Llevar un reloj. Dejé ese hábito apenas tuve uso de razón cuando niño. Quizá a los doce o quizá menos. Antes de eso, lo llevaba mas no me detenía a pensar en nada al respecto. Sólo lo llevaba. Luego me di cuenta que tenía la opción de no usarlo. Más tarde, pensaba que el hecho de llevarlo me quitaba una parte de mi mismo, pensé, el reloj anula una parte enorme de mi ser. Se trataba de no poca cosa, pues, nada menos que mi muñeca derecha. Si tuviera la opción de nuevamente tener doce años, elegiría siempre no haberlo llevado nunca. Doce veces no. Sin embargo no soy necio y trato de pensar en que, quizá, dentro de doce años más, vuelva a usarlo. Cuando las primeras arrugas atropellen y sea presa atormentada por el tiempo y sus consecuencias. Es inevitable. Por ello no descarto hoy la idea de ser un necio para los viejos. O un grande raro para los de doce. Pero al fin, sálvese la idea de que si no lo llevo es por un amor a la prevalescencia de lo humano antes que lo impuesto por la convención social y sus impresionantes tecnologías, beneficiosas en algunas ocasiones, en otras, censoras de nuestra hermosa piel, en otras, esclavizantes y en otras, doce mil razones más por venir. |