-“El Abuelo ha muerto, El Abuelo ha muerto” gritaron los gemelos horrorizados.
-¿Quééé´? Exclamé incrédulo.
-“El Abuelo ha muerto”, “Lo atropelló una bicicleta de montaña”, “Y le salió mucha sangre”. Los gemelos intentaban explicar atropelladamente la terrible escena que recién habían presenciado.
-“¿Mucha Sangre?”, cuestioné automáticamente, como era mi costumbre.
-“Síííí, le salió mucha sangre” gritaron histéricamente al unísono.
Al abrazarlos, en ese momento, más que consolarlos, quería hacerlos callar; para tomar conciencia y digerir la noticia. “Ya, ya, todo estará bien” repetía automáticamente mientras los estrechaba fuertemente entre mis brazos.

La muerte, siempre presente en mi vida, comparecía nuevamente, como un viejo amigo que eventualmente se aparece a saludar.
Sentado en el pasto del jardín, al pie de la montaña, todavía abrazando a los gemelos, sufrí un golpe de realidad.
Con la muerte del abuelo aparecerían, como siempre que hubo una muerte en la familia, aquellos hombres. Nos mudaríamos a otro extremo del continente y tendríamos que reiniciar nuestras vidas, tratando de encontrar la normalidad y la rutina en un nuevo entorno. Sucedió cuando murió la abuela en el incendio de la casa de Managua. También cuando asesinaron a mamá aquella noche en Lima, 2 tiros en la nuca con una pistola calibre .22, justo cuando iba a entrar a su habitación en el hotel; sin robo, sin motivo, sin respuesta. Cuando papá se ahorcó, nos trajeron a México, a un pequeño pueblo del norte, alejado de la ciudad, como siempre, cerca de las montañas.

Con la muerte del abuelo, sólo quedamos los gemelos y yo. Como los últimos miembros de nuestro linaje, en nosotros radica el pasado y el futuro del clan familiar. En mi caso como el hermano mayor debo asumir mi papel como jefe de la familia, y eso me asusta.

El solo hecho de pensar que seré yo quién tenga que tratar con aquellos hombres me horroriza.
Con el transcurso de los años, los cambios de residencia, cambios en la servidumbre, sin más familia y sin amigos; la única constante en nuestras vidas ha sido la presencia de esos hombres. Siempre presentes, sin hacer contacto, vigilantes de nuestro entorno, lejanos; nunca se acercaron a menos de 10 metros. Pero en los momentos de necesidad, reaccionaron y lo hicieron violentamente.

En menos de una hora todo lo habían resuelto, recogieron el cuerpo del abuelo del lugar del accidente, le pagaron al ciclista para evitar dar parte a las autoridades, hicieron las maletas; llevaron al abuelo a su recámara y le prendieron fuego a la mansión. Esa noche dormimos en un motel a quinientos kilómetros de casa. No hubo tiempo de la menor ceremonia, ni siquiera una oración, todo fue una serie de precisos movimientos ya ensayados.
A la mañana siguiente en una pequeña nota del periódico local nos enteramos de la muerte de un solitario anciano que pereció calcinado en su mansión; en un pequeño poblado al pie de la Sierra Madre.

Uno de los hombres, el que parecía tener mayor rango sobre los demás, se acercó y respetuosamente, como quien rinde informe a un mando superior, me dijo. Creo que el objetivo se ha cumplido: Un muerto, suspenso, tres personajes, mucha sangre y un final inesperado.
-“¿Un final inesperado?”, cuestioné automáticamente, como era mi costumbre.
-“Sí”.
FIN