La Reina y el Zángano
El día era propicio para trabajar en las colmenas. La primavera se había estabilizado y un sol cálido y radiante en esa mañana sin viento, auguraba una jornada de mucha actividad de las pecoreadoras. Jacinto se disponía a visitar a su apiario vestido con su buzo blanco, cerrado en los puños y tobillos, guantes de lona ceñidos con un elástico al antebrazo, botas holgadas sobre las que se ajustaban las piernas del buzo y en la cabeza un sombrero de paja del que colgaba la máscara de alambre mosquitero y tela. En un cajón de herramientas llevaba la palanca, el extractor de cuadros, el ahumador ya encendido y trozos de arpillera y trapos de algodón para usar como combustible. Además un cuaderno donde anotaría las observaciones que mereciera la inspección de las colmenas. Aunque era una de las primeras revisiones a fondo en esta temporada, ya su ropa mostraba los rastros de campañas anteriores que a pesar de los lavados, estaban visibles como heridas cicatrizadas en cuerpo de guerrero. La apicultura era su trabajo y su devoción. Con un buen vecino aprendió los elementos de la técnica, que luego incrementó en la escuela de apicultura de la asociación de apicultores de la ciudad.
Su padre, don Ramón Chávez, hombre honrado y trabajador, falleció en un accidente de tránsito cuando Jacinto tenía doce años, su hermana Carmen siete y su madre, Teresa, treinta y dos. La joven quedó dueña del establecimiento "Los Ombúes", de quinientas hectáreas con buen pasto y agua, seiscientos novillos en engorde, una buena cuenta en el banco, una ignorancia total de cómo administrar las tareas rurales y por sobre todo, una lozanía y juventud apetecibles como fruto en sazón. Con tales prendas no le faltaron a Teresa candidatos dispuestos a compartir su vida y sus hijos y claro está, su buena tierra y hacienda...y su cama. Entre ellos, el más sincero y favorito era Dionisio Hormaechea, un vizcaíno fornido, tambero, próximo a los cuarenta y soltero, de buen ver y con tanta experiencia en las tareas del campo como voluntad para la viuda. La preferencia de Teresa por Dionisio decepcionó a varios y enfureció a uno, Víctor Costábile, un porteño de mucha labia y poca vergüenza que había sido cesado en el INTA, por incompetente y corrupto, como veterinario delegado en la zona, a pesar del padrinazgo político que le había logrado el nombramiento. Todo lo que tenía aquél de honesto y parco, lo doblaba éste en taimado y conversador. El perro fiel y el zorro ladino.
Una tarde de remate en la feria ganadera de la ciudad, un resero de Los Toldos, el Chino Briones, más que morocho, petiso y curda, provocó sin causa aparente a Dionisio, quien desde su altura y seriedad lo miró con indiferencia. -"Vasco gayina, puro cuerpo y nada e' güevos" - vociferaba petulante, descarado e inundado de copas el Chino.
Ante el insulto, Dionisio le arreó tamaña bofetada al resero que lo tumbó cuan corto era a la vez que le decía enérgico y sereno: -"¡Deja de molestar, mosca e' letrina. A ti tu madre no te parió, te cagó, que eres una mierda!"
Se arremolinó la gente, intercedieron algunos paisanos tratando de apartar al vasco y sosegar al provocador, quien cuanto más calma mostraba el vizcaíno más aumentaba su irracional ofuscamiento, hasta que un facón saltó desde su cintura hasta el pecho del tambero y abrió una raja de más de diez centímetros. Sonó un disparo, cayó el Chino y Costábile tenía en sus manos el revólver que según luego confesó, no le permitió evitar la muerte de Dionisio, pero sí consumar la del resero. En los mentideros del pueblo y en las mesas de truco de los boliches, todos aseguraban que el veterinario en esa tarde eliminó a un rival, silenció a quien azuzó a hacerlo con tinto barato y promesas de vaya a saber qué recompensa y allanó el camino a la voluntad de la viuda con sus compungidos pésames y reproches de no haber podido evitar semejante desgracia. Se hizo asiduo visitante de la joven y ansiosa viuda y con su mucho hablar y mayor pretendida experiencia agropecuaria, prometió solucionar los problemas del campo y mitigar los del cuerpo y alma. Fue tanto el asedio y tan mañosa la dosificación de zalamerías, que la joven capituló ante el sitiador, sin condiciones ni reservas.
