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Silvia.

Esta fue la primera mina que me atreví a abordar.

Recuerdo que la esperé como un malhechor detrás de un poste de luz a la salida de su escuela. Era una de esas frías noches de abril o mayo, típicas de Valdivia. No habrán sido más de las seis o siete de la tarde pero ya era noche cerrada. Niebla y nerviosismo y el grito de algún chico vendedor de piñones o castañas calientes. Silvia: Esta mina tenía la fama de ser re “polola” y yo pensé tal vez que tenía alguna chance con ella. Puedo recordar los latidos de mi corazón mientras la veía salir y despedirse de sus amigas. ¡Sentía la adrenalina como si fuera a saltar en paracaídas! Así que la seguí por el pasaje mal iluminado por donde se metió. Rápidamente la alcancé y le dije algo así como: “Señorita, tendría usted la amabilidad de escucharme unos momentos...“ ¡Estoy hueveando! Probablemente lo que le dije fue “¡oye, espera!” O alguna pendejada parecida. Ella se detuvo y yo seguramente lo tomé como un primer triunfo. Aunque noté de inmediato que la damisela tenía experiencia en estas lides. Entonces sin mayores dilaciones le pedí pololeo porque la huevada era más que obvia. Pero claro, ella salió con unas largas y unas cortas: que ya estaba pololeando, que la cacha de la espada y que el martillo de goma, etc. Aunque dijo también que estaba un poco aburrida con el compadre porque parece que era muy requetecontra fome y abusivo. Finalmente me dijo que “tal vez”. Entonces traté de acordarme de alguna de las sucias triquiñuelas que mis amigos y compañeros del colegio, putos y consumados cabrones (o al menos así era como se presentaban) aconsejaban para prolongar una relación insipiente o para crear un vínculo en casos como el mío. De manera que le hice la típica pregunta sobre sus preferencias literarias o sea sobre qué revistas le gustaban, a lo cual y como era esperable de su idiosincrasia y condición, respondió: “El Corín Tellado”, “La Selene” y otras joyas del género fotonovela.

Quiero aprovechar aquí de pedirle perdón a mis tías -Leontina y Amalia- por el hurto de numerosas revistas de su valiosa colección que con tanto esfuerzo y sacrificio habían logrado construir. Sólo espero que después de tantos años sepan perdonarme y por si acaso que recuerden aquello de que todo crimen “prescribe” con el tiempo.

Nos despedimos luego de esta breve entrevista, previa promesa de un segundo encuentro al cual yo llegaría (¡el muy boludo!) cargado de “revistas del corazón” (¡Puta madre, me acuerdo ahora y se me cae la cara de vergüenza!) Pero no importa, me he prometido ser fiel a los hechos. Por supuesto que no pasó nada. La mina, mayor y más zorra que yo, me estuvo manipulando. Ella administraba su “belleza” o, puesto de una manera más justiciera, la inocencia de admiradores tan cándidos como yo para obligarlos a las más ruines tareas con la vaga promesa de un futuro “atraque”. No voy a relatar aquí, por respeto al niño que fui, la cantidad de huevadas a las que me mostré dispuesto con tal de obtener un minuto de su amor (que mi canción nunca le robó a pesar que cantaba “igualito” que el Germaín)

Pero ¿por qué cuento esta historia sobre esta colegiala vampiresa de barrio que hoy ha de ser una respetable Doña media charchetuda y con hijos grandes y grandes arrugas y que ni siquiera se acordará de este humilde narrador? Pues ya lo dije, porque fue la primera mina a la que fui capaz de abordar y también por aquel intenso recuerdo de las emociones que este encuentro despertó en mí. Eso fue lo más loco porque aconteció que después de esta breve charla me acuerdo que corrí lleno de una estúpida felicidad a encerrarme en mi cuarto.
No, no a masturbarme.
Así que me veo tirado en la cama sintiendo una emoción muy, muy intensa. El amor me embargaba y era una huevada como súper fuerte y también súper extraña. Me gustaría poder explicarlo, pero sé que por más empeño que le haga la descripción será siempre charcha comparada con aquella maravillosa emoción que me hacía levitar y ver el mundo, de ordinario chato y feo, como un verdadero paraíso donde las estrellas y las plantas, el aire helado de la noche, el rostro amistoso de mi perro y hasta la araña que siempre asomaba en su rincón parecían algo lleno de una magia sublime, la cual hasta entonces sólo se vislumbraba en la mera fantasía de los sueños. Lo raro es que aquella emoción tan dulce tenía algo como de un dolor antiguo; como de una otra edad u otra existencia. Era, fue, como una emoción que subía desde el fondo de mi ser, más precisamente desde el vacío de mi ombligo, donde acaso se encontraba dormida, latente, como una enfermedad de una época pretérita.

Resumiendo: anduve huevón como por una semana.

En ese momento no podía cachar que aquel sentimiento no tenía que ver en realidad con Silvia, puesto que prácticamente no la conocía. Sin embargo, ella había gatillado esas emociones en mí y como era algo tan complejo yo asumía que eso era el amor. Y ahora que acabo de escribir esto caigo en la cuenta que suena como si yo supiera lo que es el amor. Claro que no. Y me pregunto si “nomás” eso ha sido siempre el amor: un ser desconocido que despierta en nosotros una emoción intensa; un ser que a pesar de ello siempre nos es inmensamente ajeno.

Pero, no me hagan caso. Cada uno con su cuento.

Termino con el mío.

Una noche que bajaba por la calle Andrés Bello hacia la intersección con Clemente Holzapfel contemplé un espectáculo horrible. Junto a una de las tapias musgosas había una pareja. El hombre, un tipo de unos 19 a 20 años me daba la espalda ocupado en besar y meterle mano a la minita que se encontraba contra la pared. Y de pronto, aquella larga melena castaña me pareció conocida. Cuando pasé frente a ellos, la mina se apartó un poco y vi su rostro. Era Silvia.

Puede que no sea así, ya saben lo traicionera que es la memoria, pero me pareció que la maldita me guiñaba un ojo mientras volvía a entregarse a los brazos de su amante.

Yo tenía 12 años. Estaba muy solo. Y de pronto no sabía por qué diablos caminaba por la Andrés Bello hasta llegar a la intersección con la infinita Clemente Holzapfel. No había un alma, sólo ellos amándose, ardiendo en la fría oscuridad.

Y no sé por qué, pero presiento que después de leer esto mis tías ya no podrán perdonarme.

Texto agregado el 15-08-2005, y leído por 107 visitantes. (0 votos)


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