No tenía manos. En realidad, no tenía brazos. Los tuvo en algún tiempo, sin duda más feliz, pero ahora, cuando esta historia surge, no los tiene. Escritor de profesión, o por naturaleza, o porque no tenía otra cosa mejor qué hacer, sin los miembros superiores, le resultaba, o mejor dicho, le resulta dificultoso, por no decir casi imposible escribir. Sí, ya sé que hoy día se puede dictar todo, pero no es lo mismo, y más para una persona acostumbrada a redactar manuscritos. Y no solamente eso sino que es una persona que ama su propia letra. Gozaba, pues, doblemente leyendo sus escritos, cuando los podía escribir, se entiende.
Intentó escribir al dictado de una máquina, luego tomó empleados y empleadas para que redactaran sus dictados en el papel. Pero nada de eso le satisfacía. Era una letra extraña. Comenzó a obligarles a imitar la suya, pero con resultados que se pueden presumir. Un día, la última de la serie de empleadas (siempre es la última), cansada de escucharle quejarse, decidió tomar “el toro por las astas”, y decidió (volvamos al presente) acercarse a la banqueta donde el escritor permanece inmóvil, hundidos los hombros sin prolongaciones, la cabeza gacha, el pecho hundido, resoplando una profunda depresión, y entonces ella deja lapicera y papel en el escritorio, inútil hasta ahora pues aguarda lo imposible, ella apoya ahora el pecho contra la espalda inerte, su cabeza junto a la de él, oreja contra oreja, pasa sus brazos hacia delante, rozando con las axilas los muñones, alcanza la lapicera y le susurra al oído:
-Dicte, ahora dicte.
El escritor inicia el párrafo en voz baja (innecesario otro tono), y ella comienza a escribir. Ha puesto la mente en blanco, las palabras de él la atraviesan y circulan directamente hacia sus brazos, hacia sus manos, y sus manos redactan sin que ella las controle. Y las palabras surgen como lo hacían antes, fieles a su dueño, y ella las deja ser. Cuando él mira el papel, sonríe y relee en voz alta el párrafo.
-Perfecto. Así era. Así lo quería.
Con el tiempo, ya ni la voz de él fue necesaria. Desde sus pensamientos, con la cabeza de ella apoyada en la suya, lograba escribir como antes, como fue siempre. ¿Simbiosis? ¿Entendimiento y suma de voluntades? Tal vez, y quizá también, una pizca de amor, pero amor al fin.
|