Jacinto tuvo simultáneamente su título de Perito Apicultor y un padrastro, al cumplir los catorce años. Al título, con estudios y exámenes. Al padrastro, sin esponsales. Había concluido su curso con diploma de honor y un premio de diez núcleos con reinas nuevas apis mellíferas ligústicas, las excelentes abejas rubias italianas, buenas trabajadoras, no agresivas y bravas defensoras de sus colmenas contra los pillajes. Con estos diez núcleos y las diez colmenas que ya poseía, al final de temporada tuvo veintitrés: tres formadas con enjambres capturados. Del concubinato, concertado luego de un viaje a Buenos Aires de su madre con el futuro administrador, obtuvo rencor y vergüenza y como sus abuelos y tíos, la percepción de que el veterinario era un parásito usufructuario del trabajo y lecho de su difunto padre. No estaba errado, ya que en una escribanía de la capital Teresa había cometido el desatino de extenderle pleno poder para administrar el establecimiento, como pomposamente repetía el trapacero. La intervención a tiempo de los padres de ella y de los de Ramón, pusieron coto a la insensatez al obtener ante el juez de menores que los derechos sucesorios de Jacinto y Carmen quedasen protegidos. Para la niña, sus abuelos maternos lograron el consentimiento de la madre para tenerla con ellos en Rufino y allí inscribirla en una de las mejores escuelas de la ciudad.
Con esa merma en las cuentas bancarias, el doctor Costábile, título que remarcaba siempre el veterinario, dispuso una venta inmediata de hacienda aún falta de engorde y compró en su reemplazo animales demasiados chicos y con parásitos que su incompetencia profesional no supo eliminar con eficacia. En las charlas a la hora de la cena, se jactaba de la diferencia de dinero que esta operación había dejado, a la par que aducía que esa disponibilidad de efectivo le permitiría operar en la feria de Lobos, de donde procedía la hacienda comprada, en mejores condiciones comerciales. Y seguía con su perorata que más de algún entendido hubiese calificado de absurda e irreal, mientras bebía del buen vino que procuraba siempre tener en abundancia. Teresa lo escuchaba absorta y maravillada del olfato comercial de Víctor y no dudaba de las operaciones de su administrador, que comenzaron a llevarlo cada vez más frecuentemente a Lobos, a Trenque Lauquen y a la misma Capital, viajes para los que se proveyó de un flamante y modernísimo Jeep Cherokee four wheels drive adquirido a nombre de la viuda pero de su uso personal exclusivo. Vestía como nunca antes había podido hacerlo, e invitaba a pasar días a Los Ombúes a amigos que hacían realidad lo de sentirse como en su casa, aunque fuese a costa del dinero y de las fatigas de Teresa. Para presumir ante esa corte de adulones y ganapanes que eran sus amistades, hizo construir una piscina y un bello parque junto a las casas a los que inauguró con una fiesta suntuosa por todo lo alto. Mientras tanto, las tareas del campo quedaron totalmente en manos del encargado, un sospechoso individuo que Costábile trajo de Lobos y que trataba tiránicamente a los dos fieles y veteranos peones que ayudaron por años al finado don Ramón y a los que pronto les encontró excusas para despedirlos. Uno de ellos, don Rogelio, un viejo que no tenía familia ni amigos a donde ir y que nadie emplearía dada su edad, rogó y obtuvo de la dueña permiso para quedarse. Este fiel y laborioso peón ya estaba en Los Ombúes cuando la adolescente Teresa llegó recién casada. Meció en sus brazos a Jacinto y a Carmencita, a quienes mimó y cuidó como si de nietos propios se tratara. Ayudaría al muchacho en sus tareas apícolas y se conformaba con dormir en el galpón donde éste tenía su taller y laboratorio de extracción. A regañadientes el doctor aceptó lo del asilo.
