambiaba su funesto destino. Luego, ya sola en el autobús que la llevaba de vuelta a casa, se abrazó a sí misma, buscando sentirse, buscando encontrar en ella el aroma de su amado. Fueron días luminosos, donde incluso el ruido de la calle parecía bello, mientras ella se desnudaba con frenesí, envuelta en pasión, sólo para un espectador que no aguantaba las ganas de ser protagonista y se le lanzaba encima, entre gritos y sábanas alegres de ser usadas para tales fines. Pero la quimera está destinada a morir, y así sucedió, una tarde, un par de meses después de iniciado su idilio, cuando tras forzar la puerta mediante una maña que sólo ella creía conocer, se encontró con el aroma de su hombre mezclado con jazmín, un perfume invasor que se expandía por todos los rincones de lo que ella reclamaba como suyo. Caminó con la respiración entrecortada, sintiendo en su pecho una maraña de sentimientos, en la que se mezclaba el despecho, el odio, el desamor y la desilusión, misma que se volvía cada vez más intrincada a medida que se iba internando en lo que alguna vez fue su paraíso y ahora era un reino pesadillesco. Todo se quebró definitivamente al mirar por la puerta entreabierta y ver la delgada espalda desnuda de Penélope sobre las sábanas que sólo hace unos días habían sido usadas por ella y Rodrigo. Allí también estaba él, bajo el cuerpo de la bailarina, con su rostro dibujando una mueca de placer que a Natalie le pareció asquerosa. Salió de allí corriendo, y se detuvo a vomitar en el pasillo, para luego seguir corriendo bajo la noche que ya había caído sobre V., con sola una idea en su cabeza, llorar, simplemente, desahogarse y dejar su pena plasmada en humedad salada sobre su almohada por un buen rato. Extrañamente, a pesar del dolor, sentía que debía ocurrir, que algo en ella le había dicho que Rodrigo no era un buen hombre, por lo que nunca dejó de usar condones cuando tenía relaciones con él, y no se descuidó ni un día para tomar los anticonceptivos que consiguió con una prostituta del barrio.
Cuando llegó a casa, y se preparaba para tomar unas cuantas pastillas para dormir y descansar del recuerdo, encontró al Gordo canturreando en el balcón, completamente borracho, cosa rara pues no solía beber tanto, sólo lo hacía hasta que se sentía achispado, pues decía que el alcohol lo hacía ponerse melancólico. Ella le habló y él se largó en un discurso ininteligible, en medio de sollozos, luego cayó de rodillas, donde la chica lo abrazó y pudo entender la historia. Jeanne había hecho un comentario que no debió decir, y no sabía cómo, al Gordo le había importado, le había llegado, fue como una sentencia recibida tras salir de la cárcel. Al rato, ya más relajados, siguieron hablando, pero Natalie no pudo evitar el ir soltando de a poco su herida, por lo que le contó todo, desde el principio hasta el fin, y terminó sollozando amargamente con el rostro entre las manos. El Gordo se levantó y decidió, con aires de conquistador de nuevas tierras, que debían hacer algo, y que lo mejor en casos de penas amargas era salir a divertirse y ver aparecer el sol luego de una grandiosa noche de juerga. Ella se lavó la cara y se puso su mejor tenida, él también se arregló, y al cabo de un rato, partieron rumbo al bar más cercano.
Fue una noche maravillosa. Como ella había vendido uno de sus cuadros, tenía una buena cantidad de dinero, y el Gordo estaba recién pagado, así que no escatimaron en gastos. Bebieron los mejores tragos, comieron los más exquisitos platos, y para hacer la digestión, entraron a una discoteca e hicieron de la noche día.
Volvieron al departamento y se lanzaron sobre la mullida cama del Gordo. No había nada sobre que hablar, acababa de descubrir un lado de la vida que ignoraba un poco también. Para Natalie todo era nuevo, era especial, brillante, todo estaba dentro de un velo de ensueño, aún no podía creer que había salido del sanatorio para volver a vivir. Miró a su salvador mientras éste dormía con grandes ronquidos y la boca abierta, lo abrazó y le dijo “gracias, papá”.
