PARTE II
Al poco tiempo de irse el alemán y de ponerse a dialogar animadamente en otra mesa, irrumpe con grandes y espectaculares gestos en el bar&café, un hombre vestido de smoking, gabán, paraguas con bastón a lo Chaplin y un vistoso pañuelo blanco en la solapa.
Despojándose del gabán y haciendo una reverencia, se anuncia con un aullido. La gente calla y le presta atención. Conseguido esto, el hombre se encamina hasta la rockola, traza una gran parábola en el aire con la moneda entre los dedos y coloca una canción. No ha elegido ninguna en especial, simplemente, y de tal hecho me siento seguro, ha metido la moneda en la ranura y apretado el botón. Y lo ha hecho casi con indiferencia. Mientras una melodía cualquiera llena el ambiente, resplandeciente por obra y gracia de las luces de la rockola, el hombre elige el centro de la pista, aparta algunas sillas que estorban, suelta el gabán y empieza a bailar al ritmo de la música.
Es diestro en el baile. En los primeros momentos creo que sigue la melodía, y luego me doy cuenta que baila, un tanto a su manera, como si escuchara y se dejara llevar por su propia música. Su cuerpo parece tener un ritmo independiente. A veces coincide con la melodía de la rockola, a veces van por lados distintos.
En corto tiempo me fascina. Tamborileo con mis dedos y muevo bajo la mesa los pies al compás de la música, quizás de su baile. No puedo dejar de hacerlo ni dejar de ver sus contorsiones, sus giros, sus piernas que se mueven rítmicamente veloz, como se agacha para después incorporarse, su pañuelo blanco que deja el bolsillo, vuela en el espacio y regresa a adornar la solapa. El smoking, algo pequeño y ajado, proporciona a sus movimientos cierta gracia y elegancia.
Los parroquianos y un número de curiosos que entran al bar&café atraídos por su baile, forman un círculo a su alrededor. Pronto más de cincuenta espectadores lo rodean entusiasmados.
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