Primera
Cuando despertó, ya no había piedra. Ni montaña. Tan sólo suaves dunas coronadas al fondo por palmeras y con un mar esmeralda rizado de pequeñas olas como horizonte. “Mi castigo ha terminado”, suspiró Sísifo, “pero... ¿Dónde estoy? ¿Qué planeta será este? No conozco este lugar”. Con la mano como visera, oteó a su alrededor. No vio nada conocido ni vio a nadie. El silencio era tal que se hacía extraño. Respiró hondo y se dispuso a explorar el lugar. Dejando de lado la tentación de un baño, se dirigió hacia las dunas, hacia la vegetación, con la esperanza de encontrar un poblado o al menos un camino al otro lado. Al principio sus pasos eran lentos y dubitativos: acostumbrados como estaban a caminar con gran esfuerzo, ahora se sentían inseguros. Pero poco a poco fue recuperando el brío y, pese a la dificultad de caminar por aquella fina arena, aceleró el paso.
Al cabo de un buen rato comenzó a comprender. Por mucho que caminaba nunca llegaba a las palmeras, nunca alcanzaba el final de las dunas. Se secó el sudor de la frente, se frotó los ojos, se animó a sí mismo diciéndose que no, que no podía ser, que sería tan sólo una alucinación. Pero la luz del sol le indicaba lo contrario: eran demasiadas horas caminando. Con los brazos en jarra, tomó aliento. Agachó la cabeza dejando resbalar gotas de sudor: su castigo no había terminado. Dio media vuelta, hacia el mar. “Al menos me daré un baño”, pensó. Pero tras largo rato caminando sin alcanzar la orilla, comprendió del todo. Sísifo se dejó caer sobre abatido sobre la arena y, entre sollozos desesperados, maldijo con toda su alma su fatal destino. Cerró los ojos con fuerza y deseó dormir para siempre, quien sabe si para acabar despertando en un repugnante insecto, qué importaba ya...
Segunda
Cuando Gregorio Samsa despertó, tras una noche de agitados sueños, su hermana estaba sentada en el borde de la cama. Le miraba con aquellos ojos de besugo, sonriendo como una bobalicona bajo aquel espantoso bigote. “¿Qu... qué quieres?”, balbució somnoliente Samsa. Ella, con los ojos brillantes de la emoción, le dijo: “¡Tengo una gran noticia, Gregorio!” Samsa se frotó los ojos quitándose las legañas. “¿Y qué noticia es esa?”, preguntó con cierto tono de fastidio. La hermana, cogiéndose las manos y con voz entrecortada por la emoción, dijo: “Gregorio... ¡no somos hermanos! ¡Tú eres adoptado! ¡Me lo acaban de decir papá y mamá!” Samsa abrió los ojos como platos: “¿¡Y eso te parece una buena noticia!?” La hermana dio unas palmaditas de puro contento. “¡Claro que sí, tontuelo!”, dijo entre grititos, “¡Ahora ya podré cumplir mi sueño! Gregorio... ¡ahora podremos casarnos, como siempre he deseado!” Gregorio Samsa abrió la boca hasta casi desencajarla: “¿¿¿Queeeeeé??? ¿¿¿Casarnos???” La joven se le abalanzó abrazándose con fuerza a su cuello. “¡Sí, Gregorio, sí! ¡Por fin no me siento sucia! ¡Por fin puedo quererte como te he querido siempre, como mujer, y no como hermana! ¡Ah, cariño, soy tan feliz...!”
Y, mientras la joven le colmaba de besos, Samsa se pellizcaba con fiereza deseando despertarse de lo que, no cabía duda, era la peor pesadilla que había tenido nunca.
