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Justino era un desastre como hijo. Desordenado hasta decir basta, dormilón, olvidadizo, remolón en sus estudios, poseedor de una apatía innata, era la antítesis del Rey Midas ya que todo lo que tocaba lo convertía en chatarra. Por lo mismo, su entorno sabía muy bien a los peligros que se exponía y se colocaba a buen resguardo de su persona.

A los dos meses y medio, mientras el resto de la familia almorzaba, jaló con sus manitos regordetas una punta del mantel, arrastrando todo a su paso y destruyéndose en el piso la fina loza china que había permanecido en la familia por varias descendencias. La madre sufrió un colapso nervioso que de paso le secó la leche, por lo tanto, desde ese momento, el bebé debió ser alimentado con leche suplementaria, lo que seguramente influyó más tarde para que adquiriese ese carácter reconcentrado.

Al año y medio y cuando se movilizaba aún en su andador, acometió furiosamente contra las piernas de su abuelo, quien recién estaba operado precisamente de una de ellas y el violento impacto lo envió directamente al Traumatológico. Tres meses estuvo hospitalizado el pobre hombre y cuando su hija lo fue a visitar acompañada de Justino, el abuelo escapó aterrado y por poco no se lastima nuevamente al huir por las escaleras.

Cuando Justino cumplió los tres años, la abuela materna tuvo la mala ocurrencia de morirse, por lo que la acongojada familia hizo todos los trámites de rigor para que la buena señora fuese dignamente velada en una iglesia del sector. A la capilla ardiente concurrió mucha gente ya que la fallecida era muy querida en la vecindad. Esa tarde hicieron su aparición la madre, el padre y los hijos Juvencio y Justino y contritos todos, se acomodaron en una banca para rezar por el alma de la anciana. En un momento de descuido, Justino se deslizó por debajo de las piernas de los orantes y se dirigió sigiloso hacia la urna de su abuela. Quiso la mala suerte que nadie reparara en él puesto que todos estaban muy concentrados en sus plegarias. Oculto por las coronas de flores, el chico intentó trepar a la cima para atisbar el rostro macilento de su abuela y afirmándose en las manillas o en lo que pudo agarrar, trepó por un costado del féretro y ya parecía lograr su objetivo cuando algo rechinó suavemente, sonido que fue acrecentándose hasta que un estruendo mayúsculo alertó a los compungidos concurrentes. El ataúd se había desplomado de sus paramentos aplastando al muchachito y de paso haciendo rodar el cadáver de la abuela por las frías baldosas de la iglesia. Gritos de terror, desmayos, ancianas santiguándose y llorando a mares mientras proclamaban a grandes voces que se acababa el mundo, fueron el corolario para esta singular anécdota de la cual el pequeño Justino salió indemne y con la moraleja cierta de que con la muerte no se juega.

A los cinco años, destrozó un grifo, anegando a medio vecindario y como el daño comprometía un bien fiscal, su padre debió cancelar una elevada multa. A los ocho años, jugando con unos fósforos, incendió la casa de un vecino y esta vez su padre debió cubrir los costos de la reconstrucción y para ello se vio obligado a vender su automóvil recién adquirido y una hermosa propiedad que tenía en la playa.

A los nueve años y asistiendo con su madre a un supermercado, quiso sacar un tarro de conserva de una enorme ruma, desplomándose esta sobre un grupo de personas que transitaban por allí. Hubo seis lesionados, todos de diferente consideración y una vez más la familia debió enfrentar una querella criminal, que luego fue retirada previa compensación monetaria.
Pero entre cada catástrofe mayúscula, hubo una serie de situaciones que aún siendo menores, tenían a la familia en un estado calamitoso y de permanente alarma. Tazas de baño destruidas increíblemente, alfombras agujereadas de las más insólitas maneras, cañerías obstruidas hasta lo absurdo, un verdadero ejército de gente lesionada por causa suya, varios vehículos chocados por eludirlo y no atropellarlo mientas cruzaba la calle distraídamente, artefactos eléctricos deteriorados inexplicablemente, animales que huyeron desaforados de su alcance y a los cuales nunca más nadie volvió a ver, eran el inventario alarmante de un ser que nació para no dejar tranquilo a nadie.

