¿Qué habrían pasado? Una, dos décimas de segundo. La velocidad del pensamiento es pasmosa: no hablo de la prosaica transmisión nerviosa, que no va más rápido que un burro al trotecito, si no de la capacidad de condensar en un instante infinidad de conceptos. O si vamos al caso, la luz del sol tarda ocho minutos en llegar de allá hasta acá, pero yo puedo ahora con esas simples tres letras, evocarlo instantáneamente, y no sólo eso, puedo hacer cosas que la luz no puede. Pienso "el sol" y es además del astro incandescente, el mito de Febo, el calor en la cara en aquella tarde de otoño, el brillo que quizás rieló sobre mis ojos y me impidió ver el escalón, ¿o habrá sido el juego de sombras en el piso? o quizás, mi proverbial distracción. Sin ninguna sorpresa, los ángulos se tornan cada vez más agudos, mi oído medio me avisa desesperado que corrija esta escora, pero la gravedad omnipresente va produciendo su efecto. No hacía falta Newton para que la gente se caiga, si en cambio fue imprescindible para que la humanidad se eleve. Mientras mi mano derecha perezosa insiste en estar clavada en las profundidades del bolsillo, la otra va dibujando un semicírculo carente de toda gracia en lo que será un vano intento de atajarme. Ya estoy a 45º y mis pensamientos tornan personales. Me sorprendo diciéndome a mi mismo, ¿qué es esto? ¿un balance? vamos, que las dichas y desdichas no configuran - afortunadamente - una contabilidad. Hay gente que insiste en saldar lo malo con lo bueno, en intentar fútiles sumas de momentos, yo en cambio tengo mi bolsa de gatos donde encontrás de todo, y puede que un día me de por mirar más ésto que aquello o viceversa. Dice Dolina, que el recuerdo de un pesar pasado sigue siendo pesaroso, en cambio una dicha pasada evoca a lo sumo melancolía, nostalgia, ausencia. Pero de eso está hecha la vida, aunque nos guste quejarnos, nadie va a venir a cambiar el libreto ni las reglas de la casa. Ya la proximidad del suelo me trae a un terreno podría decirse, más prosaico. Puedo ver con todo detalle el embaldosado, sentir el olor a polvo de la vereda, ver el papelito que sobre el cordón se mece suavemente acunado por la brisa que levanta algún colectivo, y el pelado de allá que está empezando a girar la cabeza para mirarme. El sonido de mis vértebras me llega nítido, cálido, un crujido que anuncia el fin definitivo de algo. Quizás a último momento, un destello de sorpresa me dilata levemente los ojos, y una última brizna fugaz deja su estela en mi: ah, ¿ésto era? Luego si, por fin, negrura, silencio, paz. |