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Quizás todo fue obra del azar, una gran casualidad, como ser sietemesino o tener alergia a los ácaros del polvo, o tal vez, la suma de muchas, pequeñas y para muchos irreconocibles casualidades, variables invisibles en la ecuación que se nos plantea cada día.
Igual la culpa la tuvo que comenzará a llover, raudal limpia conciencias a media tarde y sin previo aviso, como un examen sorpresa, como un nuevo personaje en una novela de Paul Auster, como un beso de trece años en una fiesta de cumpleaños, melancólico goteo que hizo retrasarme media hora (esa-media-hora), despistado ante la ventana, haciendo eso que tanto me fascinó desde niño: ver llover, estudiar los movimientos de las gotas deslizándose sobre el cristal, tratando de adivinar su trayectoria, intentándola cambiar con mi aliento.
O puede ser que la suerte se escondiese en el simple hecho de coger el bus en lugar de ir a pie y encontrar en rojo el semáforo de la esquina de República Argentina con La Cruz del Sur, justo antes de mi parada, dónde recuerdo haber observado con despreocupado detenimiento sus edificios de balcones anacrónicos y flores fuera de lugar. Cuando bajé habían derruido uno de ellos, “próxima construcción de apartamentos y oficinas” rezaba un gran cartel.
Tal vez eso significase otra casualidad, que me quedase mirando absorto el solar y las paredes de los edificios que le servían de abrigo y sustento, como el doctor observando una preocupante radiografía, descubriendo dónde hubo una escalera, dónde un cuarto de baño, con sus azulejos y todo, o investigando la función del resto de habitáculos, algunos con cuadros o fotografías resistiendo a la intemperie, huérfanos ahora de intimidad.
Aunque quizás todo se debió a mi despiste crónico, que permitió ese encontronazo fortuito, dos órbitas que se cruzan, dos mirandas que estallan, dos cuerpos celestes atraídos en la inmensidad del cosmos, intentado abrir a la vez la puerta del Café Universal, tu hacia adentro, yo hacia afuera, tu te disculpaste, yo también, acepté tus disculpas, sonreíste, entramos juntos al local y juntos permanecimos, aunque a unos metros de distancia, nos examinamos entre el humo, la música y los ecos incomprensibles de otras conversaciones.
Fue entonces cuando rompimos en mil pedazos ese volátil guión que nos ofrecía el destino y decidimos escribirlo juntos, conscientes ya, aunque imprudentes y temerarios. No fue casualidad que pidiera una copa instantes después de verte apoyada en la barra, ni que te soltase el discurso de rigor que se suele memorizar para tales ocasiones, tampoco lo fue la servilleta con tu número escrito, ni la llamada noctámbula del día siguiente, ni mucho menos la primera cita, en el mismo sitio, esta vez percatándonos del “tirar” que colgaba de la puerta, ni “El ladrón de bicicletas” en el Cine Neruda, ni tu risa, ni mi forzado acento porteño recitando “no te quedes inmóvil al borde del camino...”, ni tu perfume, ni el beso que te robé en el antepenúltimo portal antes de llegar a tu casa, ni el que ya me diste en el penúltimo, ni el que nos dimos en el último, ni los que siguieron en el tuyo.
Ahora que ya no estás ocupo mi tiempo contabilizando casualidades, en el último recuento he llegado a las 147, caprichos del destino evidentes e involuntarios que lograron ese primer encuentro y todo-lo-demás
Cientocuarentaysiete casualidades hicieron nacer nuestro amor.
Sólo una bastó para que muriera.

Texto agregado el 26-09-2003, y leído por 229 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
25-10-2004 un poco de la onda de "la insoportable levedad del ser" pero esta bastnte rescatable. Asesina_Serial
15-12-2003 Está muy admisible, muy creible, sin florituras, es muy fácil de leer. Y a historia, sencilla. Me ha gustado. Saludos nomecreona
 
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