Costábile decidió que sembrar en tres de los cuatro potreros en que estaba dividido el campo era un exceso de gasto y dispuso que sólo se lo hiciera en uno, ya que la bondad de las pasturas aseguraba la alimentación de las reses. Eso no fue posible y la cantidad de novillos que el campo podía sustentar tuvo que ser disminuida, y disminuida fue en consecuencia la renta que el establecimiento proporcionaba. Las cuentas bancarias perdieron volumen y hubo que recurrir a una hipoteca para obtener dinero que permitiera seguir comprando y curando hacienda, mantener las instalaciones y sostener el tren de vida "que mi reina se merece", pero que Teresa no reclamaba ni disfrutaba pero aceptaba para no aburrir y sí retener a su amor.
Luego de cinco años de esta relación de la oveja con el lobo, la única que no se enteraba - o no quería enterarse - de los manejos turbios de Víctor, era la buena Teresa. No puede cometer tantos dislates seguidos una persona como Costábile, habituada a las truhanerías, a menos que lo hiciese de intento. Y como iban paralelos la desvalorización de la hacienda de los Chávez con el despotismo doméstico del concubinario, Jacinto, a medida que crecía en edad y corpulencia también lo hacía en desprecio hacia éste. Así llegamos al momento del inicio de este relato, cuando vestido y equipado como cuadra y conviene a un apicultor, se dirigía hacia las colmenas. El apiario estaba próximo a las casas, en una pequeña parcela que le había asignado su padre. La limitaba un seto vivo a guisa de barrera contra los vientos y contenía una plantación de acacias que ofrecía a las colmenas sombra y fresco en el verano pero que permitía solearlas en el invierno. Don Rogelio, el viejo recogido por Teresa, mantenía a las plantas bien escamondadas y al suelo siempre con la hierba cortada para facilitar la detección de hormigueros y sapos, dos depredadores de las abejas.
Cuando llegó, se encontró con Vicente, vecino y amigo de la infancia que vivía a menos de una legua, de su misma edad, robusto, morocho, locuaz pero sincero, que quería aprender las tareas de la apicultura para instalar en el campo de sus padres un apiario y obtener, como su amigo, una ganancia extra del campo para sí y para su familia. Había llegado montado bien temprano, se había vestido y retirado sus herramientas del galpón donde Jacinto luego hizo lo propio. Se saludaron e intercambiaron bromas y chismes y sin más, se pusieron a la tarea. Don Rogelio había hecho su labor de limpieza y se llevaba en una carretilla los desechos de su trabajo. Ya las pecoreadoras estaban activas y era fácil distinguir a las colmenas más fuertes y pobladas por el ir y venir de los insectos. Vicente hacía las tareas pesadas tales como levantar las alzas, que si bien al principio de temporada estaban aceptablemente livianas, a medida que pasaba el tiempo y se acumulaba miel, llegaban a pesar alrededor de veinticinco kilos. Jacinto hacía la revisión y las anotaciones. Al mediodía interrumpieron y compartieron los tres la mesa familiar con Teresa, aprovechando que Costábile estaba ausente. Don Rogelio comentó que las abejas estaban un poco bravas, que le habían picado algunas en la mano derecha.
- Es que estuve limpiando bidones d' esa medecina que usamos pa' matar la mosca del cuerno e' los novillos y me quedó el olor en la mano. A las abejas no les gusta, parece. Cuando colgamos la ropa pa' que se seque, luego de usar el remedio, van las abejas y están dando vueltas como locas. No te podés acercar porque te corren - aseguró riendo el viejo peón.
Llegó el verano y con él el estiramiento de los días y el aumento de la actividad de las abejas. También trajo a Carmencita, quien todos los años pasaba sus vacaciones con su madre y su hermano. En las últimas vacaciones de invierno sus tíos la habían llevado a las playas del norte de Brasil, por lo cual ya hacía casi un año que no la veían. Estaba próxima a cumplir los quince años y la mujercita que vieron ante sí la madre y el hermano, obligaba a hacer un esfuerzo para reconocer en ella a la púber delgada que habían visto partir en marzo. El que más se sorprendió, si vamos a juzgar la sorpresa según el gesto de asombro de cada uno, fue Vicente. Cuando esa niña mujer, o mujer niña, se acercó al verlo y le dio un beso como había hecho desde siempre, la turbación y atolondramiento del muchacho fue tan ostensible que mereció risas y chanzas, le hizo sentir el calor del rubor encenderse en las mejillas y con una voz en falsete decir sólo: - ¡Hola!.