Por supuesto que cuando llegó a la adolescencia, fue sistemáticamente evitado por las niñas, quienes ya conocían su preocupante historial. El parecía resignado a su suerte y acaso se hubiese transformado en un eremita a no ser por un accidente en el cual, por supuesto fue el principal involucrado. Una noche en que sus padres se dirigieron a una boda a la cual estaban invitados, Justino se quedó cuidando la casa, misión que le encomendó su padre con el credo en la boca y pidiéndole encarecidamente que no tocara ni accionara nada. Pues bien, el muchacho cumplió su tarea a cabalidad, pero a medianoche, inexplicablemente, las patas de su silla cedieron y el cayó estrepitosamente al piso. En su caída se enredó con el mueble de la TV y este se desplomó con aparato y todo, rompiendo el piso y produciéndose un enorme forado por el cual se precipitaron al vacío. Acongojado, Justino se tomó su cabeza a dos manos por lo extraño del asunto y se dirigió de inmediato al garaje para aperarse de una larga cuerda. Luego la introdujo en el hoyo que parecía bastante profundo, lo que lejos de descorazonarlo fue un acicate para abordarlo de inmediato ya que era preciso recuperar la TV desde el fondo de ese misterioso abismo. Por lo tanto amarró un cabo de la cuerda a la pata de un pesado mueble que era una reliquia valiosísima y se deslizo con mucha dificultad por aquello que parecía un abismo. Cuando llegó al final de la cuerda, se percató que el hoyo era más profundo de lo que pensaba por lo que trepó a la superficie con la misma dificultad con la que había bajado y tomando todas las sábanas, colchas y frazadas que encontró en la casa, las ató una por una para conformar un enorme trenzado de más de treinta metros. Nuevamente se introdujo en el forado y ya asiéndose de la última frazada, sus pies aún no tocaron el fondo. Gritó entonces para medir la profundidad del abismo pero esto no dio resultado alguno, ya que no hubo eco que devolviera su grito. De pronto sintió que la liana de ropa de cama cedía y cuando miró hacia arriba, contempló con horror que el valioso mueble se cimbraba en el borde del abismo. Contuvo su respiración y sin mover un solo músculo, pensó que acaso había llegado la hora de terminar con una corta existencia de desastres. Pensó en sus padres que tanto le habían regañado y que ahora quizás se arrepentirían de haber sido tan severos con él. Sus ojos comenzaron a lagrimear y ello le produjo una inoportuna picazón de sus narices. Trató de contenerse, más aún cuando, arriba, el mueble se comenzó a bambolear peligrosamente. Pero todo fue en vano y un vigoroso estornudo fue el detonante que precipitó los hechos. La reliquia optó finalmente por darle la razón a la fuerza que la impulsaba al abismo y fue tragada con sábanas, colchas, frazadas y con Justino que seguía aferrado inútilmente a ellas, gritando con todas las fuerzas que le permitía su aterrada garganta.

A lo lejos, los padres contemplaron un enorme chorro negro iluminado apenas por las farolas y que parecía salir de las entrañas de su hogar. Sólo atinaron a correr con la angustia pintada en sus rostros y cuando llegaron a las inmediaciones, la policía les impidió el paso. La gente se apretujaba alrededor de tan inusitado espectáculo.
-¡Soy el dueño de casa! ¡Déjenme pasar! ¿Dónde está mi hijo!- Al borde de la histeria, la mujer traspuso la barrera y lo mismo hizo su marido para contemplar como ese enorme chorro proveniente de las entrañas de la tierra, embadurnaba todo el entorno.
-¡Es petróleo, amigos, es petróleo! ¡Son ustedes muuy afortunados!- les gritó desde una casa vecina una anciana que parecía eufórica con ese importante descubrimiento.
-¡Nuestro hijo! ¿Dónde está nuestro hijo? ¡Justiiiiiiinoooooo!- gritó la madre, llorando a mares, sin prestarle atención a lo que decía la mujer. Fue entonces que apareció Justino, con su rostro y vestimentas ennegrecidas y caminando como atontado. Sus padres se arrojaron sobre el para abrazarlo y besarlo con desesperación y embadurnarse con ese oro negro que presumiblemente les cambiaría sus vidas.

Después se supo que el mueble aquel, de tan pesado que era, provocó una perforación tan profunda, que había liberado un enorme pozo petrolero y en la cresta de esa furia negra había emergido Justino, quien fue a parar a un tejado vecino, en donde quedó inconsciente pero absolutamente ileso.

La familia se hizo inmensamente rica con este descubrimiento y Justino fue designado gerente general de la empresa. Su estigma en todo caso no le dio tregua ya que cuando conducía su automóvil trasladando a tres importantes empresarios petroleros árabes con los que pensaba asesorarse, tomó una curva muy cerrada, desbarrancándose y cayendo a una profunda quebrada. El resultó indemne pero los visitantes sufrieron diversas contusiones y debieron ser atendidos de urgencia en un importante centro médico. Los costos de hospitalización fueron elevadísimos pero esta vez el padre canceló todo con una amplia sonrisa ya que el forado que provocó el vehículo permitió descubrir una riquísima mina de oro que por supuesto fue denunciada de inmediato por el progenitor…










Texto agregado el 17-08-2005, y leído por 258 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
17-08-2005 jajajaja, mw reí de buena gana, Justino es más peligroso que elefante en cristalería, mis estrellas anemona
 
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