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PEPE
epilejoremor

Las escuelas Estado de Oaxaca y El Pípila están ubicadas, una al principio y otra al final de la avenida Parque Lira. Hace sesenta años eran la selección obligada de los hijos de obreros, soldados de rango bajo, artesanos, pequeños comerciantes, lavanderas y "mil usos" que componían la población de habitantes de El Chorrito. Este barrio, estando situado exactamente en medio de esos polos escolares, definía el carácter popular de éstas, sus primarias más cercanas.
Sucedió el primer día de clases, dos de enero de aquel año escolar mexicano que iba a la par del año calendario; México, nacionalista como pocos países, todavía no había sido enchufado al horario gringo porque defendía sus valores y tradiciones como gato bocarriba, a diferencia de hoy, que los defendemos como gata bocabajo. Las clases comenzaron bastante después de las ocho, cosa inevitable en un día inaugural como ese. El Memín asistía a su primer y último día en la escuela.

—Pepe.
Ese es Pepe.
Pepe se pasea.
Pepe pisa ese sapo.
Así es Pepe.
... coreaba la chiquillería del Primero A, siguiendo la batuta—regla de la maestra Enriqueta; excepcional, brillante y enérgica cincuentona que encarnaba como pocas al mítico ¿místico? maestro—apóstol de los años cuarentas, especialmente difíciles a consecuencia de la Segunda Guerra Mundial.
Todavía no llevaba dos horas de instrucción formal y se sentía cercano al colapso, pero ya sabía leer; al menos eso hacía sentir la Señorita Queta a Pepe, El Memín —así le apodaban por pequeño, prieto y pelón, como el pícaro personaje popularizado por una revista de historietas de aquella década.
Casi sin dormir de la emoción punzante, la velada anterior, noche de vecindad bulliciosa a pesar del frío invernal, había sido una amalgama de jugar a la roña y lavar sus tenis; de ponerse de burro castigado y preparar su ropa remendada pero limpia; de toparse con las escondidillas marañas oníricas de lo que se sabía capaz de aprender gracias al milagro de ser dueño de un cuaderno, un lápiz, un libro y una mochila de percal, recosida a mano por su madre.
—Chin güey, ya casi tengo ocho años; ¡por fin a primero! Ora sí voy a aprender a leer, a saber quién es y dónde está mi apá.
Entre sueños y ensueños, esa noche cayó en cuenta que don Evaristo Ortega no era enano, era una mitad de hombre al que la Virgen había quitado las nalgas, los muslos y las piernas, y los había convertido en milagros de plata a ser vendidos en el atrio de la iglesia de El Chorrito. No pudo resolver si eso era castigo o premio, ni sabía que no se trafica con milagros nalguiformes —"qué bueno que le dejó las patas pa’ correr; pa’ poderlo torear como lo torea El Copetes".
En el viejo jergón que compartía con sus dos hermanos, alguien más no descansó esa noche.
—Ya duérmase cabrón, nosté chingando, parece ladilla japonesa —reconvención y codazo de Copetes, un hermano mayor.

Don Evaristo Ortega, El e—e—é, se ganó el onomatopéyico apodo porque todas las tardes vagaba por las calles cuasi pueblerinas, empulcado o teporocho, lanzando su canto, lamento o grito de angustia –e—e—eee-, antes de ser derribado por la inconsciencia etílica sobre una banqueta o el arroyo, o de llegar, entre bandazos, a la suit. Así llamaba a su refugio.
Como hasta ebrio se comportaba correcto y ceremonioso con las personas que sí lo respetaban —la minoría-, estos no parecían notar su deformidad ni hacían referencia a ella; pero el cura de la iglesia, desde el púlpito, de manera retorcida y nada misericordiosa lo señalaba como fruto y encarnación del pecado, monstruo, engendro de Luzbel, y otras lindezas que sembraban repulsión y desconcierto entre los parroquianos más rústicos, que no eran pocos.