Jeanne llegó al otro día. Anunció la gran noticia. Su cambio de sexo, el pasar de ser una oruga a volar con alas de mariposa, aplaudiendo con sus manos de hombre haciendo tintinear sus brazaletes de mujer. Fueron un par de meses extraños. El Gordo llamaba a Jeanne todos los días a Alemania, donde además de la operación iba a hacer un tratamiento con hormonas y otras sandeces que Natalie no comprendía.
Natalie iba a la escuela para adultos, y aprendía sin cesar. Al fin supo cuánto había cambiado el mundo desde su encierro. Habían máquinas extrañas, carísimas, y las que ella creía que debían serlo, eran modelos antiguos que había conocido. Sacaba buenas notas, y ya soñaba con llegar a la universidad y cursar Artes en Barcelona, y caminar como si nada, completamente independiente, con el cabello al viento, presta para conocer a un hombre cariñoso, pero fuerte para que le proteja, y lo suficientemente débil para protegerle de vez en cuando con su mirada de leona que alguna vez estuvo en cautiverio. Pero para eso había que estudiar y ella leía o soñaba a veces, pero le iba bien, como si se esforzara mucho. “esa niñita tiene la venia de Dios, Álvaro, acuérdate” decía Jeanne por teléfono cuando su pareja acusaba a Natalie por su desidia frente a los estudios.
Pero el corazón de la muchacha estaba desocupado, sin mayor deber que amar a la humanidad, a sus “padres”, respetar y otras funciones que no se comparaban con lo que le pasaba cuando recordaba a Rodrigo, y volvía a ver una y otra vez su rostro entre las sábanas, o sus cuerpos pegados y sus bocas en contacto, o las paredes de su departamento. Todo le hacía daño, a veces iba por la calle, y lo veía, e intentaba acercársele, mientras se decía “tonta, tonta”, por saber que estaba haciendo un acto ingenuo y sumiso, para darse cuenta que la persona sólo se le parecía un poco y, en resumen, no era su malvado Karma. O si no, era una voz en la calle, que se parecía a la suya, o un cuadro que ella creía que podía ser de él, o el ver un objeto que alguna vez vio en su departamento, o ropas, o canciones, o gestos, en fin, bastaba incluso con leer su nombre en un libro para verse asaltada por los recuerdos. Pero lo que no mata hace más fuerte, y Natalie en ningún momento perdió el brillo en sus ojos, y su mirada de gata joven seguía haciendo que algunos incautos se acercaran más de lo necesario. Sabiéndose bella y sin un pelo de tonta, aprendió muy rápido el cómo dominar al sexo opuesto, como una cazadora autodidacta, pero jamás, se prometió, los haría sufrir, no; ella no sería una devoradora de hombres, una mujer que se vanaglorie de sus conquistas y se haga valer frente a otras por ellas; no, ella iba a amar y a entregarse en la medida que la amaran y se le entregasen.
Así empezaron los buenos años. Cuando logró terminar sus estudios en la escuela para adultos, uno de sus clientes en la plaza de la gloria, le consiguió una beca para estudiar en Barcelona. Luego averiguaría que se trataba de uno de los decanos de la facultad de Artes de dicho lugar. El Gordo lloró al despedirla, y Jeanne, ya toda una mujer, incluso con un par de arrugas, la despidió afectuosamente bañándole la cara con su maquillaje corrido por las lágrimas. Natalie no pudo evitar emocionarse al verlos cada vez más lejos, hasta que desaparecieron por la ventana del bus que la llevaría a la gran ciudad.

