Tengo poco. Mi precario trabajo en la librería no me permite más. Mis bienes se resumen a una silla, un colchón y la vista de Santiago. Parecido a lo que describe León Felipe en su Autorretrato, o lo que mostró Van Gogh en su pieza de Arles. Pero todo es mío. Soy independiente y eso me costó mucho, pero me gusta. Por eso trabajo en ese local. Está en un mall del sector Oriente. Entro todos los días a las 9 de la mañana y salgo a las 6 de la tarde.
El fin de semana entro a mediodía y salgo a las 10 de la noche. Me agoto. No me puedo los pies (debo estar parada mientras haya un cliente dentro, y siempre hay alguien). Mi sueldo es casi el mínimo. Mi relación con el afuera es prácticamente nula: no sé cuando es de día o de noche, si hace frío o calor, si llueve o no. Mi hábitat es hermético al exterior, siempre con luz artificial y temperatura climatizada. Odio el mall. Odio la librería.
Me siento una rata, pretendiendo ser inofensiva mostrando una sonrisa cuando en realidad busco alimento: vender lo máximo posible. El tiempo se me hace eterno y ansío la hora de salida. Hora en la que tengo opción de hacer algo de lo mío: escribir, leer y concretar proyectos varios. Aunque, cuando llego a la casa, debo ordenar, cocinar y comer... Y una vez que eso está listo... ya no me queda energía. Toda me la consumió el mall, la librería.
El trabajo de mierda de esta sociedad que se cree en vías de desarrollo... ¿Desarrollo para quién?¿Para un país cuya ley laboral permite un trabajo de lunes a domingo, sin feriados, sin contrato, sin vacaciones, de 10 a 10... Con cero regalía (yo gano un 0,2% de las ventas.... ¡0,2%!... o sea nada).
Es curioso pero el concepto es que, aunque sea explotador, debo estar agradecida, soy una profesional con pega. De vendedora, pero pega al fin. Ahora, es una injusticia enorme, porque te contratan por los antecedentes, pero no te los pagan.
Por ejemplo, yo, tengo un título universitario de la Católica, he dado clases en la Universidad, he hecho investigaciones varias, artículos, críticas y demás. De ahí que se deduzca que conozco de libros. Que conozco harto: de arte, de literatura, de Arquitectura, de estudios de género, de historia y de otras cosas. Saber que ha permitido que yo asesore a muchas personas, que, gracias a mis conocimientos, compran.
O sea, mi knowhow es rentable para ellos, pero no me dan un veinte por él. Y si soy tan capa ¿porqué no busco por otra parte y dejo de alegar? ... Alguien podría, legítimamente, preguntar... Y bien: no sé. He buscado por diversos lados, por mucho tiempo y lo único seguro fue esto, pero me carga. Llevo aquí dos años. Al principio, creí que sería temporal. Pero me es difícil plantearme buscar otro trabajo.
El domingo, cuando aparecen los trabajos en El Mercurio, yo estoy trabajando. Salgo a las diez de la noche y no me da el cuero para mirar avisos económicos, preparar curriculums que sé que a nadie le importan mucho, y menos ir a una entrevista en horario de oficina, pues a esa hora yo vendo en la maldita librería.
Ahora, el ambiente no es malo, pero me falta aire, me ahogo encerrada en un cubo artificial todo el día. Pero lo más complicado es controlar la envidia.
Mucha gente llega y compra guías de turismo (que se venden como pan caliente) de varias partes de Europa. Su cuenta alcanza a veces a más de un cuarto de mi sueldo. Ellos gastan en un minuto, lo que yo gano en una semana ó en dos, trabajando cerca de 10 horas diarias, y a veces 12 horas. Y ellos no son mejores que yo, pero yo los envidio.
También envidio a los que compran libros caros, como los de Arte. Hay muchos libros de Arte que son una maravilla. Al menos los puedo ver, pues, bajo el criterio que debemos conocer los libros para asesorar a los clientes, tenemos derecho a llevarnos por algunos días los preciados botines. Y si bien tengo esa oportunidad, no me es fácil aprovecharla, pues llego muy cansada a la pieza que arriendo.
Además, otra cosa que me cuesta, es asumir mi realidad. Va harta gente conocida mía a la librería y me da vergüenza. Me preguntan por qué yo, habiendo estudiado tanto, estoy de dependienta de un local en un mall. ¿Cómo explico eso?... Entonces les digo lo que sea para terminar la conversación, pero una vez en mi casa, esas palabras me persiguen, me atormentan y sufro. Lloro. Y me prometo mil cosas para salir de ahí, pero llega la mañana siguiente y todo sigue igual, angustiosa e irremediablemente igual.
Yo pretendía ganarme una beca para ir a estudiar al extranjero. Pero no me la gané. Había que tener publicaciones y haber hecho clases. Yo no tenía nada publicado, y sólo había hecho clases un semestre, hace dos años. Podría haber escrito algo, pero es difícil por la rutina, porque no tengo computadora ni Internet, ni menos contactos. Además, postular de nuevo me sale un ojo de la cara. Así que aquí estoy, esperando que pase el tiempo...