Nada más. Fue Carmencita la que rompió el encantamiento cuando le dijo: - ¡Vicente, que no soy un fantasma! - mientras una mirada de picardía se agregaba a la mejor de las sonrisas para iluminar su bello rostro adolescente.
Otro sorprendido fue el doctor Costábile. Pero ante la mirada que recorrió los detalles de la metamorfosis de Carmen, la turbada y silenciosa fue ella y cuando la besó en la mejilla, fue tal el repelús que sintió la muchachita y que su gesto denunció, que la meliflua sonrisa del pretendido padrastro quedó cortada y perdida en su rostro de zorro sorprendido imaginando a la presa. Todos se dieron cuenta, incluso Teresa. Más apartado, don Rogelio observaba la escena con una expresión indefinida que se trocó en una amplia sonrisa cuando Carmencita lo descubrió y corrió a abrazarlo con la misma espontaneidad de toda su vida. Las cartas que le escribió su hermano le habían llevado, entre otras, la noticia del despido y asilo del buen anciano.
Con Carmencita llegaron los abuelos. Don Egisto Licari, de sesenta y cinco años, aprovechó el viaje para presentarle a su hija los informes de un investigador privado que había contratado y que durante dos años había reunido en los lugares que Costábile frecuentaba. Don Egisto retenía el informe sin decirle nada a su hija, en espera de una oportunidad propicia para que Teresa no se resistiera a creerlo ni sufriera por el desengaño que seguramente padecería.
El sábado siguiente del arribo de Carmencita, los tres jóvenes planearon ir al pueblo al baile del Club Italiano. Allí se agregaría una amiga de Jacinto a quien éste le arrastraba el ala. Desde la mañana estuvo Vicente con ellos pero no para trabajar en las colmenas, sino para disfrutar de la pileta. Cuando apareció Carmencita luciendo un bikini que le descubría las formas perfectas de su cuerpo, sin sobras ni escaseces, Vicente sintió un estremecimiento de todo su ser. No se atrevía a mirar para que no vieran curiosidad indiscreta en su mirada, sin saber que eso era justamente lo que la chica esperaba encontrar en los ojos de su amigo. El pobre muchacho no sabía qué decir ni qué hacer. Todo se resolvió cuando Carmen llegó hasta los dos jóvenes, que estaban parados juntos en el borde de la pileta y los empujó al agua y tirose ella luego detrás. Así pasaron la tarde, entre bromas y risas, carreras y chapuzones. Cuando el sol se acostaba rojo en el horizonte, vestidos y acicalados se disponían a ir al baile. Iban en búsqueda de la vieja camioneta pick up que conservaban desde la época de don Ramón, cuando vieron al 4WD. A Jacinto le dio un pronto: irse con el Jeep. Fue al dormitorio de su madre y retiró el juego de llaves sobrante que siempre estaba en la mesa de luz. Radiantes y felices partieron en el vehículo que en poco más de media hora los llevó a la diversión. Sólo don Rogelio los vio partir y se reía de la travesura de sus muchachos, como solía decir.
Cuando más tarde Costábile, que también tenía planeado viajar, pero a la ciudad, en una de sus visitas misteriosas y se encontró con que el Jeep no estaba, fue don Rogelio quien le dio la noticia de que el vehículo estaba siendo utilizado por los chicos, según dijo socarrón y sonriente el viejo pillo, gozoso por ver la sorpresa primero y luego la rabia mal disimulada del doctor. Aunque sabía a donde se habían dirigido, se cuidó muy bien de no denunciar ese destino. Quien tuvo que soportar los gritos recriminatorios de Víctor, fue la pobre Teresa, que dudaba entre poner límite a los insultos que el amante dedicaba a su hijo, o solidarizarse con el exasperado energúmeno y reconocer que el muchacho había cometido una falta inaceptable. El frustrado chofer tuvo que usar la vieja pick up para ir a su cita.
Cuando al día siguiente, domingo, los jóvenes estaban repitiendo la diversión acuática, llegó el doctor con la pick up. Era la imagen perfecta para representar a la furia. Se acercó a Jacinto y primero con voz baja y contenida pero que pronto subió y fue alarido, recriminó: - ¡Mocoso de mierda! ¿Con el permiso de quien te fuiste con mi coche?