Al llamar la campana a recreo, Pepe abandonó el aula igual que sus nuevos compañeros: desorientado. Pero se dispuso a buscar la seguridad de cualquiera de sus dos hermanos mayores, sólo que antes se topó con la familiar y cálida faz de la señorita Concha, quien le infundió otro tipo de confianza y, además, lo adoptó de inmediato.
—... puedes decirme Conchita, Memín; ¿ya no te acuerdas de mí?
Apenas llevaba ciento veinticinco minutos en la escuela y ya la señorita Concha se hacia cargo de él —"no te apures, al rato los buscamos"-, conduciéndole al retrete "para que hagas de la chis y te laves bien las manitas, ¿eh?".
Cuando salió del excusado, lo tomó del cuello con mano suave y cariñosa -"Híjole, tiene las manos más chichas que ni mi amá, güey"-, lo guió por escaleras y pasillos, y lo fue conduciendo hasta el fondo del recién arbolado patio mayor, bisectando la algarabía del primer día de clases.
—Híjole, qué pinche escuelota, güey -pensaba.
La necesidad de sus hermanos se fue desvaneciendo poco a poco. Obnubilado, sólo percibía, hasta sin tener que mirarla, a la bellísima señorita Concha, joven alta, blanca como luna, de ojos algo rasgados pero muy grandes, aceitunados y profundos; de muslos y piernas...
—largas, largas como anoche; híjole, están de mi tamaño, güey -se decía.
... muy bien formadas. De busto perfecto, ubérrimo...
—¡qué pinches chichotas!; ‘tan más grandes que ni las de Inesiiita, güey -la comparaba en su mente.
... y nalgas que sólo pudo calificar con su raciocinio ochoañero.
— ¡Zaco!, ha de ser bien pedorrooota, güey -concluía por vez primera pues, aunque la había visto y tratado, nunca se había atrevido a medirla con estos criterios.
Con la lógica de su edad sabía que la señorita Concha, como la llamaban los niños en el barrio, era maestra, catequista, y personificaba la virtud y belleza de las vírgenes, ángeles y querubines que veían los sábados en la iglesia, cuando asistían a la doctrina que ella impartía y que él, obligado por su madre, había comenzado a aprender un mes antes.
Lo que no sabía era que María Concepción Montes de Oca y de los Monteros, a los diecisiete años cursaba apenas el sexto de primaria después de nueve ciclos en esa escuela, que era algo estúpida; y que le encantaban los niños párvulos. Aunque muchos la pretendían, jóvenes y adultos, nadie le había conocido un solo novio y siempre ocultó que más de uno de los profesores intentó seducirla. Era inmune.
Sólo ciento treinta minutos llevaba en la escuela y ya la señorita Concha le enseñaba sexología práctica, pues así reclutaba a sus novios, instruyéndolos desde el primer año.
—Este pajarito no sólo sirve pacer de la chis, Memín.
—Ya lo sé —contestó mentalmente.
Estaban en un rincón de la escuela, al fondo de aquel enorme patio que habría de ceder terreno a la maternidad Maximino Ávila Camacho y después sería cercenado por el Anillo Periférico; ocultos en una de las zanjas del futuro drenaje profundo.
—¿Cómo te llamas, eh?, ¿Guillermo?
—No, Pepe.
—No tengas miedo.
—De qué.
—Te va a gustar mucho.
—Qué bueno -se dijo.
—Luego vamos a buscarlos, ¿eh?
—Ajá.
—¿Nunca habías visto pelitos?
—No -mintió.
—Tú también vas a tener muchos; cuando seas grande.
—¡Claro! -pensó
—Así...
—¿... ?
—Más fuerte, Memín.
—¿... ?
—¿Te gusta?
Apenas llevaba dos horas y media en la escuela, cuando terminó el recreo, y ya estaba solo en el fondo de la zanja, muerto.
María Concepción, aterrada, lo había asfixiado intentando acallar su llanto que, más que de pánico o dolor, fue de sorpresa por la impresión de ver sangrando su penecillo, circuncidado con violencia al obligarlo a penetrar el abundante pelambre púbico de la Señorita Concha. Sangraba mucho y eso lo impresionó, pero sólo le había roto el frenillo bajo el glande.
Sin proponerse ahogarlo, pero sí sofocar el indiscreto llanto, lo prensó contra sus senos mientras Pepe sucumbía ajeno a la muerte, pensando:
—Híjole, tiene más pelos que ni Inesiiita, güey.

Dos y media horas después de la tragedia, allá por las ex-caballerizas, donde hoy se ubica la montaña rusa, don Evaristo Ortega dormitaba expectante a la puerta de su suit, la raíz-tronco del viejo eucalipto hueco que acondicionó, hacía años, para tener un lugar donde dormir, porque en realidad no vivía ahí o en sitio alguno. Eran casi las trece horas del medio día y había olvidado que el joven Guánsaras, recién asesinado, ya no iría por él para iniciar la borrachera diaria. Lo esperaba en vano.
—‘uta, no andaba crudo desde hace un chingo. Me cai que no lo vuelvo a hacer, es mejor estar siempre briago; ¡qué pinche ruido! -pensaba don Evaristo en el momento en que algo rojo anegó su vista y le reventó los oídos —¡Y ora qué chingaos pasa!; ¿un pinche rayo. o qué?
Difícilmente se percató de las subsecuentes pedradas, batazos, patadas y varillazos que le propinaron los discípulos de Linch que así lo castigaban por "depravado, mata-niños, y por profanador", pues, según ellos, "el horrible mostro" se metía al santuario de la virgen a robar las pocas monedas que arrojaban algunos soldados y obreros de los muchos que a diario pasaban por ahí.
—... a acabar con estos ladrones y asesinos...
—vamos a escarmentarlos.
La turba ignoraba que fue don Evaristo quien dio albergue a la virgen en su cobijo nocturno y que, como muestra de adoración, siempre mantenía las ofrendas de una votiva ardiente, un vaso de agua bendita y un ramo de frescas nubes; ”blancas florecillas del panteón y el cielo".