Tercera
Una ola juguetona le despertó. Escupió el agua salada que le había metido en la boca y se incorporó pesadamente sobre la arena empapada. Sacudió los todavía abundantes cabellos mientras se frotaba el rostro con las manos. Por entre los dedos pudo ver como el sol se escondía en el mar. “Qué belleza de ocaso”, se descubrió pensando. Y, en ese momento, su rostro se iluminó: no era la primera vez que veía ese atardecer. Las lágrimas comenzaron a brotar de sus cansados ojos. “¡Por fin, por fin he llegado!”, suspiró entre sollozos, “¡Oh, tierra mía, cuánto me ha costado encontrarte!” Se dejó caer de espaldas mientras de su garganta brotaba una sonora carcajada. “¡No habéis podido conmigo! ¡He llegado a mi meta!” Se revolcó como un crío que juega feliz. Poco a poco la intensidad de la risa se fue calmando y la respiración recuperó su normalidad. Levantándose de la playa, comenzó el regreso a su ansiado hogar. “¿Me reconocerán en casa tras tantos años?”, pensó. “Y ella... ¿Me seguirá siendo fiel?” Este último pensamiento nubló su ánimo, así que lo apartó de su mente como quien espanta un molesto mosquito. “No me asustará nada de lo que pueda venir, ya he padecido demasiado para dudar ahora”, se dijo.
Pero cuando faltaban escasos metros para llegar a su casa, vislumbró varias figuras de hombres desconocidos que poblaban su casa. Su instinto, entrenado en todo tipo de aventuras, le alertó que algo no iba bien. Se escondió tras un matorral mientras pensaba la forma de acercarse sin ser visto. Se temía una trampa y tenía que desmontarla. “Nadie me arrebatará mi hogar”, se prometió, “como me llamo Ulises”.
Y, al sentarse a pensar en medio de la oscuridad reinante, pudo contemplar una señal que le daba la razón: en un cielo limpio de nubes, sin luna llena que ilumine nada, la noche se había presentado sin estrellas.
Apretó los dientes: esa noche correría sangre.
Cuarta
El crujir de la cerradura lo despertó de un sobresalto. “¡Alguien está entrando en casa!”, chilló. Miró a su izquierda, pero no estaba su mujer, tan sólo el hueco entre las sábanas. Se rió por lo bajo acusándose de paranoico: “Debe ser que ha ido a comprar algo para el desayuno... ¡Ella siempre tan atenta!” Con la sonrisa puesta, se levantó y se dirigió al comedor. En cuanto llegó, se quedó paralizado. En medio de su comedor había dos desconocidos vestidos además de la forma más extraña. “Oh, disculpe si hemos entrado así, pero el asunto es urgente”, dijo el más alto. “¿Q.. qué... quienes son ustedes?”, preguntó estupefacto. “Perdone que no nos hayamos presentado, caballero... Yo soy Sherlock Holmes y este es mi ayudante, el doctor Watson”, dijo el hombre alto mientras el bajito saludaba con su ridículo bombín. “Oigan... ¿qué es esto? ¿¿Qu... qué clase de broma es esta??”. El que decía ser Holmes le miró circunspecto. “No es ninguna broma, señor. Es usted Pablo Martínez, ¿no es cierto?” El hombre asintió, tragando saliva. “¿Y no es también cierto que usted posee una casita en una urbanización a las afueras de Malgrat de Mar?”. Pablo afirmó con la cabeza pero cuando iba a decir algo Holmes le detuvo con un gesto: “Bien, he de informarle que en esa casa acaban de aparecer veinticuatro cadáveres, todos hombres y todos asesinados de forma brutal”. Pablo desdibujó su rostro en un gesto de sorpresa. “¿¿Me está tomando el pelo??”, fue lo único que acertó a decir. Sherlock Holmes negó con la cabeza. “En absoluto, señor. Y he de añadir que su mujer le acusa a usted de la masacre.” Esta vez Pablo no pudo contenerse más. “¿¿Yoooo?? ¡Usted está loco! ¡Dios mío, se me han metido dos locos en casa! ¡Policíaaaaaaaaaa! ¡Vecinoooooos! ¡Llamen a la policíaaaaaaa!”. Holmes y Watson se miraron con cierta tristeza. Esta vez fue Watson quien habló: “No hace falta que grite, están abajo, esperándole. Mire, nos hacemos cargo de que su mujer es... ¿cómo decirlo? Ligera de cascos... Pero eso no justifica la barbaridad que ha cometido esta noche... es absolutamente imperdonable...” Y, mientras decía esto, dos policías esposaron a un atónito Pablo. Entre las miradas curiosas y expectantes de los vecinos, lo sacaron del edificio. Afuera estaba su mujer, abrazada a un fortachón. Pablo le suplicó: “¡Cariño! ¡Diles que yo no he sido, díselo!” La mujer, una espectacular morena de curvas sensuales, se abrazó aún más a su musculoso acompañante y, con tono despectivo, le gritó con voz dolida: “¡Eres un monstruo, Pablo, un monstruo! ¡No quiero saber nada de ti! ¡Déjame en paz! Yo ya tengo a quien me cuide”. Cambiando el tono a un suave arrullo preguntó al hombretón: “¿Verdad que me vas a cuidar, sansón mío?”. Este, con voz grave, le respondió: “Dalo por hecho, Dalila”.