Natalie me miraba insistentemente, y yo más. La noche y su manto ya habían caído sobre V., y la calle relucía con sus faros blancos. Me preguntó si quería acompañarla a su casa un rato, así que no quise contrariarla y partimos. Al caminar me preguntó si tenía auto. Yo me reí de buena gana, y le respondí que no sabía siquiera conducir. Lo suponía. Caminamos rápido, sin hablar mucho, yo mirando el cielo de vez en cuando, fumando mis cigarrillos, ella miraba al suelo y de vez en cuando alzaba el rostro. La noche estaba cargada de frío y niebla, todo no eran más que fantasmas y apariencias. Ella se detuvo y susurró: aquí es. Abrió una reja con un llavero multicolor y me condujo por un pasillo que llevaba a un patio interior. Una casa acogedora en uno de los barrios del casco viejo de V., un conventillo rectangular, refaccionado, donde vivían, por supuesto, mucha menos gente que antaño. Abrió una puerta y entré a su casa, acogedora, tibia, con luces bajas, sillones extraños, todo de un estilo muy postmodernista, colorido, ordenado y con un par de detalles kitsh, como una lámpara con flecos de plástico y un par de envases de bebida deformados y colocados en un aparente precario equilibrio. Su dormitorio se veía desde el living, y todo era un solo gran ambiente separado por paredes huecas, que supuse así serían, y lo comprobé al golpear una con mis nudillos, por supuesto, sin que ella se diese cuenta. Me ofreció café, yo le pregunté si podía fumar. Me dijo que sí, y me volvió a ofrecer café. Yo le pregunté si tenía un cenicero. Trajo uno desde la cocina, y al entrar en ella volvió a preguntarme lo mismo y yo le pregunté si no tenía cerveza o algo así. Asomó su cabeza oscura desde la puerta de la cocina y me dijo que era un confianzudo. Gracias, contesté.
Al rato bebíamos cerveza tirados sin zapatos alrededor de una mesa muy baja. Ella hablaba de su admiración por la civilización oriental, mientras me señalaba algunos libros de su biblioteca, que, desde donde estábamos, yo no alcanzaba a ubicar pero como ella lo daba por hecho, yo sólo asentía, obediente. Me comentó algo de un vino que tenía y cuando iba a comenzar a parlotear de las bondades de éste, le sugerí que lo trajese. Al momento se levantó, y antes de que yo pudiera estirarme, llegó con un sacacorchos y un par de copas. Luego, fumábamos y bebíamos tinto a sorbos grandes, como si nos lo fueran a quitar en cualquier momento. Su mirada se ponía vidriosa y hablábamos cada vez más despacio y perdiendo el hilo, o estallando en grotescas carcajadas que nos hacían caer de espaldas. Ella se acercaba poco a poco, arrastrándose, y al cabo de un rato, estaba muy cerca de mí, con las piernas recogidas y el cabello revuelto. Caímos a la alfombra celebrando el último chiste y allí nos quedamos, mirándonos con la mitad del rostro embutido entre los pelos rojizos de una alfombra de procedencia desconocida. La acaricié, como un padre a su hija. Le pregunté si estaba sola. Ella respondió lo que yo necesitaba oír. Ella suspiraba y su pelo se movía. Tal vez vernos de nuevo no era mala idea. Ahora no había mucho que hacer, que ni tú ni yo podemos hacer algo respecto a eso que de seguro estamos pensando. La besé, aunque puede que me haya besado. Me acariciaba la mejilla con su mano suave. Estaba sobre ella. Ella estaba sobre mí. No podemos. O sea, podemos, pero no debemos. La habitación no da vueltas, somos nosotros. Me mordiste. Que no me toques el trasero, me susurra al oído. Entonces tú tampoco. Se rió en mi boca. Luego dijo un par de palabras en francés. Yo sentía que debía irme. Nos levantamos el uno al otro. Nos besamos abrazados en la puerta. Sentía su palpitar en mi pecho. Mi corazón no hacía ruido alguno. Vuelve pronto, tal vez pasado mañana. ¿Lunes?. Sí, Lunes. Cuídate. Tú también. La puerta se cerró.
Caminé silencioso hacia la noche. ¿Borracho? Bueno, tal vez un poco. Pero no podía evitar el sentirme extrañado. No entendía cómo una mujer tan bella podía interesarse en un latinoamericano de trabajos esporádicos, empobrecido, aspirante a escritor y enflaquecido por el alcoholismo y, quizás, hasta por la lombriz solitaria. Me quedaban pocos cigarrillos, pero igual, el humo me acompañó, como una capa protectora, hasta que llegué a las calles más concurridas de V. La costanera, bulliciosa, aún a estas horas de la madrugada. Lejos de mi hogar, yo calculaba un par de horas caminando hacia ella, así que salía mejor apresurarme.
