Tan dulce. Tan prohibido. Tan inocente. Mis recuerdos, al menos los de ella, siempre son hermosos y tristes. Han pasado veinte años desde que la ví por última vez. La recuerdo perfectamente. Tenía dieciocho años... muy bien llevados. Delgada, pero no demasiado, grácil y ligera como una pluma. Con una cintura muy pronunciada, unas caderas anchas, poco vistas en las mujeres del país, al menos del mío, descendencia de sus antepasados celtas. La tez blanca como la nieve, el cabello ondulado color castaño le tocaba con delicadeza la cintura, y aquellos ojos negros que pedían a gritos, o más bien exiguían, ver tu alma. Pero sobre todo aquellos labios que nunca toqué. Aquellos labios que aceleraban mi respiración. Rojos y dibujados como un pequeño corazón. La ví por primera vez cuando mi barco ancló en Italia, donde la marina había decidido dejarnos un mes. Tenía yo veinte años y una cabeza llena de sueños. La observé de lejos al bajar del barco. Estaba parada en medio del puerto con un traje verde, su sombrilla de puntilla, abierta sobre su hermosa cabellera, que a la luz del día dejaba ver unos destellos rojizos, y su mano pequeña y enguantada saludando a lo lejos. Su vista estaba centrada en un punto detrás de mi hombro derecho. Sentí los pasos de alguién que corría y me di la vuelta justo a tiempo para ver cruzar a mi lado a Giovanni Bocelli. Natural de Italia, Giovanni poseía el cabello más negro y lacio que haya visto jamás; y unos ojos verdes que parecían siempre dispuestos a reír. Seguí mi camino sin despegar mis ojos de ella un solo instante. Giovanni corrió a ella y la alzó en brazos. Mi mirada ardiente e insistente se posó en la espalda de Giovanni mientras envidiaba su suerte. Solo entonces ella pareció percatarse de mi presencia. Dirigió su vista directamente a mí y dijo algo en italiano a Giovanni quien volteó la cabeza y me sonrió.
- ¡Edward! – gritó.
Nos habíamos hecho amigos en los últimos meses. Ambos lejos de la patria en aquello llamado Estados Unidos. Yo extrañando el clima húmedo de Inglaterra y él su amada Italia. Sin embargo, nunca había mencionado nada sobre ella. ¡Ya sabía porque extrañaba tanto la patria! Al llegar a su lado sonreí sin poder evitar sentir aprecio por él.
- ¡Gio! ¿Feliz de estar de vuelta?
- No tienes idea.
- Nunca me dijiste que sería éste el recibimiento que tendrías. Ya comprendo el deseo de volver.
- Ciertamente. – La muchacha se sonrojó ligeramente pero permaneció con la cabeza alta y la sonrisa perfecta en el rostro. – Quiero presentarte a...
- No me digas. Usted debe ser la novia secreta a la que Gio tanto escribía. – Ella me miró levantando una ceja pero rápidamente la bajó y su sonrisa se expandió, dejándome ver unos dientes blanquisímos y el asomo de una risa involuntaria en sus ojos.
- Mi nombre es Gioia Bocelli. Todos me dicen Gia.
- ¡Oh! Es su esposa. Lo lamento...
- No. Soy su hermana. – Gia miró a su hermano y lo tomó del brazo. – Debemos irnos. Mamma está impaciente.
- Enseguida, querida. Edward... – dijo, sacándome del estado de perplejidad en que me había dejado el saber que era su hermana. ¡No se parecían en nada!
- Dime, Gio.
- ¿Tienes dónde quedarte?
- Pues no, la verdad. Pensaba buscar un hotel.
- ¿Por qué no te quedas con nosotros... por hoy?
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