- ¿Tu coche? ¿Cuál es tu coche? ¡Salimos con el Jeep de mi madre, de mi familia, y lo usaré cuando quiera! ¡Si no lo necesitamos, te lo prestaremos! - gritó más alto Jacinto, el rostro pegado al del doctor, a quien lo excedía un jeme en altura. Y agregó: - ¡Cada vez que lo usés, hacelo lavar y desodorizar antes de devolverlo, para que no huela a bosta e' chancho!
Costábile no pudo soportar este insulto y toda la serenidad que le recomendaba la conveniencia se esfumó en un estallido de ira y le asestó al joven una bofetada que lo hizo trastabillar. Ahí se armó la trifulca más escandalosa que imaginar se puede. Vicente, que estaba a unos pasos de los dos vociferantes, con dos zancadas estuvo junto al doctor y le dio una trompada que lo tumbó sobre un tiesto con geranios. Carmencita gritaba, más indignada que asustada y Jacinto, recuperado de la sorpresiva cachetada, levantó a su agresor y le propinó dos o tres trompadas que le hizo sangrar de la nariz, le abrió un tajo en la ceja izquierda por donde manó sangre que le cegó ese ojo y se escurría hasta la boca, manchó sus ropas y llegó en salpicaduras hasta el piso.
Atraídos por la gritería, aparecieron Teresa y sus padres. Al ver a los muchachos en actitud de proseguir la riña y a Costábile sangrante y con los brazos tratando de proteger su cara, Teresa corrió hacia éste para guarecerlo de los golpes. Sumó sus gritos a los que ya habían cesado. Recriminaba a su hijo, a quien suponía el agresor, ignorante de que el primero en insultar y golpear fue su Víctor. Como su hermano no respondía, fue Carmencita la que tratando de imponerse a los gritos de la madre, procuraba explicar lo que había ocurrido. Teresa se llevó al maltrecho doctor al interior de la casa y en el baño contiguo al dormitorio de la pareja, lo lavó e hizo las primeras curas.
El que Teresa hubiese tomado partido por su pareja en contra de sus hijos, hizo que Don Egisto decidiese que era oportuno enterar a su hija de las fechorías comprobadas y demostrables del delincuente doctor Costábile. La llamó a la sala de la casa y le entregó el siguiente informe:
"El doctor Víctor Costábile visita en Trenque Lauquen a una mujer con la que está casado desde hace seis años, llamada María Rosa Bermúdez, natural de Cañuelas. Se instalaron en Trenque Lauquen hace tres, cuando llegaron para tomar posesión de un campo adquirido a nombre de ella en las proximidades de la ciudad. Los pagos de las cuotas para cancelar una hipoteca sobre el campo, son hechos en la escribanía de un hermano del que en Buenos Aires registró el poder que Teresa le extendiera a Costábile. Esta misma mujer es la que figura como acreedora del préstamo hipotecario sobre Los Ombúes y registrado en la mencionada escribanía. Se acompaña foto de la mujer." "El comprador de la hacienda vendida en la feria de Lobos desde que Costábile es administrador de Los Ombúes, es siempre la señora María Rosa Bermúdez, en cuyo campo se termina el engorde de esos novillos. Los valores pagados fueron siempre un veinte a un veinticinco por ciento más bajo que el de plaza en cada oportunidad. En la mayoría de las veces, la hacienda vendida en estas operaciones se trasladó directamente de Los Ombúes al campo de la Sra. Bermúdez."
Sigue el prolijo informe con más datos, entre los que figuran fechas de viajes a Buenos Aires de la pareja investigada; referencias notariales de las hipotecas y del registro de la propiedad; fechas, cantidad y precios de las ventas y compras de animales; fechas y empresas transportadoras de la hacienda y una ristra larga de pruebas del latrocinio que Costábile, su mujer, los escribanos y el encargado, entre otros, hacían en perjuicio de la propietaria de Los Ombúes. Hasta una historia clínica de Costábile fue incluida.