Iba a paso rápido cuando escuché que alguien gritaba mi nombre. Era Álvaro, el Gordo. Yo iba a decirle que estaba muerto, que lo único que quería era irme a casa, pero él se largó en uno de sus discursos estrambóticos y me vi conducido hasta un bar cercano. Me llevaba prácticamente arrastrando. Entramos por una puerta giratoria que tenía unas luces que flasheaban y que me marearon bastante. Entré a un ambiente de aire fresco, pero que apestaba a tabaco. No había más luces que las de una pista de baile a cuyo alrededor las mesas se ordenaban. Como estaba oscuro, tropecé un par de veces en unos escalones que aparecían de la nada. Cuidado, me decía él, sujetándome con sus manos regordeta. De pronto una sensación muy desagradable me recorrió y un espasmo me hizo sacudirme. Comprendí que iba a vomitar, así que le grité al Gordo, sobre los sonidos electrónicos de aquél lugar, que si no me llevaba al baño, iba a botar hasta el hígado allí. Al instante, tenía una franca conversación con el wáter, el que se iba tiñendo de burdeo con rapidez. La imagen de mi vómito rojizo adquiría mejor definición a medida que yo me iba vaciando de lo que me hacía mal. Igual, me invadía la tristeza porque se trataba de un buen vino y yo no había sido capaz de retenerlo en mi interior. Cuando el caudal de mi vómito cesó, y respiré aliviado, el Gordo me lavó y ordenó un poco. Luces horrible, me señaló, ¿Dónde estuviste? Como estaba algo ebrio aún, no mentí. Con Natalie. Sentí un golpe en mi estómago que casi me parte en dos y fui lanzado violentamente contra la pared. Algo de sangre me corrió por la boca. ¿Qué bicho le picó a este mierda? Me pregunté. Mientras me caía de rodillas, intentando que no me flaquearan las piernas, él me sujetó y me mantuvo un rato a la altura de su rostro, donde sentí su hedor a alcohol, mucho peor que el mío. Que yo no era de su altura. Que eso lo decida ella, repliqué. Una bofetada me cruzó la cara. La nariz me dolió como si me hubieran metido algo caliente dentro, pero al tocarla comprobé que no estaba rota. Apenas sentí la patada en el estómago que me propinó cuando estaba en el suelo, supongo que fue porque ya estaba perdiendo el conocimiento y por la mala borrachera. Cuando todo se me iba a negro sentí que alguien entró al baño y le gritó algo al Gordo. Pero no supe si fue un hombre o una mujer.

EL CARACOL

Desperté de a poco. La nariz apenas me dolía, pero tenía la cara y el pelo llenos de trozos de sangre seca. Comencé a limpiarme mientras me despertaba. Estaba en algún lugar que ignoraba por completo, pero que por lo menos se veía mejor que cualquier lugar donde hubiera estado. Sillones de cuero, una alfombra blanca muy densa, mullida y suave y con muchos más adjetivos que ésos pero yo no tengo mucha imaginación, luces en las paredes, algunos cuadros surrealistas y una reproducción de la Gioconda de Da Vinci en una pared que dominaba la mesa del comedor, supuse. Me senté, e intenté levantarme, pero un dolor en el vientre me recordó la paliza que el Gordo me había dado. Está de más decir que aunque hubiese estado sobrio, el resultado no hubiera variado mucho. Yo estaba delgado y débil, hace poco que había estado enfermo, y encima el Gordo era varios centímetros más alto y mucho más grande y fuerte que yo. Mi labio inferior estaba cortado, pero la sangre ya estaba seca, lo que no hacía que me doliera menos. Me miraba y tanteaba por todos lados, buscando nuevas heridas, sobretodo en las costillas, pues tengo la extraña fobia a que se me quiebre una. Tal vez por que una vez escuché de un tipo al que le quebraron una y le quedó un pedazo de hueso incrustado en un riñón o el hígado y se desangró por dentro, literalmente. Supongo que por eso, pero ninguna tenía señas de estar torcida siquiera.
Un ruido me sobresaltó y vi avanzar a una sombra por el único pasillo iluminado. Apareció en el marco de la puerta una señora morena y alta, con el pelo teñido brutalmente de amarillo, no rubio, con ropas ceñidas al cuerpo y muchos collares y pulseras, que sonaban como cascabeles mientras caminaba. Yo no sabía que cara poner, ignoraba por completo quien era. Traía un tiesto con agua hirviendo y un botiquín con una grotesca cruz roja pintada encima con plumón.
