Cierras la puerta y enciendes la tele. Necesitas un baño. Más que nunca. Como jamás imaginaste. Hoy, una noche cualquiera, comprendiste finalmente el significado de venderle el alma al diablo. No es abrir un cajetín en tu pecho y dejar salir humo negro mientras varios hombrecillos cornudos, pintados de rojo, bailan a tu alrededor. No es la aparición de un trío de sombras que te halan por las calles vacías hasta el infierno. No es la voz de tu conciencia listándote un chorro de insultos para hacerte sentir culpable. No es el rostro de un niño hambriento que te provoca llanto. No es la pérdida de la razón.
Haces sangrar tu piel con la fricción del jabón. Te sientes miserable. Necesitas borrar cada huella, cada microbio, cada resto de saliva. Tratas de justificarte: “No quería perder mi trabajo”. Pablito, inocente, toca la puerta. “Abre mami, quiero ver la tele contigo”. Quedas en silencio. Piensas en ese maldito viejo relamiéndote como gato callejero, muerto de hambre, desesperado. Oscuridad, vacío, remordimiento, asco. Sólo asco. Más asco que cualquier otra cosa. Pensaste en tu hijo. Cada vez llegan más altas las cuentas del hospital. Esa enfermedad de mierda que no lo deja tranquilo. El niño tose. “Apúrate mami que hace frío”. Pero no puedes responder. El silencio es tu única opción.
Cada gota de agua retumba en tu memoria. “Así me gusta, quédate quieta”. La nueva voz de tus pesadillas. Nunca antes te había pesado tanto el letrero de divorciada. Tampoco haberte hecho cargo de Pablito sin ayuda del padre. Hasta que tu jefe se agachó a recoger su lápiz y te miró la entrepierna. Estabas de piernas cruzadas, con tu falda negra del uniforme, tomando un dictado. Tan concentrada que no pudiste diferenciar la mirada de ese viejo a punto de la calvicie, barrigón, pestilente. “No me había fijado lo bonita que es mi secretaria”. “Perdón ¿Cómo dijo?”. Y de allí, una oleada de situaciones incontrolables te arruinó la vida. Horas extras injustificadas. Leves manotazos en la espalda, luego en tus caderas, finalmente en tu nalga derecha.
Te volteas y le pides que se aparte. Es más fuerte que tú. Quién iba a pensar que un hombre tan senil podía sacar ese vigor. Saca su lengua, te lame el cuello, tú manoteas y gritas. Es casi medianoche. Nadie te escucha. Lloras. “No seas pendeja” y el grito lo acompaña con una bofetada. “Si te despido mañana mismo ¿Qué va a pasar con Pablito? Te vas a quedar sin pasta, sin seguro, en la calle y sin un peso en el bolsillo”. Entonces te callas y te dejas montar sobre el escritorio. Es tan vulgar que ni siquiera te ve a la cara. Te arranca la ropa interior. Sientes que en cualquier momento te vas a ir en vómito. “Así me gusta, quédate quieta”. La nueva voz de tus pesadillas. Nunca antes te había pesado tanto el letrero de divorciada. Tampoco haberte hecho cargo de Pablito sin ayuda del padre. Hasta que sientes el inminente penetrar de su miembro insaciable, inesperadamente erecto, irremediablemente ultrajador.
Entonces, acaba. Comienza a gemir sobre tus senos. Sientes su saliva recorrer cada una de tus pecas. “Voy a llamar a la policía… no, es una estupidez, no hay rastros de forcejeos… maldita sea…”. La cremallera de su pantalón te desconecta de tus variaciones inútiles. Divagaciones, a estas alturas… ¿Para qué? “Tómate la mañana libre, te espero a las 2 en punto, estuviste divina. Y si te portas bien, el mes entrante hablamos de un aumento”. Te apresuras hilvanando los botones de tu camisa en esos ojales resbaladizos, te bajas la falda, te vuelves a colocar el zapato de tacón negro que se te cayó en plena batalla y corres sin mirar atrás. Tomas un taxi. No estaba incluido en el presupuesto, pero tus piernas temblorosas no alcanzaron el último bus para tu cantón.
“¡Mamaaaaaaaaaá… apúrate que va a empezar el partido de fútbol!”. Marta, es la voz de tu hijo, abre la puerta. Recorres el cuarto de baño con tu mirada asustadiza. Estás completamente sola. Rompes el espejo con un puñetazo. Pintas tu cara de sangre. Ahora sí te vas en vómito. Tu hijo comienza a golpear la puerta, sospecha algo. Sientes el vacío. Sólo el vacío. Sólo el silencio.
“¿Mamá?... ¿Mamá?... ¿Ma… má…?” |