El desesperado claxon de un Chevrolet guayín del 53 pretendió alertar la distraída atención del taxista no revolucionario. En la aparente neutralidad de su discurso había invadido uno de los carriles descendentes del Malecón de La Habana. Todo comenzó con un: "Aunque les diré que yo no soy revolucionario". Dieciséis cuadras y tres minutos más tarde se olvidaba del volante. Fulgencio, metamorfoseó su palabreo interpretando en aplausos el grito jubiloso del pueblo cubano: "¡Fidel, Fidel! ¡Sí, la gente le aplaude! ¡La gente corre para verle! Corren, incluso aquellos que se jactan de no ser revolucionarios. ¡Les diré que admiro los cojones de ese hombre!" El impotente aviso sonoro frenó brusco la carrerilla de elogios ensartados. Bajo la lluvia de un Malecón mojado, Fulgencio, regresó a la realidad que le planteaba su leve accidente habanero. Bajo la lluvia, observé los desperfectos causados por la distraída admiración de un hombre que decía no ser revolucionario.