Con gran ilusión observa muy atento la hoja de papel, entre números y letras trata de decidir quien es el mejor. Después de analizar mucho va construyendo en su mente una torre con cada uno de los ladrillos de la esperanza. Mientras más observa, más se convence de la posibilidad esperada. Con la frente en alto, va en busca de lo que se propone conseguir, decidido a ganar o a perderlo todo. No titubea ni un instante, pero su corazón late tan rápido que casi no puede contener los nervios. Listo, ¡está hecho!, se dice a si mismo soltando un corto pero aliviante suspiro.
Se dirige a lo que considera el mejor de los lugares para observar la trayectoria de lo que más le apasiona.
Una vez allí, muy erguido, con la mirada de todos convergiendo en un solo punto, se ordena el comienzo de lo que para muchos es una diversión, pero para él es todo, es su vida, es su esperanza, es su ilusión.
Pasados unos segundos ve como esa avalancha de llamativos multicolores se desplaza con vertiginosa velocidad y nuevamente su corazón comienza a latir muy rápido, sus manos sudan y, aún más erguido, busca entre todos a el escogido por él para mantener viva esa ilusión.
Cuando se aproximan, toda su vida pasa por su pensamiento y la emoción es tanta que salta y grita eufórico cuando ve a su pupilo al principio del pelotón; pero todavía falta para el final y el escogido por él se ve comprometido por el resto de los participantes, y entre gritos y silbidos de la multitud que lo rodea, comienza a experimentar una extraña sensación, ¿es dolor?, ¿es tristeza?, ¿es agonía?. No, es simplemente que se fué otra vez, esa bendita ilusión.
Es así como una y otra vez, se pierde todo, más que una ilusión, en una carrera de caballos.
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