Se me acercó y, lentamente, me limpió la sangre pegoteada a la piel con un trapo húmedo en agua caliente. Se llamaba Jeanne, y estaba con el Gordo cuando éste me encontró. Yo le dije que no me había dedo cuenta. Luego me explicó que cuando escuchó los ruidos fuera del baño de hombres se resolvió a entrar para encontrarme medio muerto, según ella, mientras mi verdugo se lavaba las manos.
Decidió llevarme a su departamento. Y allí estaba, entonces. Aprovechando su silencio, le pregunté si ya no vivía con el Gordo. Respondió que no, que hacía tiempo que había cambiado, se había vuelto quisquilloso, bueno para beber y que había comenzado a salir con otra mujer. Pero que la gota que había rebalsado el vaso fue una vez que le dio una bofetada cuando ella le recriminó el llegar tan tarde. Si lo desea, no me cuente nada, no tiene porqué contarme esto. No te preocupes, Álvaro me contó que había hablado contigo, hoy nos habíamos juntado porque quería volver conmigo, pero como pudiste apreciar, sigue igual de brutal. No sé que pudo hacerlo cambiar tanto, era tan dulce. Recuerdo que cuando nos conocimos fue, como si algo hubiera abierto una nueva ventana por la que ver el mundo. Un cariño y una dulzura que ignoraba por completo, a pesar que yo sabía muy bien que me despreciaba, él lo disimulaba muy bien, y yo era feliz, muy feliz, incluso, diría que los mejores años de mi vida los pasé con él, que antes de conocerle poco sentido tenía mi existencia, que no lograba hallar algo o alguien por lo que vivir. Desde que nací, el amor me fue esquivo, mi padre murió cuando yo era pequeña, bueno, más bien pequeño, y me crié entre mi madre y mis cinco hermanas. Como has de pensar, no tenía un modelo masculino al cual imitar, así que adopté el de las que me rodeaban. Solía jugar con ellas, me ponían vestidos, me maquillaban, yo era la muñeca de unas muchachas pobres de un pueblo español que no aparece en los mapas siquiera. Cuando hice la primera comunión, me vistieron con un vestido de una de mis hermanas, y la iglesia entera se silenció mientras yo caminaba muy campante hacia el altar. Está de más decir que nos volvimos unas pecadoras y unas paganas a ojos de todos, al punto que recuerdo las afrentas que los muchachos del sector escribían en el portal de mi casa, o las piedras que nos lanzaban los más insolentes, sobretodo cuando yo salía a comprar al almacén con vestido corto y sombrilla. A pesar de todos esos malos ratos, fui muy feliz en mi niñez, y la adolescencia me encontró con la sonrisa bien puesta. Nunca dudé que yo era, como decirlo, diferente a los demás, que mi sensibilidad, de una u otra forma me hubiesen alejado de los demás como los hice. Cuando tenía catorce años, una de las mujeres del pueblo me llevó a su casa, y allí, con la excusa que tenía un encargo para mi madre, me violó. Fue fuerte, y desde entonces que las mujeres para mí se volvieron algo extraño, quería ser una de ellas, pero más que nada para no poseer una, para que nunca tuviera que hacer algo tan horrible como lo que me hizo esa mujer. Al cabo de un tiempo, descubrí que lo que me había pasado había sido arreglado por mi madre. ¿Con que derecho, ella, que era la que más celebraba mis bailes y mis desfiles de moda al interior de la casa con ropa de mis hermanas, ella, la que tenía toda la culpa que yo no me comportara como hombre a pesar de serlo, se volviese en mi contra de forma tan vil?. Abandoné mi casa a los dieciséis, y desde entonces que no sé nada de mi familia. Nunca me buscaron, tampoco. Tuve la suerte, o la desdicha, tal vez, de encontrarme con Juan Carlos, un hombre afeminado, muy católico, de profesión barbero, que me aceptó en su negocio en Barcelona y que me cuidó como a