A base de empujones los policías lograron meter a Pablo en el coche patrulla. Con los ojos enrojecidos de dolor, Pablo vio cómo se besaban mientras en sus oídos estallaba el aullido de la sirena. Y, en su cabeza, ardía el deseo de que todo no fuera más que una atroz pesadilla, la más espantosa de su insignificante vida.
Y última...
El ama de llaves y la criada abrieron la puerta asustadas. Mandándoles silenciar, les hicieron pasar a la casa evitando que les viera él, a quien se le oía vociferar en su despacho.
—Miren vuesas mercedes que no podemos más —comenzó a decir el ama de llaves ahogando un sollozo— que lleva así varios días, sin apenas comer ni dormir, hablando y gritando como si estuviese acompañado cuando no hay nadie más en esa habitación que él... ¡Ay, que mi señor está perdiendo la cordura! —y diciendo esto, rompió a llorar consolada por una triste criada.
El párroco apoyó su mano en el brazo de la mujer tratando de calmarla.
—Vamos, vamos, cuéntenos, ¿qué ha sucedido en estos últimos días para que caballero tan juicioso pierda el norte daquesta manera?
Ante la imposibilidad de la ama de relatar nada, tanta era su congoja, fue la criada la que habló:
—Pues mire vuesa merced... Ya conocen de las aficiones literatas de nuestro señor (“literarias, doncella, literarias”, le corrigió el bachiller), pues eso, que queriendo matar el tiempo apuntose no hace ha a un taller desos por internet, donde se supone que enseñan a quienes participan a escribir cuentos con mayor destreza y atino... Y tanto fue su entusiasmo que se pasaba largas horas encerrado en su aposento, maquinando historias que presentar. Al principio no hallamos preocupación en ello, mas que había que insistirle un tanto a que acudiera a sus comidas diarias, pero... Al poco tiempo —un gran suspiro salió del pecho del ama de llaves, interrumpiendo el discurso de la criada, quien le amonestó con dulzura— pues, como iba diciendo, al poco tiempo ni comer quiso, ni a su lecho a dormir acudía. Y desde hace dos días no hace más que hablar en voz alta, como hacen aquellos a quienes se les seca el seso.
—¿Cuál será su cuita? —se preguntó en voz alta el párroco mirando a un perplejo bachiller.
—Acerquémonos sin provocar ruido a escuchar su desvarío, quizá averigüemos algo— contesto este.
Caminando de puntillas, se asomaron al despacho del señor. Este, de pie frente al ordenador, enarbolaba una regla como si de una espada o de una bandera se tratase, que era difícil distinguir qué significaba con tanto movimiento que la traía.
—¡Ah, ruin! ¡Ah, miserable! ¡No podrás conmigo! ¡Lo juro por los Grandes, que iluminan mi camino! ¡Por Homero, por Kafka, por Camus e incluso por Conan Doyle! ¡De mí no te libras! ¡O tú o yo, pero los dos no saldremos de aquí con vida!
Y puesto que miraba con fiereza inusitada la pantalla del ordenador, a ella fueron a parar las miradas del cura y del bachiller. En una hoja en blanco, en grandes letras Times New Roman, brillaba parpadeante tan sólo una palabra:
“Pablo”.
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