Las manos temblorosas de Teresa apenas podían sostener a los papeles que confirmaban una incipiente sospecha de que algo no sincero anidaba en el corazón de su amor. Asomó llanto a sus ojos que pronto contuvo. Su padre sentía una pena inmensa al ver el sufrimiento de su hija según avanzaba en la lectura, pero se admiró cuando vio que ella recomponía esa imagen dolorosa, secó sus lágrimas que dejó que fueran sólo unas pocas, asumió una expresión seria, severa y con calma dijo:
- Gracias papá. No digas nada a nadie ni intentes hacer nada. Me corresponde a mi resolver esto.- Dobló cuidadosamente los papeles y se dirigió a su cuarto, donde estaba Costábile y a quien nada dijo.
Pasaron tres días desde el domingo de la pelea y de la revelación. En el ambiente, además de una atmósfera bochornosa y pesada de verano, se palpaba una atmósfera silenciosa y tensa de pasiones disimuladas y contenidas. En las comidas todo era muy formal, sin la algarabía acostumbrada cada vez que se reunían todos alrededor de la mesa. Por la tarde, las nubes que se habían formado, dispersas y con formas de coliflor, fueron creciendo en altura y ancho. Sus interiores parecían fraguas avivadas por gigantescos fuelles. Sus bases se oscurecían con la misma rapidez que sus cimas se elevaban y luego se esparcían horizontales como si hubiesen alcanzado a un techo transparente. Tronó. A un trueno sucedía otro y respondía otro más allá, desde aquella otra nube enorme también de base negra y verdosa. Y negra era la cortina que se acercaba desde el horizonte y que cual gigante escoba acuática barría a los campos previamente sacudidos de su polvo por un viento sin dirección fija. Llovió como si una catarata estuviera pasando sobre Los Ombúes. Escampó y el viento aprovecha para descansar. Volvieron a salir de sus colmenas las abejas que se habían refugiado durante el chaparrón. Pero no hay néctar en estas condiciones, lo saben y se irritan. Mejor quedarse lejos de las piqueras.
Costábile aprovechó para sentarse al pie del viejo molino que está entre las casas y el colmenar. Del suelo surge el agua caída, hecha vapor. El sudor que se descuelga de sus cabellos y de su frente se escurre en chorros hacia su ceja cortada en la pelea del domingo y despega el apósito que la cubría. Se desabrocha los botones superiores de la camisa y abanica con una revista que en vano pretendía leer. Se acerca Teresa y al ver la ceja expuesta se ofrece a reemplazar el apósito. Va a la casa y vuelve con gasas, cinta adhesiva y un frasco con una solución desinfectante. Limpia solícita y lentamente la herida y aplica un poco de la solución. Luego coloca sobre el tajo una gasa embebida en el líquido y la sujeta con cinta adhesiva. El le agradece y le besa la mano, mientras ella se aparta de él con un gesto distante y frío y vuelve a la casa.
El doctor Costábile intenta nuevamente leer, pero sus ojos se cierran hipnotizados por el canto sin fin de las chicharras y da cabezadas por el sueño que se apodera de sus sentidos. Lo despierta el zumbido de una abeja a la que instintivamente con la mano trata de espantar sin éxito. Un dolor agudo en la frente lo sacude de su sopor y trata de sacarse el aguijón que quedó en su carne. Otra abeja lo pica en la mano. Se pone de pie y trata de espantar a más abejas que revolotean zumbadoras y le pican en el rostro, se meten entre su pelo, lo aguijonean en las manos que se mueven como aspas de molino y en los párpados que mantiene cerrados por que le atacan a los ojos. Trata de huir, pero luego de dar vueltas sobre sí y con los ojos cerrados, yerra la dirección y corre hacia las colmenas. Cuanto más se acerca más abejas se agregan al ataque. Siente que se le cierra la garganta y la desesperación por la inminente asfixia supera al dolor de las picaduras. Su cuello se hincha y la garganta se ocluye. Quiere gritar y emite apenas un vagido. El corazón se acelera y sus latidos se semejan a golpes de quien quiere huir de un encierro. Cae y queda inmóvil luego de varios sacudones de sus piernas. Las manos permanecen aún pegadas contra su cara en el inútil intento de servir como escudos.
Teresa, que observó todo desde una ventana, va a su cuarto y de entre los papeles del informe retira la historia clínica donde hay una línea que pone: Nov-1972 Internado por grave reacción alérgica por picadura de abeja. La rompe en pedacitos que arroja al inodoro, junto con el antiparasitario de la mosca del cuerno que desinfectó la ceja de Costábile.
DeLanús, agosto de 1999.-
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