Ella se veía tan hermosa. Se veía tan hermosa. Tú la mirabas y tenías que doblar los ojos, casi, para resistir. Tú la mirabas y pensabas planes macabros; cartelitos, de ese estilo. Y a cada momento se te helaban más las puntas de los dedos (blancos versus los de ella).
En un momento te alejabas; inevitable. Te ibas como a recorrer cosas alternativas (sin recorrerlas); secándosete la boca; cerrándosete los ojos; ansiándosete los pensamientos; abriéndosete la punta de los dedos. Convirtiéndosete las palabras en lo que tocabas: piano invisible.
En un momento; en otro momento; en varios momentos. ¿Por qué yo? ¿Por qué entonces? Y entonces ella corre. Cuando corre te imaginas varias cosas fantásticas. Cuando se tira al sillón, corriendo, piensas en algo verde semi eterno; condicionado por alguna extraña sensación perdida; desde el estómago. Ella corre, corre, corre, corre. ¿Por qué corre? ¿Por qué se ve tan hermosa corriendo? ¿Por qué se te hielan la punta de los dedos y la melodía del piano extraño es la solución a todos los líos? Te ríes. Inevitable, piensas. Si no te ríes tendrías que dibujar, o tocarle el rostro, o mirarla. Si no te ríes te vas para adentro o se ponen los ojos blancos: la ella, la ella, la ella.
No. Obviamente que no puedes decir. Si dijeras te desarmarías y esas cosas. Tú y tus descompensaciones, tus extraños atributos; místico mecanismo. ¿Entonces qué? Pues seguir. En lo que sea que se esté diciendo o haciendo, pero seguir, seguir, seguir. Siempre. Porque si no sigues, no te queda nada (¿seguir qué cosa?). Seguir, seguir, seguir, continuar, permanecer, estabilizar, machetear. Seguir. Pensarle. Pensarle; la perla de Valparaíso. El diptongo bien puesto... le dice. El diptongo bien puesto; respeta el hiato; el triptongo; el tridente; el mausoleo del océano. Venus conquista Roma. Roma conquista el mundo. La secta de los prolegománicos domina el universo: nada que hacerle.
Todo que hacerle. Tocar piano en el tobillo que hacerle. Violar los ojos en una tela de araña que hacerle. Tejer consistente y héroe del futuro que hacerle. Empequeñecerla que hacerle. Estudiarla que hacerle.
Día 1232. Yo no había pensado en tales cosas hasta que de repente se me vino todo a la cabeza. Las luces; los destellos de clarividencia. Y sí, de un momento a otro, casi sin darme cuenta, estaba yo allí, en el sitio extraño, mirando, desconcertado, cómo las paredes se derretían dejando a la vista un campo eriaso sin fronteras. A lo lejos estaba el sol; rojo. No supe bien qué significaría todo ello, más bien lo obvié: yo era un hombre razonable. Pero los últimos acontecimientos me dejaban la duda. ¿Cómo no creer que de verdad esto pasó?¿No sería inocente pensar que simplemente era un sueño?
Es el juego de las posibilidades. Creer. No creer. Algo que lógicamente puede suceder; pero, lógicamente, todo puede suceder, porque, lógicamente, nada es una verdad absoluta. La alternativa emocional, el sueño del estrés, la alucinación de la sobrecarga, eso era una vía irracional. Descartar es imposible.
Por la mañana, cuando pensaba en estas cosas, vino Hernández a verme. Tenía el rostro turbado, hablaba entrecortado y sin mucha claridad. Me contó que Siluro estaba desaparecido, que simplemente se había despedido de él hace tres noches con un escueto y enigmático: "voy a comprarme una fanta". Nunca regresó. Hernández me confesó que había estado soñando cosas extrañas hacía un tiempo: la silueta de un hombre derritiéndose frente a un sol rojo; creía que la fatalidad nos estaba cercando (mientras me contaba esto miraba por la puerta, como esperando algo). No podía simplemente ser coincidencia.
Yo no le mostré mi preocupación ni le conté de mis imágenes-sueños. Le dije que no se preocupase, que Siluro era así, y que probablemente volvería en poco tiempo, borracho y con serpentinas sobre el espinazo verde.
Y ya no es sólo una imagen. Ya no es sólo una chica corriendo y tirándose contra un sillón. Ya no es un T difuminado, en ruinas, saltado por ventanas y dejados con sillas de testigo hasta el fin de los días: juicio final. Ya no sólo eso. Es más. Más que eso. Y no saber dónde, cómo, para qué, cuando, desde cuando, para cuando. Y no entender dónde, cómo, para qué, cuando, desde cuando, para cuando. Y no pensar dónde, cómo... Y así. Ya no es sólo una imagen/ y ya todo se pone menos racional. Impecablemente un pelacables, como pintura desparramada, gotitas pigmentales aboliendo/ la esclavitud /antes de tiempo. Total, el tiempo no exis...
Y de repente, como de la nada, me encuentro sentado en una silla metálica. ¿Cómo? No sé. Tampoco en qué sitio, con qué fin, desde qué hora, para qué. Y las paredes se derriten. Y hay un campo eriaso levemente iluminado por un sol gigante; rojo. ¿Será un juego? No hay que descartar posibilidades. No hay que sucumbir ante la desesperación o las dinámicas preguntas que uno uno mismo se va haciendo. Tampoco hay que aturdirse o trastornarse: sería el camino fácil. Ahora; ¿qué hacer?
Guarda silencio. Bordéale un labio; luego un ojo; luego un cuello; luego una cabeza; una mejilla. Los sonidos se agotan, como si tuvieras tapada la audición de improvisto, refulgentemente (igual que las veces que subes a un cerro muy alto y no oyes nada de un momento a otro, y sólo es un algo constante y que te hace gritar sin oírte; ahogarte sin agua). Caminito sobre la piel. Pasos de dos dedos exploradores, helados, blancos, flexibles, boy scoutt. Uno sobre otro. Dos sobre otro. Tres sobre otro. Los ojos quemándose; como soles rojos. |