una joya preciada. Una noche, que recuerdo muy bien, entró en mi cama, y se apretó contra mí, suavemente. Esa noche la recuerdo como una de las más bellas de mi vida, aunque no se comparan a algunas de las que viví con Álvaro. Así pasó el tiempo, un par de años. Después supe que yo no era el único con el que Juan Carlos tenía relaciones, aunque creo que siempre lo supe, o al menos lo intuía, así que poco a poco, me fui distanciando de él, primero no acostándome con él, luego llegando tarde a casa o quedándome a dormir en otros lugares, y finalmente, largándome a vivir en una pensión para estudiantes. Intenté estudiar administración. Pero al mismo tiempo, yo ya era toda una mujer, al menos en lo exterior, así que opté por el camino fácil, y así llegué a la prostitución – una forma fácil de ganar dinero, a pesar de dejar de lado la dignidad – y estaba en eso cuando apareció Álvaro. Debería confesar que lo violé, que él en realidad estaba demasiado borracho como para distinguir mis verdaderas intenciones y mi particular naturaleza. Debiste ver su rostro al verme a la mañana siguiente. Yo estaba fuera de su refugio, una construcción endeble hecha de cartones húmedos y malolientes, entre otras cosas, haciendo unos huevos fritos en una fogata. Él apareció gateando, se me acercó y me dijo algo así, no lo recuerdo bien, como que le dolía mucho el trasero. Yo no dije nada, sólo me levanté y fui al baño, o sea, en otras palabras, meé en un paredón que había cerca, alzándome la falda. Cuando me di vuelta, él estaba titubeando entre, tampoco lo sabremos nunca, salir corriendo o asesinarme, supongo, aunque terminó aceptando todo con un suspiro y comiendo los huevos que le había preparado.
Supongo que es inútil repetirte la historia de todos. Ya hablaste con Álvaro, con Natalie, yo no tengo mucho que decirte. Salvo quizás, mi vida después de la operación de cambio de sexo, en Bohn, Alemania. Compartí habitación con un, bueno más bien una, travestí como yo. Al fin las dos éramos mujeres. Jugábamos ajedrez, veíamos televisión, todo con mucho cuidado, ya que las cicatrices eran profundas y teníamos que andar en sillas de ruedas, evitar hacer fuerza, reírnos muy fuerte o comer cosas pesadas. A pesar de todo lo pasábamos muy bien juntas, y fue una buena compañía. No, no me puedo acordar de su nombre, pero como hombre debe haber sido atractivo, puesto que como mujer realmente quedó hecho una obra de arte, yo la envidiaba con toda el alma. Rubia, alta, esbelta, con todo bien puesto gracias a la magia del bisturí eso sí, y mucho, mucho ejercicio. Comíamos bien, dormíamos bien, todo estaba bien. Tres meses, tres maravillosos meses, sólo opacados por el hecho de extrañar a nuestras, por decirlo de alguna forma, “familias”. Yo hablaba con Álvaro casi todos los días, y me decía cuánto le dolía el no tenerme a su lado, y yo le decía que había quedado lindísima, y que apenas llegara mandaríamos a Natalie a algún lugar por una semana para que pudiéramos comprobar si la operación había resultado entre los dos. He de decir que me costó mucho aguantar las últimas semanas, puesto que me quedé sola cuando mi compañera, que se había operado antes que mí, se fue de vuelta a su casa. Solía vagar, al fin caminando, por los jardines de la casa de reposo, lento, muy lento, contemplando los atardeceres, sintiendo los rayos del sol, que me hacían cosquillas en mi nuevo sexo, de espaldas leyendo las novelas que no solía leer por falta de tiempo. Roberto Bolaño, el idolatrado Pedro Lemebel, Jaime Baily, Carlos Fuentes, Manuel Puig, algunos de los mejores latinoamericanos estaban en la biblioteca del lugar, y devoré sus libros como quien come después de semanas sin probar bocado alguno.
