EL VIEJO DEL RINCÓN



Abrió la puerta de pesado pino
la tierna mano del infante ingenuo.
Miró en el cuarto, cual baúl de olvido,
al viejo santo al que llamaba abuelo.



Sus cortos pasos dirigió a la estancia
donde con calma se mecía el anciano.
Como aspirando en su final
fragancias del sueño eterno que traería el arcano.



Un gesto hermoso iluminó su rostro
cubierto solo por las gafas negras
y un paño rojo con el nudo tosco
cubría su cuello como fina seda.



El noble chico preguntó asombrado:
-¿no vives triste en el rincón oscuro
sentado siempre y tu bastón a un lado,
en ésta casa con helados muros?



¿Cómo es que nunca tu semblante cambia
si de tus ojos se acabó la vida?
Yo miro, y juego, y lo que veo me espanta
Y tu sonríes como el que nada envidia.



-No vivo triste –contestó el abuelo-
ni envidio a aquellos que felices miran.
Yo miro un mundo en el que si hay consuelo,
uno que tiene la esperanza viva.



Un mundo aparte en donde no hay violencia
ni existen odios ni rencores vanos,
yo miro gente en la que si hay clemencia,
gente que en sueños, si son humanos.



Eres pequeño y te quiero tanto
que sufro sólo de pensarte grande.
Verás mil cosas y te ahogarás en llanto
y entonces todo logrará inquietarte.



No miro. Y siento una creciente angustia
por que tus ojos contemplarán crueldad,
verás que todo a la violencia empuja,
yo en cambio miro quietud y paz.



Por eso –dijo al pequeño niño-
vivo sonriendo hasta cavar mi senda
y nada ni nadie borrará el cariño que llevo dentro
como sagrada ofrenda.



Volvió el silencio a recorrer la alcoba.
Las manos juntas se estrecharon más.
El viejo santo en su mecedora,
movió el rostro, y se inclinó a llorar.