—Aunque cueste lo que cuesta, todo es poco pa la Morena que sí me quiere -así había decidido años atrás, cuando le erigió el santuario —¿no me salvó de los pinches perros hambrientos que terminaron lambiéndome los güevos?
Abreviaba de esta manera su recuerdo de aquella ocasión en que, por andar de insospechable correo entre los obreros que luchaban contra Victoriano Huerta después de La Decena Trágica, fue lanzado por los esbirros del usurpador en una jaula con canes hambrientos. Los seis dóberman, al principio rabiosos agresores, terminaron disputándose con igual ferocidad el inexplicable derecho de lamerlo y restregarse en él, quien los acariciaba con afecto desprovisto de temor. Tal furia fue mal interpretada por los sicarios quienes, al ir la siguiente mañana a buscar los despojos, hallaron la jaula vacía; ni rastro de los perros o del, casi niño, enano sedicioso.

—¿No descarriló el tren cuando me dormí, borracho, en la vía?
Sin explicación lógica alguna, a escasos diez metros de donde yacía con el cuello sobre uno de los rieles del ferrocarril de Cuernavaca, la locomotora y parte del tren renunciaron a su trayecto obligado. Y no dormía, estaba consciente.

—¿No le sacó el agua a la alberca del Molino cuando me caí, pedo, en ella?
Trataba de engañarse y no reconocer que aquella vez intentó el suicidio –"Ya no aguanto a esos ojetes"-, arrojándose en una alberca cuya poca agua y duro fondo lo disuadieron de otro intento inmediato. La alberca estaba semivacía porque iban a lavarla.

—¡Y la vez que me cambió a los toros por caballos... !
Otra de las ocasiones en que, harto de los ojetes trató de suicidarse, se introdujo de noche a los toriles del lienzo charro La Tapatía, sólo que esa misma tarde habían cambiado los toros bravos por yeguas broncas.

La Virgen, en el último momento, siempre había acudido a su rescate y él se lo agradecía. Y por ella juró buscar nuevo sentido a su vida. Y lo encontró –"siempre había estado aquí, esperándome".
De esa manera, con lo poco que ganaba como limpiabotas -algunos forasteros se boleaban nomás para admirar su cajón, el más barroco del barrio-, tenía más que suficiente para beber cuando no invitaba el joven Guánsaras, su protector. Lo sobrante, junto con lo ocasional que caía de limosna en su suit, lo invertía en ayudar a los más pobres que él –"... orden directa de la Morena"-, quien poco comía y nunca compró ropa ni calzado.
Vestía una guerrera militar que le colgaba hasta el tobillo -él le decía la chimuela porque le faltaban algunos botones metálicos- y un despojo de pantalón del que sólo asomaban, ocultando las costras de sus pies descalzos, las valencianas abultadísimas de tanto doblez. Ambas prendas sólo se vieron limpias cuando los obreros adecentaron a los menesterosos del barrio, aquel día que el Presidente fue al Chorrito a inaugurar su edificio sindical. Y el infalible quepís de gabardina verde olivo, cochambroso y lamparón, pero, eso sí, con su escarapela patria, tricolor.

Algunos linchadores dijeron "haberlo visto entrar a la escuela, por una zanja" y otros juraron, por Dios, que "cuando salió de la primaria, por el hoyote, todavía chorriaba sangre".
Para su fortuna casi no sintió el castigo, pues el primer ladrillazo lo recibió en la cabeza y, cerca de la inconsciencia, lo desgajaron del árbol, lo arrastraron alrededor de él, las mujeres morbosas lo desnudaron, y entre todos lo remataron, al pie de la letra, hincándolo en el eucalipto con clavos rieleros.

—Pa’ que escarmienten estos desgraciados sátiros
... decía la voz del pueblo
la voz de Dios
la nausea.

En la fracción de segundo que tuvo conciencia de su martirio, evocó al prieto mocoso que solía provocarlo, a pesar de ser tan pequeño como él.
—Ojete no es, me cai; me torea nomás pa calar si tiene los güevos del Copetes, pa’ sentirse seguro...
Por eso nunca pudo alcanzarlo, aunque lo hubiera hecho cuando le viniera en gana, ya que era veloz corriendo en cuatro patas. Por eso, en forma anónima, meses atrás había empezado a dejar en la desencajada puerta del mísero cuarto donde vivía el niño, frutas y verduras, pan, trozos de carne, ropa, y hasta un libro usado: Mi Nuevo Amigo.

—Ese es Pepe -fue el último de sus pensamientos.


Texto agregado el 12-08-2005, y leído por 140 visitantes. (0 votos)


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