Finalmente, llegué a casa la tarde de un domingo, sin avisarle a nadie para que fuera una sorpresa. Los encontré durmiendo la siesta. Álvaro dormía en nuestra cama plácidamente, y me enterneció sobremanera el hecho que sobre su cómoda tuviera mi fotografía, como quien tiene un santo custodio. Lo abracé – pude comprobar que había enflaquecido un poco – y él, lentamente, susurró un “Natalie”. Luego me miró, gritó mi nombre y se lanzó sobre mí dando gritos de alegría. Pero el daño estaba hecho, bueno, quizá un poco, a nadie le gusta llegar a casa del que casi es tu marido, abrazarlo y que éste te diga el nombre de otra mujer. Porque Natalie ya no era una niña, hace tiempo que, a pesar de los arrumacos de Álvaro y su insistencia en llamarle niña y otros nombres que no diré porque los encuentro degradantes y verdaderos insultos a la inteligencia humana, ella estaba completamente desarrollada, y a mi modo de ver, “ya tenía pelito en todas partes”. Al poco tiempo supe lo que le había sucedido con Rodrigo, ése maldito que se las daba de artista, pero igual me sentí con ellos porque no me habían querido contar para que no me preocupase estando lejos. Cuando me lo contaron supe cuánto quería a Natalie. No podía sentir celos por ella, a pesar de lo que Álvaro me había contado tiempo atrás, que él en realidad se había sentido atraído por ella y la había ido a buscar para huir con ella y abandonarme. Todavía no entiendo porqué no me puse a llorar aquella vez cuando él me dijo eso. Supongo que lo analicé muy analíticamente, o no me lo tomé a mal simplemente, pero lo más probable es que, a pesar de todos mis esfuerzos por ser una mujer, en algunos detalles, como los sentimientos, no lograba ser una. Lo que sí hice fue buscar a Rodrigo y tenderle una pequeña trampa. Aún me pesa un poco en mi conciencia, pero hice lo que tenía que hacer, lo que cualquiera... bueno ya, lo que nadie haría. Conseguí a algunas amigas retiradas de mi antigua profesión por motivos de salud; una tenía herpes genital, pero se le estaba pasando según ella (pobre tonta, como si no supiera que lo más probable es que lo tenga de por vida) y la otra tenía sífilis. Les pagué bien, las vestí con ropas llamativas y (parecían tigresas cazando, me quedaron divinas simplemente) luego las acompañé a la Plaza de la Gloria, les mostré a Rodrigo y las envié con la firme misión de acostarse con él. Al cabo de una semana, el pobre ya estaba infectado, así que para avivar aún más el incendio de su reputación, eché a correr el rumor, también auxiliada por mis colaboradoras, de su enfermedad. Y en V. las noticias vuelan, y tratándose de alguien como él, que despertaba el amor y el odio, aunque más éste último, volaban más rápido. Al cabo de un mes, Natalie podía pintar sin mayor preocupación en la Plaza, puesto que su antiguo amante, molesto por la falta de conquistas, el poco respeto que se le tenía y su reputación manchada, había tenido que vender su apartamento y largarse de V. Supongo que debe de estar en otro sitio, pero no creo que las venéreas se le quiten tan fácil. Es un pequeño mal comparado con lo que hizo, aprovecharse de la inocencia de una niña, porque Natalie, a pesar de todo su mal pasar, aún era una niña en varios aspectos. Ahora me estoy contradiciendo, y lo sé, pero es difícil no hacerlo cuando ella en realidad casi se ha convertido en mi hija, es lo más cercano que tendré a una, supongo, porque nunca voy a tener una hija, no importa cuantas operaciones me haga. La quiero. Y lloré cuando se fue, y la casa estaba silenciosa y se sentía mucho más grande y por eso la vendimos y nos mudamos al otro lado de la ciudad y yo comencé a estudiar y todo parecía ir bien, pero, maldito Álvaro, no sé que le pasó, parece que Natalie ejercía cierto freno en él, como que se fue y este gordo maldito se degeneró, y ni siquiera fue de a poco, sino que un día llegué al apartamento a una hora en la que aún estaba en la universidad y lo encontré con una puta barata, joven, sucia pese a todo, de más está decir que la eché a patadas, que puse el grito en el cielo, que lo insulté, que todos se enteraron y que al día siguiente ya estaba viviendo en la casa de una vieja amiga. Tú dirás que se trata de un amigo porque también es trasvertido pero no me interesa indagar en tus prejuicios. Y después conocí a Héctor, que es mi compañero ahora, pero que estamos