AL FINAL DE TODO.
Soplaba el viento aquella tarde, más que de costumbre en una ciudad como ésta. Hacía frío y todo a mi alrededor parecía inerte o muriendo en agonía.
Llegué aproximadamente un cuarto de hora antes de lo programado y tuve que esperar en una pequeña sala rodeado de gente por doquier, gente quizá con los mismos temores que acorralaban mi alma en ese momento. Con anterioridad me había jurado que iba a permanecer sereno, que dejaría que todo pasará como Él quisiera aunque sabía que después podría terminar odiándolo.
Los dolores eran cada vez más fuertes y por momentos pensaba que tal vez la inconciencia sería el remedio más amable. Con el tiempo entendí que para ese entonces en realidad no había llegado a sentir dolor verdadero.
El doctor Jiménez me llamó por fin. Me levanté lentamente y cada paso que di hasta el consultorio hizo que mi cuerpo se estremeciera con el sinnúmero de recuerdos que atravesaron mi mente en ese momento, recuerdos pocos pero de experiencias que marcaron mi joven vida. Una mezcla de ansiedad, ira y miedo me invadieron de repente y añoré sentir alguna mano tomando la mía. Tomé asiento y entonces las palabras ya no fueron necesarias, en su rostro pude adivinar la nefasta noticia.
Regresé a mi casa ya entrada la noche. Pasé la tarde tumbado en la banca del parque que mi mamá utilizaba cuando yo era pequeño y me sacaba de paseo. Pensé más que de costumbre y miré el cielo como lo miraría alguien por primera vez después de haber oído hablar de él y de su magnificencia durante toda su vida, lo miré casi extasiado por su belleza, por su complejidad desfigurada tras una máscara de simplicidad. Aún estaba en shock.
A la mañana siguiente vi mi rostro reflejado en el espejo y lo sentí ajeno a mí, me sentí un completo extraño, no reconocí siquiera la marca de las lagrimas que brotaron toda la noche ni la sombra bajo mis ojos; entonces me sentí tan solo, como en un vacío indescriptible, como en el espacio.
Fueron cuatro o cinco meses llenos de terapias, medicinas y traumas antes de la recaída que me obligó a mudarme por completo a la Clínica de la Misericordia, nombre que después me parecería irónico, teniendo en cuenta que el sufrimiento por el que pasé me hizo olvidar por completo cualquier característica de bondad humana o divina. Para ese entonces los dolores se habían vuelto insoportables y la radiación de los numerosos tratamientos a los que fui sometido destruyeron casi por completo mi sistema inmunológico lo que me obligaba a estar alejado del mundo, todo se volvió una amenaza. Me sentí indefenso e impotente, me vi en un estado de fragilidad absoluta. Todavía estaba solo, el mundo me había olvidado.
Al fin llegaron mis últimos días. Semanas atrás logré entender que el cáncer no estaba muriendo sino que por el contrario se reproducía cada vez más rápido y, según entendí, se había extendido hasta mis pulmones lo que hacía de sólo respirar una dificultad terriblemente dolorosa.
Sólo podía esperar, hablar con mi conciencia y tratar de entender un poco la condición humana y la injusticia universal. Muchas veces quise tener el valor para terminar conmigo y en los momentos en que parecía adquirirlo la razón o la locura me atacaba de golpe, me detenía y me ahogaba en mi propio llanto.
De repente aquella mañana parecía ser diferente, aún con los ojos abiertos y conciente del mundo a mi alrededor todo quedó en silencio, entendí que era el momento y aunque siempre pensé en la muerte de otra manera, puedo decir que fue aliviador. Toda mi vida apareció en un relámpago antes mis ojos y ya no tenía miedo. Después del silencio vino la oscuridad y después la felicidad.
Me di cuenta de que no todos me habían olvidado. Al final de todo alguien se acordó de mí.
|