Sé que es pesimista mi actitud, pero la esperanza se me murió de a poco, y ya no me queda ni su sombra. Soy todavía joven, pero no vislumbro un buen futuro en este país, e irme me resulta un gran sueño inaccesible en términos económicos. En cuanto al amor, es algo que supongo le toca a gente afortunada, no a mí. Lo tuve, pero se fue con otra.
Así, estimo que seré como aquellos inocentes del film En el Nombre del Padre, que encierran en Irlanda. La chica entra a los 17 a esa prisión, sale a los 33, pero entremedio, en lo único que cambió su vida, fue en acostumbrarse al encierro y en las arrugas prematuras.
No hubo un cambio sustancial a nivel de postura de vida. Ella sabía casi lo mismo que cuando ingresó. Eso me pasa a mí con la librería. Es como una prisión que si bien odio, me da algo de seguridad. Al menos con mi escueto sueldo puedo pagar el arriendo de mi pieza, algunas cuentas y puedo comer una vez al día.
Ya no tengo amigos. Estoy sola. Mi última amiga se llamaba Paula. Se casó. No la vi más.
Sólo hay un hombre que me visita a veces en mi hora de colación, y me invita a almorzar. Está un poco enfermo y vive en un sitio ficticio. Pero tiene dinero real, o su familia lo tiene y se lo da, no lo sé bien y no me interesa.
Lo conocí hace dos años en la facultad. Cuando aún yo era yo, antes de entrar a la librería. Me abordó preguntándome si yo era “un ángel o mujer” y otras ideas parecidas que entonces me parecieron ridículas, y que ahora, que me las repite siempre que me visita, considero mágicas y logran abstraerme por un momento de la prisión de marketing en la que estoy inmersa.
Me dice que soy Un Ángel de Librería. El único ángel mujer librera que él conoce. Me río y como en silencio. Sus lentes han variado de formato gracias a mis consejos, se viste mejor y ahora va al dentista, así su sonrisa ha ido enderezándose...
Cuando termina mi tiempo de colación, nos despedimos hasta otra oportunidad. Que él nunca explicita pero que casualmente es todos los miércoles. Sólo lo veo los miércoles. Y me gusta esperarlo.
Un día no viene. Casualmente ese día veo el diario y en primera página aparece él bajo un texto de letras rojas. Leo un poco más abajo: El famoso Loco, que ha asustado a tantas universitarias desde hace más de un año, ha podido por fin ser acusado por la policía. Ante la situación, el desquiciado se tiró por el balcón de su cuarto piso, falleciendo al instante. Lo inaudito es que el antisocial poseía una cuantiosa fortuna producto de una herencia familiar. Además, este hombre amaba en secreto a una mujer, a quien le estaba escribiendo un poema en su máquina de escribir. La policía no sabe por donde buscarla, pues el Loco, hizo un testamento, absolutamente legal, hace unos días, dejándole todo a su “Ángel mujer de la librería” como él la llamaba. Se cree que se trata de una dependienta de un mal llamada Almendra. La policía está haciendo las pesquisas necesarias para dar con el paradero de la afortunada vendedora.
Cuando terminé de leer se me secó completamente la garganta. Me dolió la piel y las pestañas. Me llamaban afortunada por una herencia que yo ni siquiera sabía que existía, justo en el momento que me enteraba de la muerte de la única persona que me había dado cariño en los últimos dos años. Lo único que pensé entonces es que volvería a estar sola, en que no habría más miércoles y en que no me gustaba que le llamaran “Loco”.
Con respecto a la supuesta búsqueda que la policía hacía para encontrarme, yo no hice nada, no llamé a nadie... sólo me quedé ahí... haciendo lo mismo de siempre. Pero luego de lo ocurrido, hubo polémica y muchas chicas dijeron ser yo. Asumí que mi buena suerte le daría el dinero a otra. La verdad yo aún lloraba que el almuerzo de los miércoles ya no fuera distinto al de los otros días.
Unos meses más tarde unos investigadores dieron conmigo. Les dije que sí, que era yo la Ángel de la librería. Me preguntaron si tenía alguna prueba. Respondí que un manuscrito que me había hecho hacía casi tres años, cuando lo conocí. Se los di. Al día siguiente comprobaron la caligrafía. Hicieron un par de averiguaciones más y me dieron el veredicto: soy la única heredera de una gran fortuna. Mañana debo ir a la notaría y al banco.
Así, esta es mi última noche en esta pieza y mañana renunciaré a la librería.
Hoy me volvieron las ganas de escribir. Y tuve que recordar y agradecer a ese hombre de quien me burlé por su “Ángel o Mujer”.
Son las cuatro de la mañana. Me voy a dormir y soñaré con un nuevo día, que, por primera vez desde hace años, sé que efectivamente será distinto... y ya quiero que llegue.
Agosto de 2000
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