Un sapo, de la luna enamorado, cantaba solitario en pos de su amada la noche en que acabó el verano; y, al momento en que interpretó su mejor nota, escuchó a su alrededor algo que lo sacó de concentración. El sapo galante deseaba ferviente, que fuera su amada de quien los sonidos escapaban. Curioso excelente, los siguió por el bosque oscuro.
Los ruidos le hicieron seguir un rastro, era la huella de un halo de polvo brillante que avanzaba delante suyo e iluminaba su camino.
La reluciente y fina arena se desprendía de una hadita no alada, que volaba montada sobre una luciérnaga y guiaba el sendero del sapo que buscaba a su amada.
Un búho observaba y, como ignoraba la pasión del sapo por su luna apreciada, se lanzó sobre el batracio para llevarle a sus polluelos un bocado.
En el vuelo mortal, el sapo brincó y alcanzó el firmamento, sólo que llegó a las alturas sin cuerpo. El batracio de su muerte ni se enteró y su sueño se había realizado, pues aunque los críos del búho lo devoraron, por siempre al lado de la luna quedó instalado.