separados porque él aún es un hombre casado, y tiene dos hijitas maravillosas que su madre no me deja tocar, ni hablarles siquiera y yo envidio tanto a ésa desgraciada porque puede tener hijos y yo no. De haber nacido mujer, de serlo verdaderamente, sería tan feliz. Eso debe ser lo que más me duele, pero más me duele Álvaro, que al tiempo después insistía en llamarme, en aparecerse en mi universidad, en intentar hacerme entrar en razón, según él, que estaba loco por mí que no podía estar tranquilo si yo no estaba a su lado, pero no entendía que yo ya no podía perdonarle, que no podía dejarle pasar a mi apartamento y que hiciéramos lo que solíamos hacer en las noches, no ya no. Nunca más. Todo había muerto, pero no se daba cuneta que con sus intentos más lograba alejarme que lograr que yo lo volviese a querer. No se dio cuenta entonces e insiste aún, si cejar en su ímpetu. Sólo se quiere a sí mismo, cerdo egocéntrico, animal infeliz. Y sigue molestándome, a pesar que yo estoy con Héctor, a pesar que yo sé que se sigue acostando con putas jóvenes que logra engatusar con favores para nada santos. Y Natalie, ella es la única que logra apaciguarlo. Cuando ella está acá en V. él se transforma, me dan ganas de volver, pero basta con que deje de verla para que vuelva a ser el animal que siempre ha sido. Le amo aún, y me duele verlo alcohólico, drogado, desenfrenado, con ésa actitud prepotente, y con su apetito sexual impúdico que sólo le llevará a caer en el Sida o en alguna enfermedad de las que yo me salvé por suerte. Gracias a Sta. Violeta, patrona de V., y también de los oprimidos y, por supuesto, de las prostitutas, como no. Si su vida es tan ejemplar, tan llena de errores igual, porque es la única santa verdaderamente humana, que sin estar beatificada, resulta milagrosa y eficaz. Cuantas veces le rogué por amigas, que, enfermas de sífilis y gonorrea, tenían hijos que iban a quedar irremediablemente solos, para que las salvase, para que las cuidase, y nunca me defraudó, nunca dejé de llevarle flores frescas a su estatua. Pero nada de eso sirve en estos tiempos, su estatua, que era tan bella hace unos años, hoy está derruida, oxidada, y su plaza, a pesar que es el único lugar representativo, a mi parecer, del casco viejo de V., está próxima a ser achicada por una calle que la partirá irremediablemente en dos, para agilizar el tránsito. Ya no quedan flores para los santos, ya no quedan cruces, ya no hay escaleras para bajar al nazareno, ni lágrimas de redención. Es una época extraña, en la que seres como tú, yo, Natalie, Álvaro y muchos más, proliferamos, nos reproducimos, desde el error, desde las falencias, con todos nuestros pecados y todos nuestros deseos frustrados. Quizás algo nos salve algún día, pero Dios ya lleva mucho tiempo muerto, ¿cierto?
No te contó Natalie sobre su hijo, ¿cierto? Debes saberlo, sino, deberías. ¿Cómo Álvaro perdió la mano? Ésa es una historia muy triste y yo no te la voy a contar. Natalie, sí, está casada. No te lo dijo, no me preguntes porqué. No vuelvas a verla, ya eres el segundo en lo que va de ésta semana. No te preocupes, eres un buen chico, ya encontrarás a alguien mejor. Si quieres puedes quedarte aquí, o ir a tu casa, si es lo que deseas. Pero si quieres un consejo, y aunque ya no quieras seguir oyéndome te lo voy a decir igual; corre, escapa, huye de V., está ciudad es donde el infierno se conecta con la tierra, y seres como tú, inocentes a pesar de la pinta de duro que puedan tener, duran poco. No te quedes aquí, no hay nada para ti. Huye hijo, y nunca mires atrás. Ahora descansa.

Salió por donde entró, meneando su culo operado, antes de hombre, ahora de mujer, como toda ella. Me dejó solo con mis pensamientos. Le hice caso, salí de aquél lugar y me encontré de nuevo con la noche, fría, negra, pero extrañamente consoladora. Llovía. Me dirigí a casa, a mi casa, pensando, calculando cuánto me saldría vender algunas cosas y comprar un boleto hacia cualquier lugar. Cualquier lugar menos aquí. Podía no ser verdad lo de Natalie. Lo averiguaría después. Y sí, era cierto. Pero lo más cierto, fue que esa noche, camino a casa, a mi humilde departamento de escritorzuelo, lloré. Pero gracias a la lluvia, nadie se dio cuenta. Nadie.

Texto agregado el 19-08-2005, y leído por 524 visitantes. (0 votos)


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